Intimidad
Por Rubén Rey
Yamilet vivía una dicotomía que no envenenaba
pero que, efectivamente, corría a través de sus venas desde recién entrada su
juventud. Entre escritora y loca, su mente y cuerpo experimentaban los cambios
obligados por la naturaleza. Si bien no son odiados por el ojo ajeno, para ella
era la novatada de su vida y su cuerpo. Ya saben: vellos, senos (dos para
ser exacto, se los juro) y manchas nuevas en sus bragas; las más escalofriantes
aparecían cada veintitantos días.
No había forma de hablar de eso con su madre.
La señora estaba ocupada con sus amoríos –¡benditas energías post divorcio!– y
sus propios placeres. Ni cómo culparla.
¿Consultarlo con las amigas? En su
totalidad eran mocosas que se sonrojaban apenas empezaba a tocarse el tema de
sexualidad en las clases del colegio.
A ella sin embargo, a Yamilet, le intrigaba
la ciencia detrás de esa energía tan intensa. "Qué nombre tan culero le
pusieron al orgasmo; hasta parece una enfermedad", meditaba entre minuto y
minuto de las clases de orientación. ¿Los condones? Horribles. Para ella era
como ponerle un bozal a la bestia encabronada. ¿Los femeninos? Entre menos se
acordara de esas bolsas del supermercado –que de pilón se introducían en su
amiguita–, mucho mejor.
Era ávida lectora, incipiente escritora. Leer
da herramientas a las personas, pero escribir las vuelve exactas; casi como un
reloj suizo o una fina pistola con silenciador –a las pistolas sí se les puede
poner condón–.
Aborrecía los libros tan comerciales de las
quiensabe cuántas sombras de no sé quién. Los crepúsculos eran solo para
contemplarse y no para escribir cursis novelas –¡con varias partes que formaban
una melosa saga! –.
Sus amigas no entendían esa repulsión que la
hacía verse tan mamona, pero ella pues encantada. Siempre debes resaltar en
algo dentro del grupo de amigas: en lo mamona, en lo inteligente, en lo
guapa, en lo puta.
"Puta", hasta la parecía graciosa
la palabra. ¿Qué se sentiría andar de vientre alegre? Caray, ya no digamos una
docena o más sino aunque sea tener un triste mástil –triste pero bien
despierto, furioso–.
Sus reflexiones las atribuía en parte a la
influencia de la lectura –autor que no domine la sutileza sensual no es un
escritor sino un contacuentos con nada en medio de las piernas–, en parte al
ritmo de la vida que por su propia gana arrebata tranquilidad a quienes recién
sobrepasan los dos dígitos en su edad, y en parte a que quería que alguien se
la cogiera.
Ni cómo voltear a ver a los compañeros. La
ansiedad carnal era evidente, pero también los bigotes de púber, la voz
chillona, los jueguitos propios de la infancia todavía y actitudes que nomás no
llenaban a Yamilet en el justo momento de su vida que requería ser llenada por
un hombre de carne inteligente (los juguetes fálicos correspondían a señoras
quedadas y solteronas hermosas pero neuróticas, insoportables y rodeadas de
gatos).
No me detengo aquí, sino que me interrumpo;
pues no me puse preservativo para escribir y no quiero terminar en una
situación embarazosa. ¿Me conceden un momento para después continuar y ver qué
tan puta resulta la Yami? ¡Se los agradecería sobremanera! No es de caballeros
el dejar un jale a medias.
Este autor es experto y oficiante de juegos electrónicos y lector de alto rendimiento, una mezcla sin duda original que le dan una visión distinta de la vida; este relato es solo botón de muestra de su complejo mundo narrativo.
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