sábado, 27 de diciembre de 2025

Sobre los cangrejos (segunda versión -aunque fue escrita primero-)

 


Sobre los cangrejos (segunda versión -aunque fue escrita primero-) 

 

Por Guadalupe Ángeles

 

Inventa el tiempo, se reduce a una mancha oscura vistiendo de negro o arropándose, cubriendo su cuerpo como si se soñara en la próxima estación mariposa, pero también para esconderse del frío, al que le tiene tanto miedo como al silencio del ser amado. 

Inventa los segundos que van pasando al beber té caliente, forzando su vista cuando ya está cansada, no se dice ola en el movimiento incesante que solo va a la muerte, sino que se asume como la enfermedad que habrá de darle muerte al correr de los días, a esa mala idea que se tiene del existir. Y sabe que no sabe nada, ni siquiera cómo cubrir su desconsuelo con una filosofía dura y específica, central, totalizadora. Porque no sabe de filosofías, solo recuerda el calor de su cuerpo en otro cuerpo, la tibieza del beso interminable. Así, inventa el tiempo para que venga el sol otra vez y regrese el cuerpo amado, para hundir su tristeza en el mar del goce compartido. 

Como quien se acerca al misterio, de manera muy lenta, mide las micras que separan su gana de escribirlo todo, de la soledad que le peina los cabellos en desorden; los instantes que preceden al más estrecho abrazo, al frío que le atosiga, transformando sus brazos en sendos ríos. 

Cierra los ojos y compacta su cuerpo en la posición exacta para que vengan los cuervos más oscuros a posarse sobre su espalda, para que la música del silencio le cubra por completo y quede así a la deriva, recordando que en el mar a media noche resuenan los pasos del ir y venir de los cangrejos en lo profundo, porque es ahí, en el lecho marino, donde estos desamparados seres encuentran su vida, y olvidan, al contacto de las corrientes más frías a los asesinos, a aquellos que buscan a los de su raza para lanzar sus restos al mar nocturno. Los cangrejos saben, acostumbrados como están a los abismos, que la muerte también inventa otro tiempo, como ella esta noche silenciosa, compacta, tenaz.

 


Guadalupe Ángeles nació en Pachuca, Hidalgo. Fue directora de la revista Soberbia. Entre sus obras se encuentran Souvenirs (1993), Sobre objetos de madera (1994), Suite de la duda (1995), Devastación (2000), La elección de los fantasmas (2002), Las virtudes esenciales (2005) y Raptos (2009). Ha colaborado en ÁgoraEl FinancieroEl InformadorEl OccidentalLa Jornada Semanal; en las revistas electrónicas nacionales Al margen y Argos y en las españolas: Babab y EspéculoPremio Nacional de Novela Breve Rosario Castellanos 1999 por Devastación. Actualmente reside en Guadalajara.

Por ti me convertí en una asesina de cangrejos

 


Por ti me convertí en una asesina de cangrejos

 

Por Guadalupe Ángeles

 

Tú no creías que ese animalillo iba a pasar de largo sin tomar en cuenta a dos embriagados que abusaban de la madrugada, llenándose del placer que solo otorga el mar, pronunciando palabras como quien elabora un conjuro, vaciando de soledad las horas, llenando de nuevas experiencias los sentidos. Éramos para él los asesinos, vaya si lo sé, yo misma le di muerte, y no me da vergüenza decirlo: por ti me convertí en una asesina de cangrejos. Era tanto lo que debíamos darnos, según yo, que una muerte no era nada, aparte, el pobre no tenía ninguna esperanza: entrar en tu campo visual y perder para siempre lo que hasta entonces era su vida fue lo mismo.  

Está de más decir que no cumplí la promesa de leer todo cuanto hubiese sobre los cangrejos, no fue mucho lo encontrado, mi búsqueda me llevó a saber que viven en las profundidades, que no les tienen miedo a los abismos, y lo que de noche se escucha cuando te acercas al océano es su correr apresurado sobre el lecho del mar, donde van y vienen inventándose tal vez vidas que es mejor no conocer. Que hay varias especies, eso lo sé, y no me hizo daño saberlo, como tampoco besarte aquella noche, cuando cubrimos de oprobio a la tristeza, inventándonos como si acabáramos de nacer, a la orilla de audacias que tal vez no volvamos a visitar, simplemente por el miedo a romper la frágil membrana de la cordura. 

Quién soy ahora. No me lo quiero preguntar de veras, no me interesa saberlo, luego de probar la sangre del cangrejo, de escupir contra las olas del mar nocturno su esqueleto, no me queda nada por sentir, ni quiero. (Porque estuve en esa habitación, donde aprendiste a morir bajo el hechizo que no imaginaste, simplemente llegó, como las estaciones, y como el mar nos acarició despacio, violentamente). 

 Aprobarías esta manera cruel de ver las cosas, o no, no sé si habré de saberlo, siempre he hablado para alguien, ahora era para ti, pero si no escuchas, decirle al viento que fue tan deslumbrante el encuentro, o que muchas veces tengo ganas de morir no viene para nada al caso. 

Dentro del mar, aquella tarde clara, y luego el ahogo. ¿Tendría que contarte lo que ya sabes? Quizá piense, como siempre, en abrir puertas, te pediría que lo hicieras ahora, y me recibieras en donde tú eres nada más tú y ninguna otra cosa, ni fantasma de futuro, ni visión de otros días que ya se ha tragado el tiempo.

Respeto el talento de quienes pueden contarse nada, a mí me abruma tanto qué quedó por decirse, aunque tú dijeras lo que era preciso cada minuto, con la soberbia soledad montada sobre nuestras espaldas. Sí, ambos éramos solos, ya no teníamos miedo de estar sin nadie. ¿Por qué entonces las olas, el cielo, tu voz, la mía, la madrugada anterior, esa manera nada sutil de hacerme saber que me pertenecías, tanto como yo a ti? Pero vuelvo ya a iniciar el inventario, no tengo remedio.

Tal vez la pregunta es otra: ¿Ha dejado de interesarte la conversación? Esa creo es la ruta, abre pues la puerta, yo estoy afuera, en el umbral, y te juro que ni aunque tuviera millares de girasoles en los brazos tú entenderías las razones por las que estoy aquí, a la espera de tu respuesta. O tal vez lo sabes tanto como yo, y prefieres guardar silencio, ya lo dijo algún poeta: “Si lo que vas a decir no es más bello que el silencio, no lo digas”. (Sigo pues el consejo).

 


Guadalupe Ángeles nació en Pachuca, Hidalgo. Fue directora de la revista Soberbia. Entre sus obras se encuentran Souvenirs (1993), Sobre objetos de madera (1994), Suite de la duda (1995), Devastación (2000), La elección de los fantasmas (2002), Las virtudes esenciales (2005) y Raptos (2009). Ha colaborado en ÁgoraEl FinancieroEl InformadorEl OccidentalLa Jornada Semanal; en las revistas electrónicas nacionales Al margen y Argos y en las españolas: Babab y EspéculoPremio Nacional de Novela Breve Rosario Castellanos 1999 por Devastación. Actualmente reside en Guadalajara.

Casa de Pancho Villa

 


Antes/ 13

Casa de Pancho Villa

Archivo Raúl Herrera

Dejarlo por la paz (entrevista)


 

Dejarlo por la paz (entrevista)

 

Por Guadalupe Ángeles

 

Como seres humanos diversos, inquietos, que no saben estarse en su cuarto mirando por la ventana, se nos ocurre irnos de viaje por ahí. Fue en una de esas idas a los lugares donde las mujeres comparten las cosas que escriben que conocí a Carmen Valero. De inmediato me fascinó su escritura, quizá por el tema, quizá por la inteligencia con que nos dejó a las demás mujeres esperando escuchar más de aquella su primera novela que compartió en Mazatlán con otras como yo que gustan de las letras y el mar, sin pensarlo y sin arrepentirme, le dije, una vez que terminó la lectura conjunta, si estaba de acuerdo en intercambiar libros. Fue así que me hice con el ejemplar de “Dejarlo por la paz”.

      El feliz acontecimiento ocurrió en el mes de noviembre de 2025, en el Quinto Encuentro de Escritoras y Lectoras, donde  tuve la alegría, por segundo año consecutivo, de encontrarme con la gran Julieta Montero, poeta sinaloense, gran anfitriona de esta fiesta en la que me siento siempre en casa.

       Luego, ya en esta ciudad, y entre los pasillos de la inmensa Feria del Libro de Guadalajara, encuentra uno siempre caras conocidas y un sinfín de rostros nuevos, tuve el gusto de encontrarme, gran suerte, con Carmen Valero, esta joven novelista que radica en la ciudad de Culiacán, Sinaloa, y en este año presentó en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara su primer y extraordinario trabajo Dejarlo por la paz. Al preguntarle sobre esta experiencia comenta: ya que esta Feria es la más importante de Iberoamérica ha sido una fantasía vuelta realidad. El año pasado visité la FIL como espectadora, apoyando a mis compañeros escritores del taller de Autor de Éxito, de nuestra mentora Alexandra Castrillón, que venían dando a conocer sus novelas. Yo estuve presente en sus charlas e imaginaba que en algún momento estaría también yo, delante de un público, platicando de qué trata mi novela y cómo es que nació. Lo que no imaginé es que sucediera tan rápido, de un año al otro. Debo confesar que me sentía nerviosa, saberme escritora aún es algo nuevo para mí y reconozco que es un reto que los lectores le brinden una oportunidad a mi novela, de entre tantas opciones de lectura que hay.

       Mi novela, Dejarlo por la paz, nació con un enfoque hacia mujeres, sobre todo de mi generación, que han sido educadas de manera recatada y que deseen disfrutar la libertad de expresión íntima, sensual y erótica. Sin embargo, creo que me quedé corta en mi visión, pues mi novela ha sido bien recibida desde lectoras adultas jóvenes, hasta mujeres de la tercera edad, y aún más reconfortante, caballeros que la han leído y se han quedado intrigados con la historia y fascinados con las escenas eróticas descritas en ella.

       Al visitar la Feria tuve la oportunidad de conocer a otros escritores noveles como yo, con quienes me sentí identificada, pues están en este mismo camino de buscarse un sitio entre el gusto de los lectores.

       Y siendo nuevos escritores, eso percibí, exponer nuestras obras en la FIL de Guadalajara es un paso muy importante para empezar a ser reconocidos y que nuestras obras sean adquiridas, leídas, disfrutadas, comentadas y recomendadas. Aunque al ir iniciando nuestra carrera debemos tener en cuenta que es muy probable que la inversión económica para asistir deba ser cubierta por nuestra propia cuenta. Supongo que es poco usual que una editorial importante invierta su capital en un escritor apenas emergente. Se deben considerar los costos de la feria e impresión de suficientes ejemplares, así como separadores de libros o algún detalle que consideren ofrecer a los asistentes, aunado a esto, si son escritores foráneos, como yo, pagar transporte, hospedaje, alimentación y de manera adicional, capital para los libros de otros autores que quisiéramos llevarnos a casa, esa sería mi recomendación para los nuevos autores que decidan presentar aquí sus obras.

       En cuanto a los libros en sí, la FIL ofrece un mundo de posibilidades, autores de todo género y para todo tipo de lectores. Personalmente me enfoqué en temas relacionados con el género que estoy escribiendo, como erotismo y romance, pues me gusta leer sobre ello, pero también leo sobre autoconocimiento y superación personal. Me llevo un libro muy lindo que me regaló una amiga escritora, Delta de Venus, de Anaïs Nin. Adquirí Pausa y sentido, de Emily Atallah, Tu mente te miente de Eva Alfaro, Andy y Jack de Kat VanRoll. También se me atravesó en el camino el Kama Sutra, de Mallanaga Vatsyayana (debí leerlo hace mucho tiempo), un set de Metafísica 4 en 1 y la Guía del principiante para el Karma, de Lama Lhanang Rinpoche y Mordy Levine. Además de algunos libros de recetas para mis hijas, ya que les encanta hornear postres.

 

Me gustaría concluir que haber presentado Dejarlo por la paz en la FIL de Guadalajara ha dejado un recuerdo maravilloso que me llevo en mi corazón, lo atesoraré como el paso más grande que he dado hasta ahora para buscarle a mi novela un lugar en este vasto mundo literario.

(Hago este paréntesis para informar a los lectores quizá ya picados por la curiosidad que la novela de Carmen Valero se encuentra a la venta en las librerías México y Sra. Dalloway en Culiacán, Sinaloa, también en la plataforma de buscalibre.com.mx –para aquellos que sí saben de internet–. G.A.)

 


Guadalupe Ángeles nació en Pachuca, Hidalgo. Fue directora de la revista Soberbia. Entre sus obras se encuentran Souvenirs (1993), Sobre objetos de madera (1994), Suite de la duda (1995), Devastación (2000), La elección de los fantasmas (2002), Las virtudes esenciales (2005) y Raptos (2009). Ha colaborado en ÁgoraEl FinancieroEl InformadorEl OccidentalLa Jornada Semanal; en las revistas electrónicas nacionales Al margen y Argos y en las españolas: Babab y EspéculoPremio Nacional de Novela Breve Rosario Castellanos 1999 por Devastación. Actualmente reside en Guadalajara.

viernes, 26 de diciembre de 2025

Florecita

 


Florecita

 

Por Fructuoso Irigoyen Rascón

 

Florecita bailaba en la sala, entre el sofá y el sillón del abuelo. Pequeñita pero con inmensa gracia, acababa de cumplir cuatro años. Con justicia era considerada la joya de la familia.
         
¡Que gracia! ¡que belleza! ¡Dios te guarde así!
         
¡Dios la oiga comadre!

Y Dios lo hizo. Cumplidos los 10 seguía siendo muy graciosa y a los 16 era una muchachita muy bonita. ¡De veras llamaba la atención! Sus grandes ojos negros y acurrucada boquita... y ahora las simétricas y proporcionadas formas femeninas que comenzaban a florecer. La admiración de padres, familiares y amigos por la belleza de Florecita no dejaba de aumentar, lo que hacía que constantemente se le trajera a la conversación y, como veremos después, habría de tener sus consecuencias.
         

Para comenzar, el papá, hombre feo y de apariencia vulgar, se congraciaba de tener una hija tan bella.
          --¡Gracias a Dios que no salió a ti!
decía la mamá ¡que terrible hubiera sido!
         
Y dirás que salió a ti. ¡Ni soñando! Es mucho más bonita que tú, es el vivo retrato de mi madre.
         
¡Será pues! Yo fea, tú más y ella: la Florecita.


 Ya comenzaba a decir tú no eres tan fea…, pero mejor lo dejó así. El punto es que la niña era, por demás, bonita. El resto de la familia y los conocidos no la comparaban con nadie, solo pregonaban su admiración por su belleza. Y eso no era un problema ahora mismo, pero lo fue después, al cumplir 18: antes de que algún galán quedara prendado de su belleza, el equipo de las misses ya la había descubierto. Cayeron como buitres sobre los papás.
         
Señora, señor, tienen que dejarla concursar. Ganará fácilmente la ciudad y casi de seguro el estado. Y a lo mejor el país y de allí al universo.


          ¿Qué podían responder? La mamá enmudeció, el papá la miraba como diciendo: "¡Vamos, ayúdame, dí algo!" Así que él, habiendo recobrado el aliento, dejó salir lo que consideró que era una respuesta sensata:
          --Lo consultaremos con ella y con el resto de la familia.
          --¡Perfecto! Les contactaremos la semana que entra.


          Al verlos alejarse en un lujoso automóvil, papá, que era un purista de la lengua se preguntaba ¿es "contactaremos" una expresión válida?


          Florecita ya había entrado a la universidad y le estaba yendo bastante bien. Que los promotores del concurso de belleza la anduvieran buscando le sorprendió solo un poco, ya que durante toda su infancia y adolescencia los cumplidos y elogios sobre su belleza no solo abundaban sino que a veces hasta la atosigaban. Había aprendido a ignorarlos. Pero nunca se había planteado la posibilidad de poner su traída y llevada belleza a competir.


          Su hermano, un año menor que ella, pero ya con una orientación ecologista y revolucionarla comentó:
         
Anda, vete a que te exhiban como si fueras una vaca en la feria. Te harán caminar frente a jueces, unos maricas, otros perversos, en un bikiniito que no deja nada a la imaginación: e n c u e r a d i t a, pues.
         
¡Callate, malvado! Bien que estabas mirando el concurso en la tele el otro día.
         
Pero ninguna de ellas era mi hermana. Mientras el capitalismo cae, hay que gozar de lo que ponen en la tele.
         
Esta tarde vienen las dos tías.  A ver qué piensan ellas.


          No fue necesario esperar toda una semana para expresar su decisión; ya para esa misma noche toda la familia compartía una misma opinión: todos y cada uno, por diversas razones, se oponían a la participación de su Florecita en un concurso de belleza. No faltó quien atacara a las demás concursantes
sin saber nada de ellas por supuesto acusándolas de tener una baja calidad moral. Solo entonces pudo hablar Florecita, quien para sorpresa de todos en la familia declaró:
         
Por supuesto que quiero concursar. Voy a ganar el título de la ciudad, luego el del estado, el país y ser la próxima Miss Universo.


 Todos quedaron mudos. Al rato papá sintió que debía decir algo:
         
¿Estás segura?
         
¡Claro! Por supuesto si más adelante algo va mal, algo no me gusta, me reservaré el derecho de renunciar y olvidarme del concurso.


 Los promotores tampoco esperaron la semana entera para contactar al papá de Florecita. Se les veía felices. Cuando el papá les dejó saber de las reservas de la familia, se desvivieron en promesas y aseguranzas de que Florecita estaría bien cuidada en su camino a la cúspide. Por supuesto, eso incluía la de que ellos podrían acompañarla en todo el trayecto. El papá, a pesar de seguir desconfiando, ya no dijo nada.


Las profecías de los promotores respecto al éxito de Florecita en el concurso de la ciudad y el estatal se cumplieron al pie de la letra. Llegando al evento nacional, sin embargo, pasaron varias cosas que Florecita no esperaba. La primera era, le dijeron, que si quedaba en segundo lugar debería aceptar estar disponible para remplazar a la que hubiera quedado en primer lugar si por algún motivo esta no pudiera participar. Al tiempo se esperaba que si quedaba en segundo lugar debía participar en el concurso de Miss Mundo.

          Su mente, acostumbrada a oír que era la más bonita, como que no aceptaba la posibilidad de ser solo segunda.


Pero lo más dramático sucedió el primer día del concurso: a pesar de que los conductores del programa habían anticipado a las concursantes que su primera presentación al público no sería la de traje regional, de noche o de baño, sino la de como ellas eran, de cualquier forma fueron sometidas a varias horas de maquillaje, peinado y otros arreglos. Una vez completados los de ella, Florecita se miró al espejo. Para disgusto y desconcierto de sus promotores, Florecita se metió al baño, se lavó la cara y se peinó con el pelo recogido como el de una viejita. Cuando le preguntaron
en estado de pánico qué había pasado, Florecita dejó saber quién era:
         
¡Parecía payaso con tanta pintura!


Aun sin el maquillaje, y sin peinado profesional, Florecita pudiera haber continuado siendo la favorita para ganar. Sin embargo, la presencia en el jurado de un renombrado maquillista y un estilista igualmente famoso auguraban que sus votos no serían para una concursante que se rehusaba a utilizar sus productos ni beneficiarse de su arte. Peor aún, los otros jurados, quienes eran empresarios, actrices, actores, mujeres y hombres famosos, tampoco querrían ofender a sus compañeros jurados, que aparentemente eran despreciados así por esa muchacha. En el desfile de trajes regionales, para el cual se hizo una trenza, en cuando rehusó que la maquillaran, aparentemente le fue mejor. Pero el título nacional, y aun el segundo lugar, fueron para otras personas.

          Quedaban por supuesto los votos del público, que, como era de esperarse, la favorecieron. Y así fue: el voto popular la hizo Reina de la simpatía.

          Volvió a casa con emociones encontradas. Como sucede en estas lides, nunca se dieron razones para que la aparente favorita no ganara, pero todos suponían que había sido por las razones y circunstancias mencionadas.


          Las opiniones de la familia no hicieron sino acentuar su conflicto interior:


          Papá:

¡Qué te costaba haber aceptado un poco de rimmel y el peinado que te hicieron!


          Mamá:

No te apures, para nosotros sigues siendo la más bonita.


          El Hermano:

Para que aprendas cómo es el capitalismo.


          Una de las tías:

Te lo dijimos, no debías haber concursado.


          La otra tía:

¡Qué pena! Deberías haber ganado.


          Ella misma:

La que ganó es muy guapa. Y es buena gente. Se lo merecía.


          Y se puso a bailar entre el sofá y el sillón del abuelo.

 


Fructuoso Irigoyen Rascón, autor de Cerocahui, una verdadera épica de la región, es médico con especialidad en psiquiatría, con una vasta y brillante práctica profesional. Es autor, además, de los libros Tarahumara Medicine: Ethnobotany and Healing among the Raramuri of Mexico, Nace Chihuahua, Gabriel Tepórame y Diego Guajardo Fajardo, los forjadores y Un valle de imaginación y recuerdos.

Lázaro

 


Lázaro

 

Por Delma Flores

 

I

La mujer llegó como heraldo encapuchado. El sonido de su puño contra la puerta tañó en los oídos de todo el pueblo. Doña Chonita abrió. La desconocida le tendió un bebé envuelto en harapos.

—Este niño lleva la sangre del señor —la voz era un trino agudo.

Chonita enmudeció, estiró los brazos para recibir a la criatura. Lo contempló, dormía con el semblante de un mártir. Estaba pálido, la luz del día apenas iluminaba su rostro. Cuando Chonita alzó la mirada, un escalofrío le sacudió hasta la sombra. La mujer había desaparecido. Solo la acompañaba un puñado de ojos detrás de las ventanas. Cerró la puerta, se dio la vuelta con el niño en brazos y caminó como condenada por el pasillo. Llamó a la oficina del señor Severino, esperó la invitación para entrar.

—Pásale —el tono firme.

—Una mujer encapuchada vino. Me dijo que este niño lleva su sangre.

El infante parpadeó. Tenía las pupilas oscuras, inquisidoras, el iris plomizo. Don Severino le hizo una seña a Chonita para invitarla a su lado. Se asomó dentro del hatillo. Sus ojos claros trepidaron como agua tocada por la lluvia.

—Dile a Manuela que este también es su hijo, que lo críe con los demás.

Chonita asintió servil.

Con un gesto desinteresado, don Severino la hizo marcharse.

 

II

Ninguno de los tres hijos Urrutia se movía. Frente a su padre, titubear era debilidad. Intentaban cargar con su mirada en silencio.

—Lo hago por ustedes. Cuando yo no esté, todo Agua Colorada debe saber quiénes mandan.

Las palabras eran truenos.

A los hijos mayores cada sílaba los iluminaba. Para Lázaro solo eran amenazas. Aún así, su gesto era impasible. Las personas del pueblo no olvidaban. Huían de su presencia, apretaban el rosario entre los dedos. Decían que el diablo le había robado el color de los ojos. Que traería nubes de tormenta hasta el día de su muerte. Don Severino lo observó, el desdén fue un disparo.

—Hasta tú, Lázaro, debes intentar forjar un camino distinto—escupió las palabras, y con un ademán los envió a trabajar. En la cocina, Chonita y Manuela les entregaron el lonche. Pasarían la jornada en vela para cuidar al ganado de los lobos. Ambas los santiguaron con los labios gesticulantes pero mudos de palabras. Afuera, el cielo escampaba, la oscuridad era como las cazuelas tiznadas.

—¿Por qué tenemos que cuidar a las vacas? ¿No pueden ir los peones? —preguntó Justino. Las espuelas de sus botas repicaron cuando zapateó por el frío. Pedro, sin decir palabra, caminaba con la vista fija en el terreno. Lázaro dudó, al final su voz pronunció sin titubear:

—Porque así la gente del pueblo aprenderá a respetarnos. Eso dijo el señor.

Justino bufó conteniendo una risa.

—¡A ti no te respetan por nada! Tú eres la bala pérdida del jefe, que te quede claro—Pedro sonrió. En cambio, Lázaro apretó los puños con ira. Ensillaron sus monturas y cabalgaron hacia el campo. El viento peinaba la hierba. Las estrellas derramaban listones blanquecinos sobre los lomos de los animales. Montados sobre los caballos, abrazaban las escopetas contra el pecho. El frío condensaba el aliento en nubes diminutas.

Con el pasar de la noche, el sueño se les colgó de los párpados. Justino cabeceaba hasta que el arma se le resbaló de las manos. Tocó el suelo, el chasquido despertó a los otros dos. Segundos después, otro sonido los alertó. Las orejas puntiagudas de los caballos se giraron hacia la oscuridad. Un crujido, Lázaro recordó al matarife partiendo huesos. Pedro sintió la superficie helada de la escopeta cuando apuntó. Azuzó el caballo para acercarse a Justino y despertarlo. El sonido se multiplicó hasta convertirse en un crepitar continuo. Las vacas se arremolinaron. Un aullido les rasgó los nervios. Giraron la cabeza hacia todos lados. Una miríada de luceros los acechaba entre la hierba. Escucharon un alarido. Las fauces se colgaron de la carne de la res, luego el suelo bebió una lluvia de jirones carmesíes. Algunos lobos comenzaron a devorar a la víctima. El resto corrió dando dentelladas a las patas de los caballos. Pedro maniobró las riendas con maestría, firme sobre la montura. En cambio, Lázaro y Justino cayeron al suelo cuando el terror desbocó a sus animales. El primero se encogió sobre la escopeta. La adrenalina le tensó los músculos, pero el impacto lo aturdió. A su alrededor había un infierno de sonidos. Relinchos desesperados, mugidos lastimeros. Lázaro recobró la consciencia frente a un lobo de dimensiones colosales. Su pelaje era un manto de cielo oscuro, sus ojos, dos luciérnagas albinas. Compartieron una mirada hasta que la bestia se giró para acechar a Justino. Este profirió un grito como el del ganado moribundo. El pulso de Lázaro le golpeaba los tímpanos. Estrechó la escopeta contra sus costillas, acomodó los pies en un intento de adquirir firmeza y disparó. Un hilillo de inseguridad le apretó las entrañas, el casquillo rodó indiferente. El impactó lo derribó contra la tierra, percibió el polvo que precedía las patas de los lobos al huir. Pedro galopó de regreso, desmontó, sus rodillas tocaron el suelo. Cargó el cuerpo de Justino. Sobre el corazón, una roseta sangrienta le escurría del pecho.   

 

III

Las mujeres se congregaron con el rostro tras velos oscuros.

—Pues él dice… que fue un accidente.

—Cuenta de un lobo negro, grande…

—Pero Pedrito dice que no vio ningún animal con esas señas.

Las palabras le escocían en la nuca. Lázaro resistía los embates con los ojos sobre la tierra. Solo el llanto de doña Manuela acompañó el descenso de los restos de su hijo. Cuando lo tragó el sepulcro, la multitud se dispersó cual parvada de cuervos. La familia Urrutia permaneció inmóvil. Los ojos de don Severino eran dos estacas sobre su hijo menor. Pasado un tiempo, sus siluetas también se perdieron entre las cruces del panteón. 

Lázaro arrastraba la tierra del muerto hasta en los sueños. La herida floreciente, roja, sobre la camisa de Justino. El brillo alba de los ojos del lobo. Desde el funeral vagaba embrujado por la obsesión. Las acusaciones le dibujaron a punta de palabras una marca insoportable. El tiempo, lejos de ofrecer misericordia, le cavaba una tumba cada vez más profunda. Para escapar, determinó cazar a la criatura maldita. Cargó la escopeta y caminó en dirección al pastizal. Pedro lo vio marcharse.

—Y tú, ¿a dónde vas? —inquirió.

—A buscar al lobo. Traeré su cabeza —los ojos de Lázaro eran un filo al aire.

—Ese animal no existe. ¡No existe! —intentó empujarlo con fuerza, pero el otro se resistió. No añadió más y siguió caminando. Pedro se convirtió en una figura diminuta.

Pronto, los árboles abrazaron el cielo sobre Lázaro. El ruido convergió en el crujido de la maleza bajo sus pies. Los minutos se extendieron en manchones confusos. No distinguía el enfrente y el atrás. Los troncos se sucedieron deformes en un batallón interminable. Las ramas grises le tiraban de la ropa. Varias veces trastabilló infantilmente. Luego un pensamiento lo infestó: ahí solo existía él. Él y la culpa. Su corazón repicó. Rogaba por otra vida similar. Sintió un relámpago helado en la columna. El bosque respondió. Frente a él apareció una mujer de ojos claros. Estaba vestida con trapos negruzcos. El rostro lozano era una luna de armónica composición. Cuando habló, su voz fue una nota melodiosa. Los vocablos, ininteligibles para el hombre, se deslizaron con las hojas náufragas de los árboles. Solo el viento entendió el mensaje.

Lázaro estuvo a punto de llamarla, pero una ráfaga lo interrumpió. La hojarasca subió en una danza multicolor. La imagen de la mujer se perdió entre la cascada de maleza. El piso mullido amortiguó la caída de su escopeta. Se sostuvo sobre las rodillas después de que un espasmo lo derribó. De forma inadvertida, los susurros del bosque repicaron en su interior. Sus ojos, antes inundados por una luz pobre, se abrieron como un claro hecho por los astros.

—Ahí está, el cabrón—la voz cruzó sus tímpanos. Percibió un aroma familiar. Al girarse, vio el cañón de un arma. Era un ojo oscuro que lo observaba. Se le erizó el pellejo al ver a don Severino apuntarle. Detrás del monolito que era su padre, su hermano lo miraba también. Los miembros laxos, los labios temblorosos. El hombre mayor jaló el gatillo. La bala trazó una senda rojiza sobre su piel. Aunque el temor ahulló primero en su corazón, la irá creció con más apremio. Hubo varios estallidos, luego el rojo tibio y escurridizo sobre la maleza. Gritos contenidos entre dientes, gruñidos borboteando en las gargantas. Al final no fue posible distinguir dónde empezaba el hombre dentro de la bestia.

IV

La cuadrilla de búsqueda había salido al amanecer. Doña Manuela los había enviado para buscar a sus dos hijos y a su marido. El sol se había puesto, ellos no habían regresado. El anciano del grupo fue el primero en ver los cuerpos. Don Severino y Pedrito eran solo despojos sangrientos. No había señas de Lázaro. Al buscar en los alrededores, se percataron de que el bosque engullía un rastro pintado de rojo. El miedo anidó en sus pechos, algunos se persignaron. En el suelo húmedo, apenas visible tras la hojarasca, unas pisadas caninas antecedían las huellas de un hombre.

 


Delma Flores es licenciada en letras españolas por la Universidad Autónoma de Chihuahua. Gran lectora de literatura fantástica, especialista en Elena Garro y en Banana Yoshimoto. Es autora de imágenes narrativas sensoriales.

Máquina de coser


 

Antes/ 12

Máquina de coser

Archivo Raúl Herrera