Rosas y tulipanes
Por Sally Ochoa
A los nueve años un beso es una tragedia, para
Soledad una tragedia asquerosa porque significaba abrir la boca y tocar la
lengua del otro y si ese otro tenía veinticinco, era flaco como un palo de
escoba, con pelo crespo, un mechón blanco en el frente como un zorrillo y
además escupía cada vez que hablaba, la cosa se ponía peor. De modo que había
que hacer algo al respecto, y pronto, antes de que el susodicho en cuestión
decidiera detener el tiempo como decía y la esperara para casarse con ella. Así
que lo dijo a todo el que lo quisiera escuchar: Ella, antes Soledad Castillo,
ahora Celeste a secas, sería una solterona de por vida, de las que se visten
de negro, tienen mal aliento y peor carácter; no les gustan los hombres ni los
niños y son regañonas hasta con el gato y si esto no daba resultado se metería
en un convento, con las carmelitas descalzas, con tal de evitar un matrimonio.
En esas anduvo un tiempo
hasta que un buen día el hombre decidió casarse con otra, a la que ya había
besado, supuso, porque la panza le crecía rápido y decían que pronto tendría un
bebé y, “su amplia experiencia de la vida” le decía que los bebés llegaban
después que un hombre y una mujer habían juntado sus labios en uno de esos
asquerosos besos en los que la saliva de uno se unía a la del otro y formaban
hilos pegajosos con los que tejían los lazos del amor, mismos que no le
interesaba tejer jamás con nadie.
Entonces respiró tranquila,
porque aquel raro ejemplar ya no podría esperarla para casarse, ni ella tendría
que esconderse con las carmelitas, ni andar descalza, ni regañar a los gatos
que no tenían culpa de nada.
Pero los problemas con los
besos y el matrimonio no acabaron allí. Apenas el flaco que lanzaba escupitajos
desapareció en la esquina, llegó al vecindario un sureño, calvo de atrás al
frente, rechoncho y de piel morena, más joven que el otro pero igualmente
horrible. El buda mexicano se instaló en la cuadra con una tienda de flores;
margaritas, claveles, girasoles, de todo había en aquel lugar; pero era obvio
que sus favoritas eran las rosas, porque a la puerta de la casa de Soledad
llegaron al poco tiempo, amarillas, rosas, rojas, blancas y de cualquier color
posible, pero igual de rápido terminaron en el bote de la basura. El tipo parecía
obsesionado, vigilaba la calle de día y de noche; por la puerta o desde
la ventana, entre las hojas de los truenos, ella sentía su mirada sobre sus
pasos cuando salía por las mañanas a la escuela, al mediodía de regreso, o por
las tardes cuando paseaba en bicicleta.
Evitaba lo más posible su
presencia rodeando incluso hasta dos
cuadras para ir al mini súper que estaba en contra esquina de la casa de su
madre. Él lo sabía y merodeaba en los alrededores; ella también y aquello se
convertía en un siniestro juego del gato y el ratón.
Un año después, un caluroso y
horrible día de mayo la tifoidea, las lombrices o quién sabe qué endiablados
bichos se instalaron en su cuerpo y antes de que pudiera hacer nada la náusea
se convirtió en vómito y este último llegó en proyectil hasta el piso gris y
desgastado del salón de quinto año de la escuela primaria. A punto de vomitar
también, la profesora la mandó a casa antes de que el asunto tomara carácter de
tragedia. Era una conducta clásica en la maestra Olga Refugio Del Val ¡y
del demonio!, porque era perversa y calculadora y tenía doctorado en evasión de
conflictos y era capaz de cualquier cosa con tal de no alterar su malévola
cotidianidad.
Con el sabor ácido del vómito
en la boca y el equilibrio afectado por el mareo caminó las diez cuadras que la separaban de casa. Llevaba la mochila
en un hombro y en las manos la regla y el compás del juego geométrico que no
alcanzó a guardar por la prisa con la que abandonó el aula; tenía la visión
borrosa, y entrecruzadas las líneas rectas y curvas de la clase de geometría en
la memoria.
Un poco antes de llegar a casa, justo entre la
clínica 29 del seguro social y la funeraria, estaba él parado como una estatua
de bronce, el buda de las flores con el que jamás cruzó palabra ni gesto
alguno. Ella lo vio y él también; supo que lo miró y ella entendió que lo
sabía. Continuó caminando, él la siguió. Unos metros adelante se detuvo y él
hizo lo mismo; lo miró de reojo. Soledad avanzó, él detrás. La náusea renacía
en su interior y el corazón le latía desenfrenado. Caminó por la calle no en la
banqueta como acostumbraba; sentía su aliento en la espalda y el sonido de su
caminar lento retumbaba en sus oídos. No aguantó aquello, la cabeza estaba a
punto de estallarle. Entonces paró en seco sus pasos, se dio la vuelta y lo enfrentó. Habló tan fuerte como posible
era y de su boca salieron las peores palabras que jamás había dicho. El sujeto
no dijo nada. Le exigió que dejara de mirarla y de perseguirla y de enviar las
horribles flores que enviaba porque odiaba la naturaleza igual que lo odiaba a
él y al resto de los hombres del mundo, por eso nunca se casaría, el
matrimonio era un asco y jamás tendría hijos porque tenía lombrices que se la
comían por dentro y si alguien se le acercaba le saldrían por la boca y se las
echaría encima para que lo devoraran
también. Él seguía mirándola sin decir nada, sin moverse siquiera; luego, no
supo en que momento, el buda se abalanzó sobre su cuerpo y de un solo tirón la
llevó hasta la esquina de aquella casa gris donde los árboles evitaban que
llegara la luz del sol o las miradas de los curiosos y en sus paredes se sentía
el frío de los cajones de muerto y el olor a naftalina que los llenaba por
dentro. Sintió sus miembros duros muy cerca del cuerpo y la piel áspera de sus
manos subiendo por sus piernas bajo la falda mientras su lengua, su horrible y
asquerosa lengua, se paseaba babosa por su cuello y ella imaginaba su saliva
resbalándose por las comisuras de sus labios, igual que le sucedía al hijo
mongol de su tía Clemencia, mientras los muertos espiaban por las fisuras de
aquella pared y se burlaban de ella lanzando horribles carcajadas que
retumbaban en su cabeza y le paralizaban
los músculos. Sintió también sus dedos gordos y mugrosos tratando de
introducirse en ese cuerpo que deseaba que no fuera el suyo y quería morirse en
ese instante porque la rabia y la impotencia la estaban asfixiando.
Cuando sus labios gruesos y asquerosos de carnívoro
estaban a punto de tocar los de ella, la náusea la devolvió a la realidad y sin
saber qué hacer para liberarse de sus garras, empuñó el compás que llevaba en
la mano, y con toda la fuerza de la que fue capaz lo enterró sin piedad en el
cuello del buda arrancándole un grito de dolor y un gran chorro de sangre
espesa y verde que le escurría entre los dedos mientras intentaba sacárselo de
la piel. Entonces corrió. Corrió tan rápido como pudo hasta llegar a su cuarto
donde volvió a vomitar, a un lado de la cama de la que no se levantó hasta diez
días después, cuando la tifoidea perdió la guerra contra el metronidazol y ella
perdió la alegría y el color rojo de las mejillas por el encierro, la fiebre y
las pesadillas donde el buda la acechaba y pretendía, con un gran cuchillo,
arrancarle el corazón y atravesarlo con la espina de un rosal.
Tenía once cumplidos cuando el buda desapareció.
Nunca volvió a saber de él; él por su parte, nunca supo que a ella le gustaban
los tulipanes.
Sally Ochoa es egresada de licenciatura en filosofía
en la Facultad de Filosofía y Letras de la UACH. Tiene maestría en periodismo por
la misma Facultad. Inició como reportera de tv en el 2001 y actualmente como reportera en investigaciones
especiales. Ha publicado dos libros de cuentos y forma parte de algunas
antologías de poemas.
Buenísimo cuento Sally. Felicidades!
ResponderEliminar