lunes, 11 de marzo de 2019

Victoria Montemayor Galicia. Oda al viento

Foto Dante Amerisi

Oda al viento

Por Victoria Montemayor Galicia

A mi madre Raquel.

Una dulce melodía sonaba en punto de la media noche,
Carolina escuchaba,
Bóreas erigía castillos que fulguraban en el desierto…

La pradera se delineaba en lontananza, sus tonos dorados, rojos y cobrizos ondeaban al compás del viento. Los matorrales se extendían como si quisieran atrapar las mariposas amarillas, blancas, rojas y moradas que surcaban las flores.
Las colinas de piedra arrullaban con sus cantos a los coyotes. Lugar de guacamayas fue algún día.
─¿Dónde estarán ahora? ─se preguntaba la niña de cabellos rizados y ojos aceitunados que jugueteaba con su pequeño gato negro y su bolita de cristal que encerraba un pez que se movía entre las aguas. Un juguete con el que el gatito ronroneaba y perseguía cuando ella lo sujetaba entre sus dedos. Con la esfera de cristal la niña imaginaba un mar profundo, inmensamente azul con caracolas, peces multicolores, corales, ballenas, delfines. Nunca había visto el mar, solo el desierto, las montañas y la pradera. Conocía las canciones del céfiro en noches de luna llena y tormentas. Observaba el desierto con esa quietud e inocencia de saberse pequeña, mortal. Percibía el desierto como un inmenso laberinto de arena, poblado de castillos que aparecían con los colores rojizos del atardecer. No había princesas, había gatos. Gatos de distintas razas y colores acompañados por coyotes y correcaminos poblaban los castillos. El sueño se desvanecía. Regresaba a la pradera.
Observaba el monte Moctezuma que centelleaba como esmeralda. Sentía como si varias voces cantaran al atardecer, en el ocaso, como si alguien susurrara su nombre en el viento, alguien raptándola a otros ayeres. A otros mundos. Había escuchado historias sobre Paquimé, sus ruinas de adobe, esas casitas pequeñas que parecieran querer esconderse de nuevo, laberínticas, enigmáticas. Los caminos de tierra formados alrededor de la cruz, símbolo de un pasado que nadie ha podido descifrar; símbolo de alguien que murió en una cruz, ─no, eso es reciente─ pensó la pequeña con sus ojos recorriendo el horizonte que se teñía de colores cobrizos. La cruz que señala a los cuatro puntos cardinales. ¿Quién se lo dijo?
En las tardes, en el ocaso, a Carolina le gustaba llegar hasta la cruz, se imaginaba que algo mágico la bordeaba, observaba las casitas, le gustaba imaginar que las almas de sus habitantes estaban encerradas en esa cruz, o tal vez, en los rincones de Paquimé, en la pradera, en el monte, en el desierto…
Carolina rodeaba la cruz, la observaba minuciosamente como si quisiera encontrar algún símbolo, ─el de la cruz no era suficiente─ algún detalle que tal vez nadie hubiera notado. Alguna puerta secreta de acceso a otros universos, ─tal vez esas historias no sean verdad─ pensó. Solo mitos, o leyendas repetidas, gastadas por el tiempo y la arena, la gente que inventa sus dioses, sus historias, su cosmogonía.
Carolina no perdía detalle de lo que sucedía alrededor. Su gato tampoco. El gatito negro era su fiel compañía de juegos, de estudio, a donde ella iba, iba el pequeño Chamizal de ojos azules. El gatito subía por la cruz, olfateaba, llegaba al centro y maullaba. Carolina escuchaba con atención el maullido. Cada maullido que emitía Chamizal era distinto. Un maullido agudo y continuo significaba hambre, un maullido suave y pausado era juego o caricia. El maullido grave y largo, ese es el que buscaba identificar. Al llegar al centro, Chamizal maullaba.
Pasaron algunas lunas y Carolina visitaba continuamente, casi religiosamente la cruz. Paseaba entre las casitas, contemplaba el horizonte, a veces lograba ver correcaminos, su plumaje surcaba entre los matorrales, otras escuchaba el aullido de los coyotes, otras el suave canto del viento; cuando tenía suerte, cruzaba en su camino un gato montés de ojos dorados. Chamizal la acompañaba. Una tarde, al tramonto, cerca del equinoccio de otoño, cuando los colores de la pradera parecen ser más brillantes y la luna más hermosa, Carolina observaba la pradera desde la terraza de su casa: el monte Moctezuma centelleaba como una mina de cobre. De repente un remolino de luces de colores rebotó cerca del museo, Carolina corrió tan rápido como pudo y llegó hasta la cruz. Olía a incienso. El cielo comenzó a teñirse de colores morados, rojos, amarillos, cobrizos. Poco a poco el coro de las pléyades fue apareciendo en el cielo, el cazador, el cisne, Pegaso. Observaba los astros. Contemplaba la inmensidad azul, oscura y resplandeciente de la noche. La diosa de plata centelleaba y la pradera parecía iluminarse con esa luz argentina que hipnotiza y encanta cuanto acaricia. El viento del norte comenzaba a cantar, las pléyades recitaban al compás de las horas, las parcas hilaban en algún lugar del Universo. El Hado comenzaba a aparecer en su carro de fuego. Carolina repentinamente pensó que era un sueño. Su gatito estaba a su lado, parecía encantado, no maullaba, ni siquiera ronroneaba, sus bigotes se movían lentamente. Carolina miró a su alrededor, un remolino de viento y luz la envolvía en una suave lluvia de colores, de música. Chamizal permanecía a sus pies.
Escuchó una voz, después cantos, a los cantos seguía una danza, un ritual. Un varón hablaba en una lengua que Carolina nunca había escuchado. Estaba rodeado por varios hombres, mujeres. Sus cuerpos eran altos y esbeltos, dorados por el Sol, delineados con diseños que no alcanzaba a distinguir, reflejos azules parecían brillar en sus cuerpos, algunas plumas ondeaban en sus vestiduras. En el horizonte pudo observar unas aves que revoloteaban en círculos, formaban figuras, las aves emitían un canto portentoso en diversos tonos. Las aves eran grandes, de color verde, azul, rojo, amarillo. ¿Dónde estaba? ¿En qué punto del sueño se encontraba? Carolina permanecía inmóvil. Lo último que recordó fue un monte, una tarde, una pradera, una cruz, un carro, un gato.
Septiembre, 2016

 
Victoria María Montemayor Galicia es licenciada en lengua y literatura modernas letras Italianas por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, a punto de graduarse de la maestría en humanidades por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Ponente en congresos de literatura mexicana contemporánea celebrados en UTEP y en el XVII Congreso de la Asociación Internacional de Teatro Español y Novohispano de los Siglos de Oro, celebrado en Queens College, NY. Traductora del libro Políticas de la identidad en el otro occidente, la etnización de la política en la América indígena, (México, Ecuador y Bolivia) de Piero Gorza. Es autora del libro Besos en el viento: De otoño, invierno y otras estaciones. Actualmente es profesora de literatura en la Universidad Autónoma de Chihuahua.

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