Una conversación
Por Fructuoso Irigoyen Rascón
Aunque no vestían sotana ni hábito, algo en ellos
dejaba ver, a una legua de distancia, que ambos eran frailes. El entorno
también contribuía a su fácil identificación como tales. La conversación
transcurría una mañana de otoño en el largo corredor que conducía a las aulas
de aquella escuela secundaria católica. Salían de la capilla y uno de ellos, el
Hermano Pablo, llevaba un rosario en la mano. El otro, el Hermano Roy, sostenía
un libro, probablemente un breviario devocional, como lo sugerían sus tapas
negras y los hilos de seda dorada que asomaban por la parte inferior,
separadores que indicaban la lectura donde se había quedado.
—¡Ay, hermano Pablo! ¡Ya no sé qué
hacer!
—¿Con qué, hermano Roy?
—Con estos muchachos. Sé bien que se
nos han encomendado, pero son imposibles.
—¿Cómo es que hasta ahora los
encuentras imposibles?
—Es que están peor que nunca: Unos dizque
enamorados, otros declarándose gays o
metiéndose en problemas de drogas. Nunca antes había habido tanto problema. Entro
al salón de clase y todo lo que veo son ¡hormonas y más hormonas!
—Calma, Hermano. Que las hormonas son,
como los mismos muchachos, criaturas de Dios.
—Pues por lo que los impulsan a
hacer, más bien son obra del diablo.
Santiguándose y arqueando las cejas
el Hermano Pablo se aventuró a preguntar:
—¿Pues que usted nunca pasó por ahí?
—¿Drogas o sentirme gay? No, nunca.
—¡Ay, hermano Roy! Me refiero a las
hormonas.
—Bueno, cuando entré a la orden yo ya
había sabido qué era el amor por una muchacha, pero yo nunca…
—¿Usted nunca?
—No, nunca.
—Sin duda la virginidad es una
virtud, pero también lo es la experiencia.
—¿Quiere usted decir?
—Sí, yo sí. Y creo que me ayuda un tanto a entender a
estos muchachos y sus hormonas.
Volviéndose a santiguar, el hermano
Pablo sin pensarlo mucho sentenció:
—El llamado de Dios llega a personas
muy diferentes.
—Tú lo has dicho.
En eso salían al otro lado del corredor,
como una manada de búfalos salvajes los muchachos dispuestos a disfrutar del
receso. Uno de ellos alcanzó a ver a los frailes y rápidamente se encaminó
hasta donde estaban.
—Hermano Pablo. ¡Tienes que ayudarme!
¡Cuando se enteren mis papás van a matarme!
Dirigiéndose a Roy, dijo con voz
complaciente:
—Ya lo ves, es lo que te decía. —Y
mirando a los ojos del muchacho continuó— Mira, Conti. Creo que lo mejor será
que esté yo presente cuando les digas. Así no te matarán.
—¡Gracias, brother! Los
veremos esta tarde cuando vengan por mí.
Conti se fue por donde había venido.
Iba más tranquilo. El hermano Roy esperó hasta que sintió que el muchacho se
había alejado lo suficiente como para no oír la conversación.
—Supongo que es algo de hormonas.
Pero tu alumno piensa que también de sangre ¿Lo llamaste Conti?
—Así le dicen. Creo que desde pequeño
le dicen así, no sé por qué. Sus padres se molestarán mucho, pero no lo matarán,
comenzaré diciéndoles: Conti tiene algo que contarles.
—Te diré que eres muy valiente al
ofrecerte a acompañarlo. No porque caerá sobre ti parte del enojo de los padres
de Conti, sino porque muy pocos maestros, frailes incluidos, se ofrecerían para
ser voluntarios en una empresa como esa.
—De cualquier forma, aquí estamos
culpando a las hormonas de lo que antes culpábamos al diablo y que tú has dicho
vienen de Dios. Los padres de Conti no culparán a sus hormonas o al diablo,
menos a Dios, sino a nosotros, los maestros. Ya los oigo decir: ¡¿pues de que
sirve que sean frailes, si no les enseñan a portarse bien?! ¡¿Qué clase de frailes
son ustedes?!
—¿Y qué es lo que pasa con este
Conti?
—No lo sé exactamente. Parece que la
muchachita le está poniendo presión para que se case o al menos se vaya a vivir
con ella.
—No me digas que es la niña esa de
faldita corta que se ve rondando a la salida de clases de los muchachos.
Santiguándose de nuevo con una
expresión de disgusto respondió:
—¡Ay, Hermano, en que se fija usted!
Y sí. Esa niña.
—¿No estará embarazada?
—No lo sé. Pudiera ser.
—Cuando vengan sus papás estaré a
unos cuantos pasos por si me necesitas.
Poco después los padres de Conti
aparecieron, corriendo detrás de ellos el propio Conti que los dirigió a la
oficina del hermano Pablo. Roy, como lo había ofrecido se quedó en la puerta
mientras los demás entraron a la oficina, ninguno se sentó.
—Conti tiene algo que decirles.
Conti, aclarando la garganta, comenzó
a hablar:
—He estado pensando por algún tiempo
en comunicarles esto. Y no hallaba la forma de decírselos, por eso le pedí al hermano
Pablo que estuviera presente.
Los padres de Conti estaban muy
sorprendidos y se miraban mutuamente, lo mismo que al fraile y como que de
pronto no miraban a su hijo.
—Lo que tengo que decirles es muy
sencillo— prosiguió— he sentido el llamado de Dios y quiero entrar en la orden
del Hermano.
La mamá rompió a llorar. El papá no
disimuló su disgusto, apretando los puños y los dientes dijo:
—¡Ya me lo volvieron!
El hermano Pablo enmudeció, el hermano
Roy entró entonces de lleno a la oficina y se colocó a un lado de Pablo y de
Conti sin decir palabra como gesto de solidaridad. Ahora el aspecto del padre
era el de una fiera dispuesta a atacar, la madre lloraba profusamente. Conti
parecía querer decir algo más pero no encontraba las palabras.
El hermano Roy rompió el silencio.
—Veo en ustedes —dirigiéndose a
todos— llanto, confusión y enojo cuando en realidad debiéramos de estar
celebrando.
Los padres lo miraron preguntándose
¿y éste quién es?
—¿Celebrando qué? —interpeló el papá.
—¡Que este sonso que nos ha costado tanto se quiera poner la sotana! A ver
cuánto dura.
El hermano Roy decidió tomar control
de la reunión y para amortiguar la dracónica intervención del papá preguntó:
—Pero tú tenías novia ¿qué no?
—Ella me apoya en esto, al cien.
El papá estalló de nuevo.
—¿Así que ya se lo andas contando a
todo el mundo?
—Elsie no es todo el mundo. Es mi
mejor amiga.
—Pues a ver si te hace un lugarcito
para dormir, si no lo hacen los monjes estos en su convento. Pues a mi casa ya no entras.
—Señor, Conti…
—Nomás eso faltaba ¡Mi nombre es Señor
Rodríguez! —exclamó saliendo de la oficina como un toro embravecido. La Señora
Rodríguez lo siguió sollozando y mirando a su hijo y a los frailes de reojo.
El hermano Roy colocó su mano sobre
el hombro de Conti y susurrando le dijo:
—No te apures, las lágrimas de tu
madre lo apaciguarán. Pasa todo el tiempo. Si la puerta no se abre esta tarde,
puedes venir al convento, te haremos un lugarcito justo como sugirió tu papá.
Los dos
hermanos lo observaron alejándose y notaron que Elsie -la de la falda cortita-
lo esperaba. Él la tomó tiernamente de la mano y se alejaron calle abajo. Mientras
que el hermano Pablo no salía de su asombro.
El hermano
Roy sentenció:
—Ya lo ves
Hermano Pablo: no todas las hormonas son iguales.
Fructuoso Irigoyen Rascón, autor de Cerocahui, una verdadera épica de la región, es médico con especialidad en psiquiatría, con una vasta y brillante práctica profesional. Es autor, además, de los libros Tarahumara Medicine: Ethnobotany and Healing among the Raramuri of Mexico y Nace Chihuahua, Gabriel Tepórame y Diego Guajardo Fajardo, los forjadores.