Dos viejos en la plaza
Catedral
Por Jesús Chávez Marín
Todos los días a las
seis de la mañana se levanta Avelino y recoge de la cochera el periódico. Se
rasura con cuidado y se baña, desde la noche anterior acostumbra preparar su
ropa recién planchada y las botas del día, perfectamente boleadas. Se viste y sale
a la calle rumbo a la plaza que está en el centro de la ciudad. Dos o tres
bancas de ese parque son sus favoritas y las alterna según el ciclo del sol; a
esa hora el lugar está casi vacío y él disfruta una íntima alegría al tener
todo el espacio disponible. Se sienta en una banca, saca de su bolsa el
periódico y empieza a leerlo con calma.
A las ocho de la
mañana regresa para llegar puntual al desayuno que generosamente le ofrece su
hija, la dueña de la casa. Para esa hora ya se ha ido su yerno, quien suele
tratarlo con una silenciosa amistad, un poco fría pero siempre educada. Avelino
se considera afortunado de que este hombre sea generoso; tres años antes,
cuando un fatal accidente arrebató de la vida a su esposa Isabel, su única hija
lo invitó a vivir con ellos, en acuerdo con el marido, por supuesto. Vendió la
casa grande y les entregó la mitad del dinero, la otra la invirtió en adaptar
la vivienda para tener un espacio independiente para él.
*
Cuando regresa del
desayuno ya dieron las diez de la mañana; para entonces ya habrá llegado su
amigo Ismael, con quien se reúne a platicar la mayoría de las veces.
*
Ismael lleva con buen
ánimo la vida que le tocó. Cinco años antes, su hijo mayor lo convenció de que
invirtiera sus dos casas en un negocio que los iba a hacer millonarios; riesgos
no habría ninguno, le aseguraba el muchacho, quien por cierto ya no era tan
joven, tenía 42 años. Ismael vendió las casas y hasta agregó unos ahorritos que
guardaba en el banco; le dio todo el dinero al hombre, más por el cariño que
por la confianza, pues aunque Ismael había sido en todos sus asuntos un hombre
sensato, cuando se trataba de cualquiera de sus dos hijos renunciaba a la
lógica; estaba seguro de que ninguno de los dos sería capaz de perjudicarlo.
El hijo era un hombre
honesto y tal vez en todo momento obró de buena fe; pero para el caso es lo
mismo: en menos de seis meses el mentado negocio ya había quebrado. No quedó
dinero ni para las últimas liquidaciones. El hijo tuvo que regresar al infierno
chiquito de buscar empleo meses y meses; a su papá ni cómo ayudarle. No te
preocupes, hijo, como quiera me las iré arreglando.
*
Pero no es lo mismo
decirlo que conseguirlo. Ismael se había ido a vivir en la casa de una hermana
suya que tenía un departamento desocupado; ella era buena gente y dejaba que se
le acumularan meses y meses de renta, ya casi se había olvidado de cobrarle,
pero lo cierto es que ella necesitaba los centavos, pues eran parte de su
pensión. Para comer, Ismael enfrentaba un problema diario; su hijo menor de vez
en cuando le ayudaba, le dejaba un dinerito o lo invitaba a su casa, muy a lo
retirado. Vivía en la otra orilla de la ciudad y era difícil llegar. El caso es
que el viejo a veces no tenía ni un centavo, pero era estoico y reservado,
nadie supo jamás de sus penurias. A veces los vecinos le encargaban mandados o
lo ocupaban en algunas tareas, pero eran pocas las que podía realizar a sus 89
años. A los 90 una severa anemia acabó con él. Literalmente murió de hambre.
*
Así que aquel día
Avelino se quedó esperando a su amigo; Ismael no llegó. Y ya jamás llegaría.
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