Arte de Alberto Carlos
Así es el abarrote
Por Alberto Carlos
Los nombres de tiendas, tienditas y tendajones, en todo
lo largo y ancho de la República, son una antología de la falta de ingenio e
imaginación de nuestros abarroteros, con muy contadas excepciones. Decimos
abarroteros porque suena muy típico, pero para el caso es lo mismo si se trata
de cualquier giro comercial en grande o en pequeño.
Las farmacias han acaparado el santoral, desde el
Sagrado Corazón hasta la Purísima Concepción. No han dejado santo con cabeza.
Casi todas son puros golpes de pecho bastante redituables. Apenas recuerdo una
botica, en no sé cual pueblo que, sin salirse de la santidad, con un ingenio
propagandístico chocarrero, se llamaba El santo remedio. Hubo por ahí otra
llamada El juramento de Hipócrates, muy a tono con el giro. Para no ser menos,
otro boticario erudito, instalado cerca del anterior y sin que viniera al caso,
le puso a su negocio el rimbombante nombre de El teorema de Pitágoras (¡ !).
Cosas de la competencia.
Los comederos llevan, cómo no, el simple nombre de lo
que venden, con un calificativo cualquiera: El gran taco, La torta compuesta, o
El pollo loco, sin buscarle tres pies al gato. Aquí las tortas ya es algo y más
ingenio le hechó el competidor instalado en seguida, al ponerle a su changarro Y
aquí también, a pesar del berrinche del primero. Hubo una chicharronería
llamada Las aromas del perjume, alusión muy apropiada a los olores de la
fritanga. Son muy socorridos los nombres de la región de donde procede el dueño
del restaurante: Shanghai, La tampiqueña, etcétera.
Es muy usual echar el ego por delante poniéndole al negocio
el apellido del dueño: Mueblerías Villarreal, Casa Godines, o el nombre con una
s colgada por ahí: Nacho´s bar, a modo de presunción gabacha. Se salva por su
ingenio tremendista una tienda de muebles usados llamada nada menos que La
fuerza del pensamiento, alusión, tal vez, al poder de la imaginación para gozar
un trebejo cualquiera, como si fuera un chipendale o un Luis VI de verdadera
prosapia.
De las excepciones ya desaparecidas, existió un jonuco
expendedor de catres y colchones denominado, muy atractivamente, Las delicias
de Morfeo. En el D. F. todavía se puede ver una petaquería con el pícaro anuncio
Para petacas, las mías, como una luz en las tinieblas. Dicen que existió una
funeraria frente a un hospital de beneficencia, cuyo humor negro no tiene
pierde; su nombre (Agárrese, lector): El destino de los de enfrente. Pero esos
ya son casos extremos. Las funerarias se ven obligadas a suavizar la cosa, a
nadie se le ocurriría ponerle El cajón del muerto a su changarro. En cambio, un
expendio de velas de parafina para velorios podría, sin lastimar mucho,
denominarlo escuetamente Cirios parafinados, sin mentir y sin rudezas.
En el barrio del Santo Niño existió un estanquillo de un
tío mío, donde se congregaba la raza piedrera del lugar de mis recuerdos. Se llamó
El sesteo de los vagos, a tono con la clientela. Ahora los estanquillos ya ni
nombre tienen, o no se les nota, porque todos ostentan el socorrido letrero de
Coca Cola, empresa que se los pinta y acicala.
En fin, yo exhorto a los comerciantes a exprimirse un
tanto el coco para reavivar la sabrosa costumbre de poner nombres ingeniosos a
sus negocios, con el fin de enriquecer el abarrote en el sentido espiritual,
que en el material se defienden solos.
Alberto Carlos. Artista nacido en Fresnillo, Zacatecas,
avecindado en Chihuahua desde la infancia. Con medio siglo de trayectoria, su
vasta obra mural, escultórica y de caballete abarcó una diversidad de técnicas
y temáticas. Su natural inquietud y amplia cultura lo llevó a incursionar en la
literatura y el periodismo, en géneros como la poesía, el cuento, el ensayo, la
calavera, el epigrama y la columna, los cuales publicaba en periódicos como el
suplemento Tragaluz de Novedades de Chihuahua, El Heraldo de
Chihuahua, y en las revistas Tarahumara y Solar.
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