jueves, 8 de mayo de 2025

El retorno del príncipe

 


El retorno del príncipe

 

Por Fructuoso Irigoyen Rascón

 

El príncipe despertaba aquella mañana en su recámara, iluminada por el astro rey. Hacía dos generaciones que los ingenieros reales se las habían ingeniado para permitir que la luz matutina penetrara por unas claraboyas e iluminara las cortinas que servían de pantalla. El efecto producido era que, en la habitación completa, pudiera uno ver todo lo que ahí se encontraba sin que, por ejemplo, si el príncipe se levantaba tarde, el exceso de luz le molestara.

Después de haber pasado dos años en aquel colegio/ internado para muchachos de la nobleza en Inglaterra, y de despertar cada mañana en un cuartito oscuro donde apenas cabía el catre y un pequeño escritorio, se había desacostumbrado a la inmensidad que era aquella recámara del palacio real. Estaba consciente de que probablemente en unos meses volvería a las estrecheces del mundo real (real de realidad, no de realeza) pues era de esperarse que ingresara, como lo hacían todos los príncipes, a la armada o al ejército.

El volver al ambiente que lo vio crecer causaba un importante nivel de ansiedad al príncipe. Todo el mundo, incluidos sus padres, pensaba que su estancia en aquel internado inglés había sido como estar dentro de una crisálida, sin contacto significativo con el mundo exterior. Pero no contaban con aquellas escapadas nocturnas a lugares atrevidos como los pubs y a otros más comprometedores en algún barrio londinense.

Así pues, para el príncipe, volver a este gran espacio no ampliaba su mundo; más bien lo comprimía.

Del dormitorio principesco bajaría al gran comedor real. Más espacio desperdiciado, pensaría. Ahí encontraría a la reina, su madre, y tal vez al rey también. En efecto, mamá estaba ahí, y también una de sus hermanas, pero no el rey. Se mostraron jubilosas por volver a verlo. Lo llenaron de abrazos y besos.

—¿Y papá?

—Está bien. Él casi nunca desayuna con nosotras. Podrás verlo más tarde.

Mientras desayunaban y el príncipe les dejaba saber lo bien que le había ido en Inglaterra, también reflexionaba sobre la elegancia y el tamaño del comedor real, tal como lo había hecho respecto a su recámara.

Después del desayuno obtuvo indicaciones de cómo llegar a la oficina donde el rey atendía sus negocios esa mañana. No era el salón del trono, sino un despacho sin la solemnidad del primero. Entre un salón grande, la antesala, con muchas sillas que al tiempo de su llegada estaban vacías, y el despacho real, había un cubículo con un escritorio, tras el cual estaba sentado un funcionario enfundado en un traje azul y luciendo una corbata negra sin adornos.

Al ver entrar al príncipe, lo abordó:

—¿Qué se le ofrece, joven? ¿en qué podemos ayudarle?

—Vengo a ver al rey.

Entonces, poniéndole más atención al visitante que no esperaba, exclamó:

—¡Perdón, su majestad, no le había reconocido! Ahora mismo le anuncio.

El “ahora mismo” tomó diez minutos. Al verlo entrar, el rey se puso de pie y procedió a darle un abrazo. Le dio la bienvenida y expresó su alegría al verlo.

—Quiero que desde mañana te presentes aquí conmigo, para que te vayas familiarizando con lo que hace el rey. Para cuando te toque a ti, sepas cómo hacerlo.

El monarca no recordaba que, días antes de enviar al príncipe a su exilio inglés, le había invitado o, mejor dicho, ordenado, exactamente lo mismo.

—Claro, su majestad, aquí estaré.

Entonces, dirigiéndose al funcionario, ordenó:

—Karl, dale al príncipe una copia de mi programa de audiencias para el resto del mes.

—Así se hará, su alteza.

Y, como lo había prometido, ahí estuvo. Por varias semanas acudió al despacho real y puso tanta atención como pudo a los asuntos que ahí se examinaban, reportaban y discutían.  Se dispuso también a observar la interacción de su padre con una multitud de personas de lo más variado, que pedían ver al rey.

Pero, a pesar de su exposición a los problemas y situaciones que llegaban al despacho real, el príncipe no podía resolver una pregunta que lo torturaba: ¿Era el rey una mera figura decorativa, o conservaba algún poder o autoridad?

La forma en que sus visitantes le exponían sus problemas indicaba que estos confiaban en que el rey podría solucionarlos o por lo menos ayudarles a hacerlo.

Y así, el príncipe pasaba todas las mañanas en esas sesiones que supuestamente lo preparaban para cuando él mismo se convirtiera en rey. Una mañana, sin embargo, el funcionario Karl apareció en la puerta y, dirigiéndose al príncipe, le dijo:

—Su alteza, alguien le busca. Le esperan en la cámara lateral.

Miró a su padre, como pidiendo permiso para atender a aquel inesperado visitante. El rey movió la cabeza, concediéndole el permiso. El ujier lo condujo a la cámara lateral. A su paso por la antesala notó que esta estaba atiborrada de gente: todas las sillas ocupadas y muchos esperando de pie. Quiso saludar, pero vio que la gente no le ponía atención; era solo uno de tantos que, después de ver brevemente al rey, dejaba su lugar al siguiente peticionario.

Saliendo de la antesala podía uno ver dos puertas que daban acceso a las cámaras laterales: una a la derecha y la otra a la izquierda. Karl le indicó la puerta de la izquierda y se quedó un momento ahí, como si su función fuera comprobar que el príncipe llegara a su destino. Lo que este hizo. ¿Abrió la puerta y exclamó:

Hey, Susie, what are you doing here? ¿Qué haces aquí?

—¿Qué? ¿Te molesta que haya venido a verte? —respondió la niña de corta faldita, mallas de calado, tatuajes en el cuello y brazos, y un anillito de oro colgando del tabique de su nariz.

—¡De ninguna manera! Solo me sorprende.

—Y yo que creí que me contabas allá en Londres que eras un príncipe y que vivías en un gran castillo solo para entretenerme.

—Ya lo ves, la verdad también puede ser entretenida. Ahora veré dónde alojarte. Tenemos numerosos cuartos para huéspedes aquí en palacio y casas en la ciudad o en el campo ¿Qué prefieres?

—Lo que tú digas. Veo que tienes mucho que hacer, no quiero importunarte.

—No tengas pendiente. Encontraré el tiempo para pasarlo contigo. ¿Tienes alguna pregunta?

—¿Como de qué?

—De lo que sea.

—¿Tienes un verdugo real? ¿Existe tal cosa en estos tiempos?

El príncipe, que conocía bien a Susie, pretendió no mostrar su extrañeza ante tan inesperada cuestión.

—La verdad, no sé. Pero antes de ir a otro lado y buscarte acomodo, le preguntaré a Karl. Él debe saber.

Cuando llegaron al cubículo de Karl, este se ocupaba de guardar unos papeles en un cajón de su escritorio. Aparentemente, el rey ya había concluido su jornada matutina y se había marchado.

—¿Karl, podrías decirnos si todavía hay un verdugo real?

—Su alteza: la posición de verdugo real fue eliminada por la asamblea allá por 1950. Si el reino necesitara ejecutar a alguien, el ejército, la armada o la asamblea nombrarían a alguien como verdugo real temporal o, en algún caso, un pelotón de fusilamiento. Afortunadamente, eso no ha sido necesario.

El profesionalismo de Karl saltaba a la vista, a pesar de su curiosidad, no inquiriría a qué se debía la pregunta. El príncipe pasó sin más al siguiente asunto.

—¿Podrías reservar un cuarto de huéspedes para Susie?

—Con mucho gusto ¿En palacio?

—De preferencia.

—Síganme, por favor. Creo que la señorita Susie dejó una maleta a la entrada. La recogeremos de pasada, luego les mostraré tres cuartos a ver cuál les gusta más.

El príncipe no dejaba de asombrarse de la impecable eficiencia del ujier, y comentó a su amiga:

—Nadie como él.

—Sí, ya lo veo.

Una vez que Karl les pidió que lo siguieran, se adelantó para abrir el primero de los cuartos. Al estar a una distancia prudente de Karl, el príncipe preguntó:

—Dime, ¿para qué querías saber lo del verdugo?

—Mera curiosidad. Ya me habías contado de todo lo que tenías aquí, pero nunca mencionaste a un verdugo, y en muchos de los cuentos y chistes sobre príncipes aparece uno.

—Sí, ya recuerdo alguno. Pero el pobre de Karl estará pensando que estoy planeando ejecutar a alguien.

En eso, caminando de la sala de audiencias hacia el ala de huéspedes, cruzaban la llamada área común. Vieron que llegaba, como viniendo de los jardines, la hermana del príncipe, la misma que mencionamos antes.

—Aló, aló ¿A dónde van?

—Vamos a enseñarle a Susie el cuarto donde se quedará unos días.

—¿Susie?

—Sí, Susie.

Y Susie dijo con un tono burlón:

—Sí, esta Susie.

La princesa, una muchacha super pulcra, ni soñara ponerse un tatuaje o vestir minis y mallas como Susie, sin embargo, también era muy educada. No expresó su aprobación ni, menos aún, su repulsión. De cualquier forma, sintió el príncipe la necesidad de explicarle quién era “esta Susie”.

—Me ayudó mucho cuando estuve en Inglaterra. Gracias a ella aguanté la soledad y la presión de la escuela.

—Ya veo. Bienvenida, Susie.

Y, dirigiéndose solo al príncipe:

—Recuerda que mamá te espera a comer.

—Allá voy, e invitaré a Susie a comer con nosotros.

La princesa lo miró como diciendo: “No le gustará a mamá, ni a papá”, pero el príncipe no descifró su expresión. Susie sí lo hizo y pensó: “Por fortuna no hay verdugo real”.

El cuarto de Susie era modesto comparado con el del príncipe. Solo dejó su maleta ahí y ahora seguía a su amigo por un corredor laberíntico rumbo al comedor real. Una vez más, el rey no estaba. La reina ocupaba la cabecera de la mesa y la princesa estaba a su derecha. El príncipe invitó a Susie a sentarse junto a su hermana y él se sentó a su lado.

—Madre, te presento a mi amiga Susie.

—¿Amiga?

—Sí, su majestad, por lo pronto —dándole un tono picaresco a su respuesta.

En un golpe de clase y elegancia, la reina expresó:

—Sé bienvenida, niña. Espero que disfrutes del tiempo que pases entre nosotros. Déjanos saber qué necesitas.

—Gracias, su majestad.

Si bien el príncipe percibió que no todo estaba tan bien, era difícil ignorar la frialdad, la sequedad que no reflejaban las palabras. Susie captaba aún más el aire de rechazo en el ambiente. Aun con menos palabras, los reales y Susie terminaban de paladear el primer plato, una sopa de champiñones, cuando por una puerta lateral surgió el rey. Se había despojado de su traje formal que usaba para las audiencias y vestía una chazarilla de color caqui y pantalones de lino del mismo color. Lo más elegante de su atuendo eran sus botines con botones dorados.

—Entiendo que nos honra con su presencia una distinguida visitante —irrumpió el monarca—, y entiendo también que viene de aquel rincón del mundo del que tengo gratos recuerdos, como ahora su alteza el príncipe, por lo que ven mis ojos, los ha tenido también.

Susie se estremeció al ser considerada recuerdo. Sería tal vez solo una forma de hablar, pensó, y aunque de la presencia y discurso del rey no emanaba una animadversión de forma conspicua, las vibraciones no eran muy positivas.

Prosiguió el rey:

—Espero que tenga una gratísima estancia. Ya encargué a Karl y al príncipe que le muestren los lugares y monumentos más representativos de nuestro reino. Y aunque no tenemos la variedad de pubs de que Inglaterra dispone, nuestra vida nocturna también tiene alguna fama, especialmente —extendiendo los brazos hacia Susie y el príncipe— para el entretenimiento de los jóvenes. Y ahora, a comer.

La comida transcurrió sin mayor incidente. El rey se complacía en comentar las noticias del día, particularmente lo que sucedía en lugares lejanos como los Estados Unidos, China o Japón. Una discreta alarma, procedente probablemente de un teléfono celular que llevaba en un estuchito sujeto a su cinturón, le indicó que debía retirarse para atender algún otro compromiso. Y así lo hizo, despidiéndose una vez más.

—¡Que disfrute su estancia en nuestro país!

El “gracias, muchas gracias” de Susie apenas se escuchó. Entonces el rey salió del comedor. Las damas reales permanecieron ahí hablando de nada por una media hora, y después se despidieron y se fueron.

El príncipe, notando que su amiga estaba incómoda, la invitó a conocer los jardines del palacio. Pasaron una tarde agradable. Los jardines eran como una miniatura inspirada en los de Schönbrunn. Susie parecía fascinada por esta obra maestra de los jardineros reales. Por supuesto, la exuberancia de los jardines atraía a la vida animal al lugar; así, Susie pudo admirar cardenales, cenzontles y ardillas, que en verdad le gustaban más que las plantas.

La conversación entre los muchachos giró en torno al ¿te acuerdas de esto o de esto otro? Ella, aparentemente, se había tranquilizado y podría decirse que hasta gozaba del momento. Entonces apareció Karl, quien caminó despacio hasta estar a unos diez metros de ellos. Desde ahí hizo señas al príncipe pidiéndole que se acercara. Notemos que, a pesar de la distancia, Susie pudo escuchar casi todo lo que el ujier dijo.

—Su majestad la reina quiere reunirse con usted, en privado. Mañana antes del desayuno.

—Ahí estaré.

Cuando Karl se retiró, Susie, que ahora se veía irritada e intranquila de nuevo, comentó:

—Ya viene la tormenta.

—No lo sé —respondió el príncipe en voz muy baja—. Puede ser que me quiera ver para otra cosa.

Yeah, right —una expresión americana, pero con el acento británico de Susie—. Pero ahora estoy muy cansada, quisiera retirarme. Te veo mañana.

El príncipe la acompañó hasta la puerta de su cuarto.

—Te veo mañana para el desayuno. Paso por ti después de la junta que tengo con mi mamá. Espérame como a las siete y media.

La mañana siguiente, el príncipe encontró a su madre en el comedor. Tal como se esperaba, el tema de la reunión fue Susie. Sin embargo, la reina no expresó ninguna crítica respecto a la muchacha; a este punto solo quería saber más de ella: ¿quién era?, ¿qué buscaba?, ¿por qué había venido? El príncipe contó lo que sabía de Susie, pero se guardó de expresar sus propias dudas.

Al terminar la junta se dirigió a los cuartos de visita. Una doncella ayuda de cámara lo abordó.

—La chica se fue muy tempranito. Le ayudé a poner su maleta en el taxi.

—¿Oíste a dónde iba?

—Sí, su alteza. Pidió al taxista que la llevara a la estación central. También se le salió decir, como para apresurar al taxista, que su tren salía a las 4:15 de la mañana.

—O sea, se fue.

—Sí, su alteza. Se fue.


 

Fructuoso Irigoyen Rascón, autor de Cerocahui, una verdadera épica de la región, es médico con especialidad en psiquiatría, con una vasta y brillante práctica profesional. Es autor, además, de los libros Tarahumara Medicine: Ethnobotany and Healing among the Raramuri of Mexico y Nace Chihuahua, Gabriel Tepórame y Diego Guajardo Fajardo, los forjadores.

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