Don de
no estar
Por Gerardo Robles
La vida da tantas vueltas, que siempre pasa lo
mismo.
El giro de los objetos con
los que aquí en la nube simple hacemos la coreografía trágica
se presenta casi
involuntario,
como una duda que se
apega al orden y lo fractura,
y lo lleva a perder la dirección
y lo construye de nuevo para que ya no se reconozca;
algo de esto le da razón
a la necesidad de que cambiemos siempre,
porque amanece y la
aurora tiembla en la lejanía, sin retorno.
Quiero plasmar este
ardor en la llama de un cuento,
como cada ocasión que le
presentamos nuestras puertas
a la extrañeza de los
incontables muros alimentados en nuestra gloria y ego;
cada persona es una maquinaria ruda, inquieta,
que ya no puede entrar en sus propias medidas.
Ante este anhelo del
exceso, ningún destino se arma a la sombra de la insistencia,
sino espera el reloj que
el encuentro de sol y mar no destruya
ni apague ni erosione el
trémulo reposo de las palabras
‒es solo la inestable
estatura de las casualidades disponiendo de todo.
Se refiere este llanto a
una esquina del alma incierta, vagante,
un lugar encantado sin
cielo y sin edificaciones,
donde el único
contratiempo es la eternidad del placer que se engendra
fuera del corazón y del mundo;
fuera de las cosas que son destinadas a identificarse.
Pareciera que se trata,
no más, de una representación de lo que no es.
El don de estar donde no
se encuentra, donde no se es,
donde no se instiga a nada o nadie de ser lo que evade o enfrenta;
pareciera que no es el camino lo que agota,
sino la diminuta consciencia del sentido.
Días antes de los anteriores
que caben en el recuerdo latente,
hubiera dudado tal vez de cada minucia;
era infantil la creencia,
ardua la búsqueda de
una estampa,
imaginario el estímulo externo,
transparente la herida,
y
el tiempo muy nuevo.
Recordando esos rostros,
esas otras funciones de nuestra figura,
se van uniendo las razones para nuestro presente;
y no es que la memoria nos niegue
‒tampoco nos perdemos naturalmente en la época‒
pero se armó sola una nostalgia
y dejamos volver demasiado pronto el pasado.
Asegurar que no sigo un
rastro de escorpiones me exenta solo del miedo,
pero me deja en el mismo viaje.
Sin
alarmar, asintomático, como un embate de garra,
el
(in)flujo de la energía nos determinó un encierro acá, entre las tantas trampas
de la tierra.
Equivocados en el tiempo
(como la orilla que no forma las mareas
pero las contiene)
ya no tenemos fuerza ni intención de
encontrarnos ‒a nosotros y otros;
solo
hay días hacia atrás y canciones sueltas
en
la espera de un olvido temprano que madure las rutas.
Nos llegó la verdad, y no la queremos.
Gerardo Robles estudio letras españolas en la Facultad de
Filosofía y Letras de la UACH, ha publicado varios libros y es autor de otros
tantos. En 2019 ganó el Premio de Literatura Rogelio Treviño que otorga la
Secretaría de Cultura del Gobierno de Chihuahua.