Florecita
Por Fructuoso Irigoyen Rascón
Florecita bailaba en
la sala, entre el sofá y el sillón del abuelo. Pequeñita pero con inmensa
gracia, acababa de cumplir cuatro años. Con justicia era considerada la joya de
la familia.
―¡Que gracia! ¡que belleza! ¡Dios te guarde
así!
―¡Dios la oiga comadre!
Y Dios lo hizo.
Cumplidos los 10 seguía siendo muy graciosa y a los 16 era una muchachita muy
bonita. ¡De veras llamaba la atención! Sus grandes ojos negros y acurrucada
boquita... y ahora las simétricas y proporcionadas formas femeninas que
comenzaban a florecer. La admiración de padres, familiares y amigos por la
belleza de Florecita no dejaba de aumentar, lo que hacía que constantemente se
le trajera a la conversación y, como veremos después, habría de tener sus
consecuencias.
Para comenzar, el
papá, hombre feo y de apariencia vulgar, se congraciaba de tener una hija tan
bella.
--¡Gracias a Dios que no
salió a ti! ―decía la mamá― ¡que terrible hubiera sido!
―Y dirás que salió a ti. ¡Ni soñando! Es
mucho más bonita que tú, es el vivo retrato de mi madre.
―¡Será pues! Yo fea, tú más y ella: la
Florecita.
Ya comenzaba a decir tú no eres tan fea…, pero mejor lo dejó así.
El punto es que la niña era, por demás, bonita. El resto de la familia y los
conocidos no la comparaban con nadie, solo pregonaban su admiración por su
belleza. Y eso no era un problema ahora mismo, pero lo fue después, al cumplir
18: antes de que algún galán quedara prendado de su belleza, el equipo de
las misses ya la había descubierto. Cayeron como buitres sobre
los papás.
―Señora, señor, tienen que dejarla
concursar. Ganará fácilmente la ciudad y casi de seguro el estado. Y a lo mejor
el país y de allí al universo.
¿Qué podían responder?
La mamá enmudeció, el papá la miraba como diciendo: "¡Vamos, ayúdame, dí
algo!" Así que él, habiendo recobrado el aliento, dejó salir lo que
consideró que era una respuesta sensata:
--Lo consultaremos con
ella y con el resto de la familia.
--¡Perfecto! Les
contactaremos la semana que entra.
Al verlos alejarse en un
lujoso automóvil, papá, que era un purista de la lengua se preguntaba ¿es
"contactaremos" una expresión válida?
Florecita ya había
entrado a la universidad y le estaba yendo bastante bien. Que los promotores
del concurso de belleza la anduvieran buscando le sorprendió solo un poco, ya
que durante toda su infancia y adolescencia los cumplidos y elogios sobre su
belleza no solo abundaban sino que a veces hasta la atosigaban. Había aprendido
a ignorarlos. Pero nunca se había planteado la posibilidad de poner su traída y
llevada belleza a competir.
Su hermano, un año menor
que ella, pero ya con una orientación ecologista y revolucionarla comentó:
―Anda, vete a que te exhiban como si fueras
una vaca en la feria. Te harán caminar frente a jueces, unos maricas, otros
perversos, en un bikiniito que no deja nada a la imaginación: e n c u e r
a d i t a, pues.
―¡Callate, malvado! Bien que estabas
mirando el concurso en la tele el otro día.
―Pero ninguna de ellas era mi hermana.
Mientras el capitalismo cae, hay que gozar de lo que ponen en la tele.
―Esta tarde vienen las dos tías. A
ver qué piensan ellas.
No fue necesario esperar
toda una semana para expresar su decisión; ya para esa misma noche toda la
familia compartía una misma opinión: todos y cada uno, por diversas razones, se
oponían a la participación de su Florecita en un concurso de belleza. No faltó
quien atacara a las demás concursantes ―sin saber nada de ellas por supuesto― acusándolas de tener una baja calidad
moral. Solo entonces pudo hablar Florecita, quien para sorpresa de todos en la
familia declaró:
―Por supuesto que quiero concursar. Voy a ganar
el título de la ciudad, luego el del estado, el país y ser la próxima Miss
Universo.
Todos quedaron mudos. Al rato papá sintió que debía decir algo:
―¿Estás segura?
―¡Claro! Por supuesto si más adelante algo
va mal, algo no me gusta, me reservaré el derecho de renunciar y olvidarme del
concurso.
Los promotores tampoco esperaron la semana entera para contactar
al papá de Florecita. Se les veía felices. Cuando el papá les dejó saber de las
reservas de la familia, se desvivieron en promesas y aseguranzas de que
Florecita estaría bien cuidada en su camino a la cúspide. Por supuesto, eso
incluía la de que ellos podrían acompañarla en todo el trayecto. El papá, a
pesar de seguir desconfiando, ya no dijo nada.
Las profecías de los promotores respecto al éxito de Florecita en el concurso
de la ciudad y el estatal se cumplieron al pie de la letra. Llegando al evento
nacional, sin embargo, pasaron varias cosas que Florecita no esperaba. La
primera era, le dijeron, que si quedaba en segundo lugar debería aceptar estar
disponible para remplazar a la que hubiera quedado en primer lugar si por algún
motivo esta no pudiera participar. Al tiempo se esperaba que si quedaba en
segundo lugar debía participar en el concurso de Miss Mundo.
Su mente, acostumbrada a oír que era la más bonita, como que no aceptaba la
posibilidad de ser solo segunda.
Pero lo más dramático sucedió el primer día del concurso: a pesar de que los
conductores del programa habían anticipado a las concursantes que su primera
presentación al público no sería la de traje regional, de noche o de baño,
sino la de como ellas eran, de cualquier forma fueron sometidas a varias horas
de maquillaje, peinado y otros arreglos. Una vez completados los de ella,
Florecita se miró al espejo. Para disgusto y desconcierto de sus promotores,
Florecita se metió al baño, se lavó la cara y se peinó con el pelo recogido como
el de una viejita. Cuando le preguntaron ‒en estado de pánico‒ qué había pasado, Florecita dejó saber quién era:
―¡Parecía payaso con tanta pintura!
Aun sin el maquillaje, y sin peinado profesional, Florecita pudiera haber
continuado siendo la favorita para ganar. Sin embargo, la presencia en el
jurado de un renombrado maquillista y un estilista igualmente famoso auguraban
que sus votos no serían para una concursante que se rehusaba a utilizar sus
productos ni beneficiarse de su arte. Peor aún, los otros jurados, quienes eran
empresarios, actrices, actores, mujeres y hombres famosos, tampoco querrían
ofender a sus compañeros jurados, que aparentemente eran despreciados así por
esa muchacha. En el desfile de trajes regionales, para el cual se hizo una
trenza, en cuando rehusó que la maquillaran, aparentemente le fue mejor. Pero
el título nacional, y aun el segundo lugar, fueron para otras personas.
Quedaban por supuesto los votos del público, que, como era de esperarse, la
favorecieron. Y así fue: el voto popular la hizo Reina de la simpatía.
Volvió a casa con emociones encontradas. Como sucede en estas lides, nunca se
dieron razones para que la aparente favorita no ganara, pero todos suponían que
había sido por las razones y circunstancias mencionadas.
Las opiniones de la
familia no hicieron sino acentuar su conflicto interior:
Papá:
―¡Qué te costaba haber aceptado un poco de rimmel y
el peinado que te hicieron!
Mamá:
―No te apures, para nosotros sigues siendo la más
bonita.
El Hermano:
―Para que aprendas cómo es el capitalismo.
Una de las tías:
―Te lo dijimos, no debías haber concursado.
La otra tía:
―¡Qué pena! Deberías haber ganado.
Ella misma:
―La que ganó es muy guapa. Y es buena gente. Se lo
merecía.
Y se puso a bailar entre
el sofá y el sillón del abuelo.
Fructuoso Irigoyen Rascón, autor de Cerocahui, una verdadera épica de la
región, es médico con especialidad en psiquiatría, con una vasta y brillante
práctica profesional. Es autor, además, de los libros Tarahumara
Medicine: Ethnobotany and Healing among the Raramuri of Mexico, Nace
Chihuahua, Gabriel Tepórame y Diego Guajardo Fajardo, los forjadores y Un
valle de imaginación y recuerdos.