Por Luis
Kimball
Debajo de la
sombrilla estamos la mesa, la silla, dos platos y yo. Como en el patio de un
lugar bonito con jóvenes ineficientes y amables. Traigo puesta mi camisa limón
claro de puño doble –sin mancuernillas–. Sobre la mesa también están mis lentes
oscuros con moscas alrededor. Casi consuela que las moscas se conformen con
cosas inertes: yo tengo unos buenos ojos tristes.
La
decoración es tan sencilla que ni a mí me importa que las bocinas tengan cromo
naranja; de hecho, van tan bien con el viciado Staying Alive, que me sonrío sin lograr la mueca.
Hace ese
poco, Tony Manero era muy identificable, mi tío Salomón hacía maquetas
estudiando arquitectura, y mi papá recorría los caminos de México, mientras sus
hermanas juraban que se parecía a John Travolta [un poco]. Mi madre también fue
mujer de ese momento, una de las que todo el mundo deseaba, con cascadas de cabello oscuro, tetas a la vista
y unos lentes más grandes que los míos. Ya murieron; ¿a quién coño le importa?
Normalmente no le importamos a casi nadie.
Los otros
están igual: usándonos para evocar sus historias, grabando
en off las pequeñas cosas del día,
para un pasado posterior. Habrá otro lugar como este y los Bee Gees seguirán
sirviendo para que las moscas vayan sobre nuestros lentes de plástico.
Luis Kimball
nació en Chihuahua en 1974. Vivió en Chihuahua, en Veracruz, en la ciudad de
México, y ahora reside en Querétaro. Hizo estudios universitarios que no le
satisficieron. Se interesa en el conocimiento y escribe desde joven, ha
publicado en la revista Solar y en Manual del desierto. Es coautor del
poemario Luna de hiel para tres, y
autor de Puros de amor. Ha
participado en la coordinación de espacios culturales y actualmente coordina el
taller literario Escritura al día.
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