domingo, 10 de agosto de 2014

Rosas y tulipanes. Sally Ochoa



Rosas y tulipanes

Por Sally Ochoa

A los nueve años un beso es una tragedia, para Soledad una tragedia asquerosa porque significaba abrir la boca y tocar la lengua del otro y si ese otro tenía veinticinco, era flaco como un palo de escoba, con pelo crespo, un mechón blanco en el frente como un zorrillo y además escupía cada vez que hablaba, la cosa se ponía peor. De modo que había que hacer algo al respecto, y pronto, antes de que el susodicho en cuestión decidiera detener el tiempo como decía y la esperara para casarse con ella. Así que lo dijo a todo el que lo quisiera escuchar: Ella, antes Soledad Castillo, ahora Celeste a secas, sería una solterona de por vida, de las que se visten de negro, tienen mal aliento y peor carácter; no les gustan los hombres ni los niños y son regañonas hasta con el gato y si esto no daba resultado se metería en un convento, con las carmelitas descalzas, con tal de evitar un matrimonio.
En esas anduvo un tiempo hasta que un buen día el hombre decidió casarse con otra, a la que ya había besado, supuso, porque la panza le crecía rápido y decían que pronto tendría un bebé y, “su amplia experiencia de la vida” le decía que los bebés llegaban después que un hombre y una mujer habían juntado sus labios en uno de esos asquerosos besos en los que la saliva de uno se unía a la del otro y formaban hilos pegajosos con los que tejían los lazos del amor, mismos que no le interesaba tejer jamás con nadie.
Entonces respiró tranquila, porque aquel raro ejemplar ya no podría esperarla para casarse, ni ella tendría que esconderse con las carmelitas, ni andar descalza, ni regañar a los gatos que no tenían culpa de nada.
Pero los problemas con los besos y el matrimonio no acabaron allí. Apenas el flaco que lanzaba escupitajos desapareció en la esquina, llegó al vecindario un sureño, calvo de atrás al frente, rechoncho y de piel morena, más joven que el otro pero igualmente horrible. El buda mexicano se instaló en la cuadra con una tienda de flores; margaritas, claveles, girasoles, de todo había en aquel lugar; pero era obvio que sus favoritas eran las rosas, porque a la puerta de la casa de Soledad llegaron al poco tiempo, amarillas, rosas, rojas, blancas y de cualquier color posible, pero igual de rápido terminaron en el bote de la basura. El tipo parecía obsesionado, vigilaba la calle de día y de noche; por la puerta o desde la ventana, entre las hojas de los truenos, ella sentía su mirada sobre sus pasos cuando salía por las mañanas a la escuela, al mediodía de regreso, o por las tardes cuando paseaba en bicicleta.
Evitaba lo más posible su presencia rodeando incluso  hasta dos cuadras para ir al mini súper que estaba en contra esquina de la casa de su madre. Él lo sabía y merodeaba en los alrededores; ella también y aquello se convertía en un siniestro juego del gato y el ratón.
Un año después, un caluroso y horrible día de mayo la tifoidea, las lombrices o quién sabe qué endiablados bichos se instalaron en su cuerpo y antes de que pudiera hacer nada la náusea se convirtió en vómito y este último llegó en proyectil hasta el piso gris y desgastado del salón de quinto año de la escuela primaria. A punto de vomitar también, la profesora la mandó a casa antes de que el asunto tomara carácter de tragedia. Era una conducta clásica en la maestra Olga Refugio Del Val ¡y del demonio!, porque era perversa y calculadora y tenía doctorado en evasión de conflictos y era capaz de cualquier cosa con tal de no alterar su malévola cotidianidad.
Con el sabor ácido del vómito en la boca y el equilibrio afectado por el mareo caminó las diez cuadras  que la separaban de casa. Llevaba la mochila en un hombro y en las manos la regla y el compás del juego geométrico que no alcanzó a guardar por la prisa con la que abandonó el aula; tenía la visión borrosa, y entrecruzadas las líneas rectas y curvas de la clase de geometría en la memoria.
Un poco antes de llegar a casa, justo entre la clínica 29 del seguro social y la funeraria, estaba él parado como una estatua de bronce, el buda de las flores con el que jamás cruzó palabra ni gesto alguno. Ella lo vio y él también; supo que lo miró y ella entendió que lo sabía. Continuó caminando, él la siguió. Unos metros adelante se detuvo y él hizo lo mismo; lo miró de reojo. Soledad avanzó, él detrás. La náusea renacía en su interior y el corazón le latía desenfrenado. Caminó por la calle no en la banqueta como acostumbraba; sentía su aliento en la espalda y el sonido de su caminar lento retumbaba en sus oídos. No aguantó aquello, la cabeza estaba a punto de estallarle. Entonces paró en seco sus pasos, se dio la vuelta  y lo enfrentó. Habló tan fuerte como posible era y de su boca salieron las peores palabras que jamás había dicho. El sujeto no dijo nada. Le exigió que dejara de mirarla y de perseguirla y de enviar las horribles flores que enviaba porque odiaba la naturaleza igual que lo odiaba a él y al resto de los hombres del mundo, por eso nunca se casaría, el matrimonio era un asco y jamás tendría hijos porque tenía lombrices que se la comían por dentro y si alguien se le acercaba le saldrían por la boca y se las echaría encima  para que lo devoraran también. Él seguía mirándola sin decir nada, sin moverse siquiera; luego, no supo en que momento, el buda se abalanzó sobre su cuerpo y de un solo tirón la llevó hasta la esquina de aquella casa gris donde los árboles evitaban que llegara la luz del sol o las miradas de los curiosos y en sus paredes se sentía el frío de los cajones de muerto y el olor a naftalina que los llenaba por dentro. Sintió sus miembros duros muy cerca del cuerpo y la piel áspera de sus manos subiendo por sus piernas bajo la falda mientras su lengua, su horrible y asquerosa lengua, se paseaba babosa por su cuello y ella imaginaba su saliva resbalándose por las comisuras de sus labios, igual que le sucedía al hijo mongol de su tía Clemencia, mientras los muertos espiaban por las fisuras de aquella pared y se burlaban de ella lanzando horribles carcajadas que retumbaban en su cabeza y le  paralizaban los músculos. Sintió también sus dedos gordos y mugrosos tratando de introducirse en ese cuerpo que deseaba que no fuera el suyo y quería morirse en ese instante porque la rabia y la impotencia la estaban asfixiando.
Cuando sus labios gruesos y asquerosos de carnívoro estaban a punto de tocar los de ella, la náusea la devolvió a la realidad y sin saber qué hacer para liberarse de sus garras, empuñó el compás que llevaba en la mano, y con toda la fuerza de la que fue capaz lo enterró sin piedad en el cuello del buda arrancándole un grito de dolor y un gran chorro de sangre espesa y verde que le escurría entre los dedos mientras intentaba sacárselo de la piel. Entonces corrió. Corrió tan rápido como pudo hasta llegar a su cuarto donde volvió a vomitar, a un lado de la cama de la que no se levantó hasta diez días después, cuando la tifoidea perdió la guerra contra el metronidazol y ella perdió la alegría y el color rojo de las mejillas por el encierro, la fiebre y las pesadillas donde el buda la acechaba y pretendía, con un gran cuchillo, arrancarle el corazón y atravesarlo con la espina de un rosal.
Tenía once cumplidos cuando el buda desapareció. Nunca volvió a saber de él; él por su parte, nunca supo que a ella le gustaban los tulipanes.




Sally Ochoa es egresada de licenciatura en filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la UACH. Tiene maestría en periodismo por la misma Facultad. Inició como reportera de tv en el 2001 y actualmente como reportera en investigaciones especiales. Ha publicado dos libros de cuentos y forma parte de algunas antologías de poemas.

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