Europa
Por Heriberto Ramírez
Aterrizamos en el
aeropuerto Leonardo Da Vinci, despuntaba el año 2000. Cuando bajamos del avión
y pude sentir el asfalto bajo mis pies, me dije: ¿Por qué demonios no había
venido antes, si no es tan difícil? En ese momento olvidamos la angustia de
haber estado a punto de perder el vuelo en El Paso; cuando llegamos al
aeropuerto ya nos estaban voceando, todo por un exceso de confianza, pues en el
trámite migratorio del puente internacional los malditos gringos nos atendieron
cuando les dio su gana, nos tomaron huellas y demás, atrasando los permisos de
turistas.
Era un día fresco,
terminaba la tercera semana de marzo. Del aeropuerto tomamos el tren urbano
hasta el centro de Roma. En la estación dominaba un fuerte aroma a café; la
gente empezaba adquirir una apariencia exótica: entre europeos y africanos.
Para empezar a buscar alojamiento llevaba algunas direcciones; para nuestra
sorpresa encontramos rápido un hostal. Era una casona administrada por un par
de jóvenes que cuando nos vieron llegar nos hablaron en tres o cuatro idiomas hasta
acertar el nuestro. La luna de miel había tenido un buen inicio.
Era un domingo por la
tarde, así que el centro de Roma era un bullicio. Caminamos sin rumbo definido
hasta llegar a una glorieta con plazuela enfrente, la plaza de la República. Para
festejar el arribo, decidimos comer una rebanada de pizza y destapamos un
botellín de vino, ambos quedaron por debajo de nuestras expectativas. Sin gran
esfuerzo llegamos a la estatua de Marco Aurelio y a lo lejos divisamos el Coliseo;
todavía sacamos un poco de fuerzas para ir a la Fuente de Trevi, un deseo
acariciado por Janneth. Por ese día, y considerando el cansancio, nos dimos por
bien servidos.
Al día siguiente fuimos
directo, ahora sí, a recorrer el Coliseo, monumento de la crueldad humana. En
sus muros aún resuenan gritos de dolor de innumerables víctimas. Luego, en los
alrededores dimos con una exposición de los nenúfares de Monet, seguida de una
visita obligada al Vaticano. Sus fastuosas salas casi insultantes, sus museos.
Cuadros con motivos religiosos de Siqueiros, Chagall, entre muchos otros. Lo
que sí resultó una auténtica experiencia religiosa fue la Capilla Sixtina,
contemplar frente a frente los cuadros de Miguel Ángel vistos una y cientos de
veces en libros y revistas, hizo que el impulso visual del cerebro se
transmitiera hasta la médula y de ahí a los talones.
Sobre Roma se esparce
el ruido sordo de todas las grandes ciudades, el torrente de autos se ve
mitigado con una notoria presencia de motos tripuladas principalmente por
espigadas y elegantes italianas, o será que esperaba encontrarme flotando en el
viento la musicalidad del rock progresivo con sabor a Verdi.
Llegamos a la bella
ciudad de Florencia por la tarde. A diferencia de Roma, aquí conseguir
hospedaje se volvió complicado, en los teléfonos que llevaba me contestaba la
operadora algo incomprensible para mi italiano inexistente. En lo que llamaba a
distintas partes, un hombre joven nos ofrecía de manera insistente hospedaje;
pensando en que conseguiríamos algo más lo desdeñamos varias veces, ante lo
cual él fue bajando el precio. Finalmente aceptamos su oferta ante la falta de
resultados, así que nos condujo a una habitación mona; luego de unos instantes
entró su mujer llena de furia por haber ofrecido la habitación a tan bajo
costo. En aquel entonces la lira era todavía la moneda corriente.
Ya instalados salimos
a caminar, cenamos algo ligero y bebimos una cerveza de barril, tal y como lo
recomiendan las guías turísticas. Al día siguiente dimos cuenta del desayuno
continental para salir a conocer la legendaria ciudad. Nos enfilamos a los
Uffizi pensando que era temprano, pero no: descubrimos una larga y sinuosa
fila, pues ese día era gratis. De nuevo la fuerza del Renacimiento cobró
factura, ver a Leonardo, Botticelli, El Greco nos emocionó en verdad; el
recorrido nos llevó la mayor parte del día, que en esa época del año es corto.
A la salida una lluvia pertinaz nos condujo a comprar un paraguas, claro, con
querubines renacentistas; así también una librería nos invitó a entrar y el
guiño obligado de un libro La storia dei colori
de Goethe, ingenuamente confiado en la facilidad del italiano.
Al día siguiente nos
dimos tiempo para recorrer Il Domo, ir al museo de ciencias y ver una
calculadora de los tiempos de Leibniz como pieza destacable. Tomamos fotos al
David ubicado afuera de los Uffizi, hasta en sus partes más privadas. En la
tarde tomamos el tren hacia Milán para visitar a Adrián; llegamos ya entrada la
noche, cargamos el equipaje en uno de los carritos disponibles y nos dirigimos
a un teléfono público para llamarle. En eso estábamos cuando un tipo quiso
volarnos una maleta, pero la oportuna intervención de mi mujer lo disuadió y el
hombre huyó rápidamente por las escaleras. No pude hacer comunicación con
Adrián, había olvidado mi agenda, así que fuimos a tomar un taxi para buscar
hotel. Caímos en manos de un taxi pirata que nos llevó a un hotel en penumbras,
nos cobró la dejada y una comisión por conseguir alojamiento. Con el miedo
encima nos encerramos en el curto hasta el día siguiente, no sin antes buscar
algo para cenar; lo único abierto era un expendio de comida asiática, atoramos
la puerta con la silla, una mesa y las maletas.
La mañana siguiente
nos dirigimos a la Universidad de Milán, a la búsqueda de Adrián. Una vez
traspasadas las barreras lingüísticas dimos con su secretaria, quien nos dijo
que regresaba hasta la tarde y nos dio su número telefónico, ante esto,
decidimos tomar el metro hacia el centro de la ciudad. La catedral de Milán nos
deslumbró por imponente, tanto por fuera como por dentro. Mientras esperábamos
a que Adrián llegara por nosotros, pudimos apreciarla a plenitud, así como la
vida cotidiana de la explanada ubicada al frente.
Fuimos invitados a
pasar la noche en su departamento, donde cenamos ensalada con aceite de oliva y
vinagre, pasta, quesos y vinos. En la sobremesa cocinamos la publicación de El laberinto de la justicia, su tesis
doctoral. Nos preguntaron por nuestro siguiente destino, a lo que respondí
Turín. Cuestionado el por qué, les respondí que para visitar la plaza donde
Nietzsche se internó al mundo de la locura; Adrián sonrió y nos dijo:
—Les sugiero que vayan
a Venecia, pues tal vez ya no vuelvan.
Siguiendo su consejo,
partimos en la mañana hacia Venecia, con un mapa para facilitarnos la llegada.
Nos hospedamos en el bonito hotel Spagna, donde un recepcionista nos extendió
un mapa de la ciudad y tazó para nosotros un recorrido en el autobús urbano.
Llegamos a una
concurrida plaza de San Marcos, oteamos la brisa marina, su catedral, y
deambulamos por sus calles y callejones, agradecidos del buen consejo de
modificar nuestro itinerario. Pude apreciar su gran tradición en cuanto a
imprenta se refiere, en más de un aparador esto pudo evidenciarse. Sus máscaras
coloridas fueron un atractivo poderoso, pero su precio era inaccesible a
nuestro bolsillo; hube de conformarme con una corbata a manera de recuerdo.
Al amanecer
emprendimos un largo regreso hasta Barcelona, fuimos dejando atrás los nevados
montes Urales. Trasbordamos en Monte Carlo, en Niza, y dejamos Francia por
Ventimiglia; allí los carabineros desplegaron lo mejor de sus destrezas
antinmigrantes, algo que no habíamos visto.
Después de un largo
recorrido, llegamos a Barcelona en la mañana, con la idea de encontrar a Itzel,
pues nos había ofrecido hospedaje. Arrastramos las maletas hasta dar con su
departamento; ya ahí, Raúl, su socio con quien compartía departamento, nos
bosquejó, como buen arquitecto, el mapa urbano de la ciudad, y nos orientó para
seguir el mejor camino. Así lo hicimos hasta llegar a La Sagrada Familia. Qué
espectáculo más impresionante, solamente la privilegiada mente de Gaudí pudo
concebir una maravilla arquitectónica de esas dimensiones, además la imaginaba
acabada, me sorprendió más verla inconclusa y en proceso. Ascendimos por una de
sus torres hasta que el vértigo me detuvo. En cada detalle de las escaleras de
su fachada bifronte se aprecia el cuidado de su arquitecto; tanto me embobé
tomando fotos que por ahí dejé olvidado un lente de mi preciada cámara Práktica
de la RDA que le compré a Tournebize. Desconozco de dónde sacó Janneth tantas
fuerzas para arrastrarme hasta ahí. De regreso al departamento, seguimos la
diagonal sugerida por Raúl, y en cada cuadra, en cada construcción descubrimos
una lección de arquitectura, de historia y de estética.
Iniciamos una velada
inolvidable en el departamento, con estragos de la misma naturaleza. Con una
resaca memorable nos dirigimos a la biblioteca de la Universidad de Barcelona,
mejor conocida como “el ovni”; ahí sacamos algunas copias, y así fue que obtuve
la primera copia de la Óptica de
Newton, la misma que Saúl Guerrero tuvo en su librería Humanitas cuando estaba en la Coronado, a una
cuadra de mi vecindad, y nunca vislumbré su importancia. Ya había leído que
Barcelona tenía cerca de 400 librerías así que, en medio de las brumas de la
resaca, acerté a preguntar por la librería donde la biblioteca compraba sus
libros, me direccionaron a Alibri y La Central, verdaderos manjares
bibliográficos. Adquirí una dote suculenta de libros en ambas librerías, armé
una caja y partimos hacia Madrid.
Llegamos de mañana a
la estación Atocha, y sobre la marcha nos fuimos ubicando hasta encontrar el
hostal que Raúl nos sugirió. A partir de allí nos centramos en el Museo del
Prado, con las maravillas del Bosco, Rembrandt, Goya, Velásquez, entre muchas
otras. Luego, en el Centro Cultural Reina Sofía, con una exposición inolvidable
de Tàpies, una cantidad ingente de Mirós, Dalíes y el sorprendente Guernica. Visitamos la Facultad de
Filosofía en la Universidad de Madrid, y divisamos la Facultad de Ciencias de
la Información. Después de una suculenta comida en el centro, acompañada del
vino de la casa, nos fuimos en metro al planetario; asientos cómodos, clima
ideal y terminé dormido, solo recuerdo el inicio y el final de los aplausos.
La ocasión daba para
buscar las librerías de ocasión y de nuevo, siguiendo las pistas llegamos a la
de Espasa Calpe, y así sumamos otros libros al paquete. El resto fue preparar
el regreso, las medidas de seguridad del aeropuerto de Barajas, gastar las
últimas y ya desahuciadas pesetas en camisetas con motivos de Picasso y Miró
hechas en México. Llegar a Newark, enfrentar la fila interminable en migración
hasta perder el vuelo hacia Houston con angustia inevitable, para luego salir
en el vuelo siguiente, una hora después.
Llegamos a El Paso y
ya bajo de la banda yacía nuestra caja de libros, respiré con alivio. Tomamos
el taxi hasta el puente, pues las finanzas estaban colapsadas, cruzamos a pie
ayudados por un carrito tipo diablito que compramos en el Corte Inglés en
Barcelona. Cuando pensamos que la aventura había llegado a su fin, nos topamos,
ya del lado mexicano, con un par de soldados que interrogaban de fea manera a
un pequeño grupo de paisanos que intentaban cruzar de manera ilegal hacia
Estados Unidos. Fue contrastante enfrentar este hecho después de cruzar varias
fronteras de manera cordial y civilizada.
Finalmente llegamos a
casa con unos kilos menos, con muchos libros más y con experiencias muy gratas,
pero sobre todo con la satisfacción de haber cruzado el charco.
(Esta crónica de
Heriberto Ramírez Luján es parte de su libro Relatos en celular, inédito).
Heriberto Ramírez Luján filósofo mexicano redacta la lógica
con precisión de cirujano. En sus ensayos y libros de filosofía y también en
sus textos literarios. Sobrio y elegante profesor, el estoicismo es divisa de
su estética. Y de su gran estilo.
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