miércoles, 9 de abril de 2025

Una conversación

 

Foto: Víctor Peña

Una conversación

 

Por Fructuoso Irigoyen Rascón

 

Aunque no vestían sotana ni hábito, algo en ellos dejaba ver, a una legua de distancia, que ambos eran frailes. El entorno también contribuía a su fácil identificación como tales. La conversación transcurría una mañana de otoño en el largo corredor que conducía a las aulas de aquella escuela secundaria católica. Salían de la capilla y uno de ellos, el Hermano Pablo, llevaba un rosario en la mano. El otro, el Hermano Roy, sostenía un libro, probablemente un breviario devocional, como lo sugerían sus tapas negras y los hilos de seda dorada que asomaban por la parte inferior, separadores que indicaban la lectura donde se había quedado.

—¡Ay, hermano Pablo! ¡Ya no sé qué hacer!

—¿Con qué, hermano Roy?

—Con estos muchachos. Sé bien que se nos han encomendado, pero son imposibles.

—¿Cómo es que hasta ahora los encuentras imposibles?

—Es que están peor que nunca: Unos dizque enamorados, otros declarándose gays o metiéndose en problemas de drogas. Nunca antes había habido tanto problema. Entro al salón de clase y todo lo que veo son ¡hormonas y más hormonas!

—Calma, Hermano. Que las hormonas son, como los mismos muchachos, criaturas de Dios.

—Pues por lo que los impulsan a hacer, más bien son obra del diablo.

Santiguándose y arqueando las cejas el Hermano Pablo se aventuró a preguntar:

—¿Pues que usted nunca pasó por ahí?

—¿Drogas o sentirme gay? No, nunca.

—¡Ay, hermano Roy! Me refiero a las hormonas.

—Bueno, cuando entré a la orden yo ya había sabido qué era el amor por una muchacha, pero yo nunca…

—¿Usted nunca?

—No, nunca.

—Sin duda la virginidad es una virtud, pero también lo es la experiencia.

—¿Quiere usted decir?

—Sí, yo sí.  Y creo que me ayuda un tanto a entender a estos muchachos y sus hormonas.

Volviéndose a santiguar, el hermano Pablo sin pensarlo mucho sentenció:

—El llamado de Dios llega a personas muy diferentes.

—Tú lo has dicho.

En eso salían al otro lado del corredor, como una manada de búfalos salvajes los muchachos dispuestos a disfrutar del receso. Uno de ellos alcanzó a ver a los frailes y rápidamente se encaminó hasta donde estaban.

—Hermano Pablo. ¡Tienes que ayudarme! ¡Cuando se enteren mis papás van a matarme!

Dirigiéndose a Roy, dijo con voz complaciente:

—Ya lo ves, es lo que te decía. —Y mirando a los ojos del muchacho continuó— Mira, Conti. Creo que lo mejor será que esté yo presente cuando les digas. Así no te matarán.

—¡Gracias, brother! Los veremos esta tarde cuando vengan por mí.

Conti se fue por donde había venido. Iba más tranquilo. El hermano Roy esperó hasta que sintió que el muchacho se había alejado lo suficiente como para no oír la conversación.

—Supongo que es algo de hormonas. Pero tu alumno piensa que también de sangre ¿Lo llamaste Conti?

—Así le dicen. Creo que desde pequeño le dicen así, no sé por qué. Sus padres se molestarán mucho, pero no lo matarán, comenzaré diciéndoles: Conti tiene algo que contarles.

—Te diré que eres muy valiente al ofrecerte a acompañarlo. No porque caerá sobre ti parte del enojo de los padres de Conti, sino porque muy pocos maestros, frailes incluidos, se ofrecerían para ser voluntarios en una empresa como esa.

—De cualquier forma, aquí estamos culpando a las hormonas de lo que antes culpábamos al diablo y que tú has dicho vienen de Dios. Los padres de Conti no culparán a sus hormonas o al diablo, menos a Dios, sino a nosotros, los maestros. Ya los oigo decir: ¡¿pues de que sirve que sean frailes, si no les enseñan a portarse bien?! ¡¿Qué clase de frailes son ustedes?!

—¿Y qué es lo que pasa con este Conti?

—No lo sé exactamente. Parece que la muchachita le está poniendo presión para que se case o al menos se vaya a vivir con ella.

—No me digas que es la niña esa de faldita corta que se ve rondando a la salida de clases de los muchachos.

Santiguándose de nuevo con una expresión de disgusto respondió:

—¡Ay, Hermano, en que se fija usted! Y sí. Esa niña.

—¿No estará embarazada?

—No lo sé. Pudiera ser.

—Cuando vengan sus papás estaré a unos cuantos pasos por si me necesitas.

Poco después los padres de Conti aparecieron, corriendo detrás de ellos el propio Conti que los dirigió a la oficina del hermano Pablo. Roy, como lo había ofrecido se quedó en la puerta mientras los demás entraron a la oficina, ninguno se sentó.

—Conti tiene algo que decirles.

Conti, aclarando la garganta, comenzó a hablar:

—He estado pensando por algún tiempo en comunicarles esto. Y no hallaba la forma de decírselos, por eso le pedí al hermano Pablo que estuviera presente.

Los padres de Conti estaban muy sorprendidos y se miraban mutuamente, lo mismo que al fraile y como que de pronto no miraban a su hijo.

—Lo que tengo que decirles es muy sencillo— prosiguió— he sentido el llamado de Dios y quiero entrar en la orden del Hermano.

La mamá rompió a llorar. El papá no disimuló su disgusto, apretando los puños y los dientes dijo:

—¡Ya me lo volvieron!

El hermano Pablo enmudeció, el hermano Roy entró entonces de lleno a la oficina y se colocó a un lado de Pablo y de Conti sin decir palabra como gesto de solidaridad. Ahora el aspecto del padre era el de una fiera dispuesta a atacar, la madre lloraba profusamente. Conti parecía querer decir algo más pero no encontraba las palabras.

El hermano Roy rompió el silencio.

—Veo en ustedes —dirigiéndose a todos— llanto, confusión y enojo cuando en realidad debiéramos de estar celebrando.

Los padres lo miraron preguntándose ¿y éste quién es?

—¿Celebrando qué? —interpeló el papá. —¡Que este sonso que nos ha costado tanto se quiera poner la sotana! A ver cuánto dura.

El hermano Roy decidió tomar control de la reunión y para amortiguar la dracónica intervención del papá preguntó:

—Pero tú tenías novia ¿qué no?

—Ella me apoya en esto, al cien.

El papá estalló de nuevo.

—¿Así que ya se lo andas contando a todo el mundo?

—Elsie no es todo el mundo. Es mi mejor amiga.

—Pues a ver si te hace un lugarcito para dormir, si no lo hacen los monjes estos en su convento. Pues a mi casa ya no entras.

—Señor, Conti…

—Nomás eso faltaba ¡Mi nombre es Señor Rodríguez! —exclamó saliendo de la oficina como un toro embravecido. La Señora Rodríguez lo siguió sollozando y mirando a su hijo y a los frailes de reojo.

El hermano Roy colocó su mano sobre el hombro de Conti y susurrando le dijo:

—No te apures, las lágrimas de tu madre lo apaciguarán. Pasa todo el tiempo. Si la puerta no se abre esta tarde, puedes venir al convento, te haremos un lugarcito justo como sugirió tu papá.

Los dos hermanos lo observaron alejándose y notaron que Elsie -la de la falda cortita- lo esperaba. Él la tomó tiernamente de la mano y se alejaron calle abajo. Mientras que el hermano Pablo no salía de su asombro.

El hermano Roy sentenció:

—Ya lo ves Hermano Pablo: no todas las hormonas son iguales.

 


Fructuoso Irigoyen Rascón, autor de Cerocahui, una verdadera épica de la región, es médico con especialidad en psiquiatría, con una vasta y brillante práctica profesional. Es autor, además, de los libros Tarahumara Medicine: Ethnobotany and Healing among the Raramuri of Mexico y Nace Chihuahua, Gabriel Tepórame y Diego Guajardo Fajardo, los forjadores.

martes, 8 de abril de 2025

Se acaba el 14 de febrero, se acaban los detalles y las canciones, las salidas


 

Se acaba el 14 de febrero, se acaban los detalles y las canciones, las salidas

 

Por Sergio Torres

 

Se acaba el 14 de febrero, se acaban los detalles y las canciones, las salidas mágicas, los detalles emocionales. La cama se abre y el sueño nos abraza, con o sin alcohol, con o sin compañía.

Hijos de Dios, princesas y príncipes del Universo, recuperamos la dignidad de recibir y dar un amor merecido solo porque sí: el hecho de existir te hace digno de amor, pero no te hace responsable para amar, ni a ti mismo ni una otra persona. Amar es un ejercicio de la voluntad guiando la naturaleza de la atracción por la belleza que el ojo encuentra en unos ojos grandes, el cabello ondulado, el acento cantadito de allá tras los cerros.

El ejercicio equilibrado del amor es un proceso que toma años de experiencias y esfuerzos por dar al otro la dignidad, de sujeto de amor, de igualdad con uno.

Por otro lado, el hecho de ser uno entre ocho millardos nos da la certeza de ser alguien merecedor de atenciones y cariños exclusivos, nada de compartir parejas, nada de armar clústeres amorosos. Te quiero para mí nada más.

Ojalá el amor nos salve de la ideología, del odio y la muerte, el egoísmo, la egolatría y el narcisismo.

 


Sergio Torres. Licenciado en Artes, músico desde la infancia, dibujante y compositor de canciones. Maestro de música por vocación.

lunes, 7 de abril de 2025

La herencia

Foto: Pedro Chacón


La herencia

 

Por Lilvia Soto

 

Para Blanca Norma Palacios Thayne

 

Non seulement nos souvenirs, mais nos oublis sont "logés". 

Notre inconscient est "logé".  

Notre âme est une demeure. 

Et en nous souvenent des "maisons", des "chambres", 

nous apprenons à "demeurer" en nous-mèmes. 

On le voit dès maintenant, 

les images de la maison marchent dans les deux sens: 

elles sont en nous autant que nous sommes en elles.[1]

 

Gaston Bachelard, La poétique de l'espace



Armando dice que su hermano 

la cortó hace tiempo,

Abuelo temía que cayera sobre el techo.

Minerva siente desilusión, 

hace años que no regresa 

pero todavía piensa en la palmera.

 

Arminda me muestra su mesa, 

redonda, de patas de león, 

como la de la abuela, 

pregunta si la recuerdo. 

Por supuesto. 

También el bote de los cubiertos 

que la abuela mantenía en su centro, 

siempre había un tenedor extra 

para un trabajador hambriento. 

 

Sandra quiere saber si todavía existe 

el escritorio del abuelo. 

Sus innumerables cajones y compartimentos 

han nutrido su imaginación a través de los años. 

 

Ana pregunta si recuerdo el velo de novia, 

su delicada fragancia aparece en sus sueños. 

Y en los míos.

 

Todos recordamos las macetas de la abuela, 

sus chabacanos y morales, 

su jardín, su cerca de piquete blanco. 

 

Comentamos las historias 

que la abuela nos contaba 

después de terminadas nuestras labores, 

mientras se enfriaban las brasas 

de la estufa de leña, 

las risas compartidas, 

los fantasmas que moraban bajo las camas.

 

Yo recuerdo las caminatas 

con Blanca y Alfonso 

después de sus partidos de baloncesto, 

por caminos de tierra iluminados 

por la más brillante luna 

que una citadina había jamás visto. 

 

Blanca y yo recordamos 

las muñecas que hacíamos 

de colchas viejas, 

con vestidos de percal nuevo 

y rostros bordados 

de ojos negros y labios rojos, 

sus roperos de cartón, 

sus mesas Avena Quaker 

y sus elegantes casas 

del adobe que horneábamos 

bajo el candente sol de Chihuahua. 

 

Recuerdo cada mañana 

de la primavera de mis ocho años, 

cuando recorría las acequias de Dublán 

cortando espárragos silvestres 

para la comida de mi hermana sietemesina.

 

En sudorosas noches de agosto 

dormíamos bajo las estrellas 

en camas que el abuelo improvisaba 

con anchas tablas sobre caballetes 

para protegernos de las bestias salvajes. 

 

Veintitantos primos recordamos 

la casa, 

el piano, el escritorio, 

las lámparas de aceite, 

la palmera, 

el banco bajo la palmera. 

 

Al compartir fotos, 

nos damos cuenta 

de que a todos nos fotografiaron 

bajo la palmera. 

Ahí está mi madre sobre una yegua 

con mi hermana en los brazos. 

 

Ahí está Gracia paseando a su primita 

en el coche de sus muñecas. 

Y ahí estoy yo, de pie, 

recostada sobre el césped, 

o con mi hermana en los brazos, 

en el banco bajo la palmera. 

 

Y ahí, mucho antes de que 

cualquiera de nosotros naciera, 

están nuestras jóvenes madres 

en coquetas poses, 

sentadas, de pie, tendidas

sobre el banco bajo la palmera. 

 

Hablamos de la despensa 

que la abuela mantenía

repleta de encurtidos en salsa de mostaza, 

frascos de manzana, tomate, membrillo, 

la mesa donde siempre cabía uno más, 

sus tortillas de harina, 

empanadas de durazno, 

su pan de levadura, 

su peinador, 

la magia de los destellos 

esmeralda, rubí, zafiro 

de los perfumes que centelleaban 

a la luz del atardecer.

 

Hablamos de Penny, 

el mimado pequinés que el abuelo engordaba 

bajo la mesa 

y del abuelo que se levantaba con las gallinas, 

encendía la estufa de leña 

y llevaba el tazón de café humeante a la abuela 

que se regodeaba en el calor de su cama 

hasta que salía el sol.  

 

Recordamos sus bodegas 

repletas de sacos de maíz, 

frijol, papa, cacahuate, 

sus huertas de duraznos y manzanos,

sus campos de alfalfa y sandía, 

sus caballos, sus minas. 

 

Ellos recuerdan las minas. 

Yo recuerdo los cristales morados, 

color de rosa, blanco centelleante 

alineados en el alféizar de las ventanas 

del porche junto a su recámara, 

donde tenía su escritorio 

de escondrijos y misterios.

Yo pensaba que los cristales 

eran una locura de su juventud, 

pero algunos primos recuerdan 

las minas, 

la búsqueda del oro que, 

al alimentar la avaricia y la envidia, 

se convirtió en riquezas legendarias. 

 

Entonces, 

un día asesinaron a nuestro tío, 

otro día una tía cambió el testamento. 

Como apedreados gorriones, 

nos dispersamos, 

huyendo de la fiebre del resentimiento, 

del deseo de venganza. 

 

Al encontrarnos de nuevo, 

buscamos los momentos abandonados 

en los cajones, bajo la escalera, 

detrás de las puertas, alrededor de la mesa, 

en el banco bajo la palmera. 

 

Pero la lámpara de aceite 

que nos esperaba en noches de baloncesto 

no vuelve a encenderse. 

Algunos se niegan a regresar. 

Recuerdan la chaqueta 

con sus seis agujeros de bala 

y al cuñado que huyó a Tombstone. 

Recuerdan los terrenos y el oro 

que no recibieron, 

piensan que les robaron su herencia. 

 

Otros escuchamos ecos que se apagan, 

tendemos la mano a gestos que retroceden, 

vemos sombras que se desvanecen 

y convertimos cada recuerdo, 

dulce o amargo, 

en una luminaria que alumbra 

el camino a la casa de la memoria, 

a la herencia.

_________

No solo alojamos nuestros recuerdos sino también nuestros olvidos. Alojamos nuestro inconsciente. Nuestra alma es una morada. Y cuando recordamos las casas, los cuartos, aprendemos a vivir en nosotros mismos. Se ve de inmediato, las imágenes de la casa viajan en ambas direcciones: están en nosotros mientras nosotros estamos en ellas.

Gaston Bachelard, La poética del espacio  (Mi traducción). [1]

 

 

Lilvia Soto nació en Nuevo Casas Grandes, emigró a Estados Unidos a los 15 años, reside en Philadelphia, Pennsylvania. Tiene un doctorado en lengua y literatura hispánica de Stonybrook University en Long Island, Nueva York. Ha enseñado literatura y creación literaria en Harvard y en otras universidades norteamericanas. Fue cofundadora y directora de La Casa Latina: The University of Pennsylvania Center for Hispanic Excellence. Fue directora residente de un programa de estudios en el extranjero de las universidades Cornell, Michigan y Pennsylvania en Sevilla, España.

Lucidez

 


Lucidez

 

Por Águeda Caballero

 

La luciérnaga, (Lampyridae), es una familia de insectos emisores de luz. Producen luz a través de una reacción química de oxígeno, calcio, energía y una molécula emisora ​​de luz llamada luciferina.

Hoy, por cuestiones azarosas de la vida, acabé leyendo un artículo sobre las luciérnagas y rápidamente pensé en la lucidez. Si buscamos en un diccionario la palabra lucidez, obtendremos una explicación más o menos exacta. Pensé en la luciérnaga como un punto de lucidez que está en peligro de extinción y, en algunas geografías, ya son inexistentes.

Pudiéramos relacionarlo con el hecho humano: la metáfora de la lucidez y la luciérnaga. Las decisiones más importantes y difíciles que hice y hago, siempre han tenido ese punto y momento de lucidez.

Ojalá y podamos seguir siendo luciérnagas del tiempo, seres humanos capaces de ver y hacer mejor todo aquello que tenemos que mejorar y entender el concepto de lucidez.

Y ahora sí, bona nit, boas noites.



Águeda Caballero Almécija, Barcelona 1980. Escuela de Artes y Oficios de la Llotja en Barcelona. Escuela de artes y oficios en Murcia. Licenciatura y maestría en la Universidad Politécnica de Valencia. Actualmente profesora en la Facultad de Artes de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Pintora, orfebre y pensadora.

De domingo a domingo, cielito lindo, te vengo a ver. ¿Cuándo será domingo, cielito lindo, para volver?

 


De domingo a domingo, cielito lindo, te vengo a ver. ¿Cuándo será domingo, cielito lindo, para volver?

 

Por Sergio Torres

 

Ojalá fuera uno de esos días en lo que el trabajo es tan secundario que puedo dejarlo para ir a buscarte, allá donde estás. Caminar contigo por el parque, detener el paso y entrar a un café, bebernos las horas platicando de la vida, de lo que nos ha dejado esta semana, de los desafíos, de los retos que nos hemos impuestos. Sea que nos urge la curiosidad a satisfacerla, sea que la necesidad de expresar nuestro más interno Yo nos atosiga de manera acuciante, la ambición de ir más allá del camino de todos los días forma parte de nuestra naturaleza ambiciosa: siempre hay algo más.

Qué bonito es cuando te basta un abrazo, una conversación, el roce de esa mano, el contacto de ese abrazo. Cuando dos seres humanos, haciendo malabares, se encuentran en sus miradas y se arriesgan a pertenecerse como si de un club exclusivo se tratara. Es posible que haya ocho millardos de personas, cuatro de hombres, cuatro de mujeres en el mundo. Dejando de lado a la Johansson, la Bellucci, la Connelly… (ya se entendió el punto), no hay nadie como tú. Es más, hay solo una tú en todo el universo. Hay un solo Yo en el universo para compartir contigo. En la libertad en que nacimos, en la libertad que el amor nos brinda, estoy dispuesto a recibir tanto amor como el universo sea generoso para ofrecerme; asimismo, estoy dispuesto a dar tanto amor como mi naturaleza y consciencia me lo permitan.

Que el amor nos salve.

 


Sergio Torres. Licenciado en Artes, músico desde la infancia, dibujante y compositor de canciones. Maestro de música por vocación.