El
secreto de Olga
Novela
Por
Giorgio Germont
Capítulo 29.
Abandonado
David
despertó sobresaltado por una chicharra infernal. Era la alarma del reloj despertador en el cuarto
contiguo. En la oscuridad deslizó su mano buscando a tientas a Olga, pero no
estaba en la cama. Se levantó al baño y estaba vacío. Volteó la mirada al buró, una luz neón anunciaba la hora, 05:32. Para su
sorpresa, Olga, los cosméticos, la ropa, todo había desaparecido. Se sentó desconcertado al borde del lecho, el cuarto le
daba vueltas. Su prometida se había esfumado sin decir palabra. David
se puso los anteojos y encendió la luz; notó también
que faltaba su billetera sobre la mesita de noche, estaba solamente el celular.
Con temor se acercó a la ventana y corrió la cortina. Confirmó una negra sospecha.
—¡Dios
mío,
el auto! ¡Me ha dejado a pie!
Le
vino a la mente que tal vez los rusos de San Vasily, ese Boris y los otros, la
habían
tomado por la fuerza. Trató
de reconstruir en su memoria la noche anterior. Era una escena envuelta en la
neblina del vodka, al entrar al motel recordaba haberse desplomado con los ojos
cerrados en la cama. El cuarto se bamboleaba como si fuera un camarote en alta
mar. Olga lo mordía
suavemente en el lóbulo de la oreja.
—Oly’a, Olguita, estoy mareado dame un
momento para recuperarme —le
rogaba—. Por favor.
Ella
hizo caso omiso. Le tomó las dos manos y se las estiró hacia el respaldo de la
cama. David sintió los labios ardientes de su prometida en el cuello y un
ligero piquete en su mano derecha. Era el anillo de compromiso en el anular de
ella. Recordó también que Olga le desabrochó el cinturón. Inútil tratar de resistirla. Suspiró profundamente y se abandonó a la
pasión del momento. Olga le decía dulcemente:
—No seas tonto sakharok, mi cubito de azúcar, bésame.
¿Qué esperas?
Olga
sollozaba y lo abrazaba con ternura. Lo empujó hacia atrás y se montó encima de él
extendiendo su falda sobre la cama.
—
¿Qué es ésta cosa dura que tienes aquí en frente, papi, una pistola?
—No seas tonta linda, es mi celular, se le acabó la pila.
Los
dos soltaron una carcajada. Ella puso el teléfono
sobre la mesita de noche y desnudó lentamente a su amante. La rusa le hizo el
amor con inusitada ternura. David se dejó querer. Mientras lo estrechaba entre
sus brazos, entre sollozos, la enamorada le confesó sus deseos de tener una
boda muy hermosa. Una ceremonia junto al mar, en la playa. Con todos los
invitados y el novio vestidos de blanco, descalzos; deseaba portar sobre su
sien un arreglo floral, un tocado de magnolias y jazmines, un vestido de lino,
ligero y transparente. Le confesó que era su sueño dorado, casarse con él así. David se sumía en un profundo sueño, Olga estaba
en la ducha, corría
el agua de la regadera, tarareaba la canción que le encantó en el club.
—No pongan lápida en mi tumba...
Ahora
David miraba por la ventana pidiendo a Dios con toda el alma que protegiera a Olga. El sol ya se vislumbraba
entre las nubes. Tenía
dolor de cabeza. Sintió temor por la falta de sus medicinas que estaban en la
guantera del Toyota. Le quedaba claro que el exceso de alcohol y la falta de
medicamento lo ponían
al borde de un ataque. Eran las 06:40 cuando decidió salir del cuarto y atoró la
puerta semi abierta con una revista. Se dirigió a la recepción.
Un
fuerte viento agitaba los árboles, el cielo estaba negro y con rayos. La lluvia
le mojó la cara, el olor a tierra mojada lo despertó. Abrió
la puerta y entró a la recepción. En el modesto cuarto había una máquina de sodas y una cafetera. El
mostrador estaba vacío.
David dijo “Hola"
en voz alta y le dio un toque a la campanita. Pasaron diez segundos.
—¡Un momento!
La exasperada respuesta de una ronca voz emanó detrás del espejo. El encargado apareció.
Era un hombre obeso de unos treinta años de edad, cara muy ancha, cabellera
negra, despeinada, ojos negros, dientes amarillos.
—¿Qué se le ofrece?
David
le explicó su delicada situación, sin llave del cuarto, la ausencia
inexplicable de su prometida, el auto desaparecido. Le preguntó directamente si
la había visto.
—¿Que
si la vi? —le respondió—. ¿Quién
va a olvidar a esa rubia tan guapa, la del vestido azul? Claro que la vi.
—Es mi prometida. Aclaró David en un ataque de celos.
¿No se acuerda de mí?
Nos registramos hace dos días.
—¿Lo
abandonó la rubia? —dijo
el dependiente con una sonrisa burlona. David asintió con la cabeza y le espetó:
—¿Qué sabe de ella? ¿A qué hora se fue?
El
greñudo apretó el ceño tratando de recordar.
—No lo sé. Me tocó la campana y me pidió permiso
para usar la computadora. Me pareció algo extraño, la hora y su aspecto.
Apareció vestida de falda corta como una modelo, guapísima,
¡a las 04:30 de la mañana!
David
se ofendió por los comentarios tan fuera de lugar del empleado y le dijo.
—Ya está bien. Dígame qué dijo, ¿a dónde
se fue?
—No estoy seguro—respondió. —Solo me pidió la contraseña de la
computadora. Yo le expliqué que no había contraseña. El servicio es
abierto y gratuito para nuestros huéspedes, ahí en el “Centro Ejecutivo”. —El hombre apuntó con el índice a un rincón del cuarto. Ahí se encontraban una silla
destartalada y un escritorio viejo, difícilmente merecedores del mote de “Centro Ejecutivo”. En cualquier caso, así lo llamaba el hombre.
—Ahí se sentó la
rubia, usó la computadora unos quince
minutos y se dispuso a salir. Me preguntó por la manera más directa de abordar la autopista
35.
David
sintió un dolor en el pecho al ver que su teoría rodaba por el suelo; no había un tal secuestro, no daban señal
de vida los rusos de barba que la habían arrastrado con las muñecas
esposadas, como él imaginaba. Olga, su amiga, su amante, su
prometida, se había
dado a la fuga robándole
el auto y la billetera, vestida como artista de cine. Al menos así lo aseveraba el encargado de la
recepción. David sintió una nube negra que lo cubrió totalmente. Bajó la mirada y le pidió al recepcionista un duplicado
de la llave. “Por
favor, cuarto 113”.
Mientras
el encargado atendía
su petición, David se metió en la computadora y abrió las páginas recientemente visitadas. Ahí estaba. Una visita al sitio de los
mapas de MapQuest. Una búsqueda por las montañas de Texas,
el poblado de Jasper. Se puso de pie y dijo en voz alta:
—¡La
35! ¿No estamos en la 35?
—Así es —respondió
de inmediato el encargado—.
Es lo que le dije a la rubia de azul. Aquí cruzando la calle puede abordar la
35, guapa. ¿A qué rumbo
se dirige? —le
pregunté.
“Voy
a Jasper”.
—“Yo
no sé dónde está Jasper, no tengo la menor idea”, lo
dije, pero la computadora le indicaba que se dirigiera hacia el Sur. “Tenga
cuidado”, le advertí, “el hotel está sobre la vía Norte, es el 5330 Norte, para ser
exactos”. Le indiqué que cruzara bajo el puente elevado
y doblara a la izquierda, la ruta al Sur. “¿Pero Jasper?”. “Eso a mí no me lo pregunte, en mi vida había
oído ese nombre”.
David
estaba muy disgustado, con el duplicado de la llave en la mano. ¡La familiaridad
con la que el dependiente había tratado a su prometida le retorcía el hígado! Aunque ahora el panorama había cambiado. Ella se encontraba en
calidad de desaparecida. El compromiso de matrimonio quedaba en tela de juicio.
Le
pidió un directorio telefónico al dependiente e hizo una llamada. Escuchó una
voz adormilada que respondió “Centro Quirúrgico Bailey Square.” Pidió hablar con Raiza y se la pusieron
al teléfono. Ella estaba sorprendida. “No tengo la menor idea, David, yo
no he hablado con Olga”.
Se
despidieron y Raiza prometió llamarlo al hotel si tenía noticia de Olga y su paradero.
Mientras
meditaba veía
en su mente la línea gruesa de
color verde que observó
en la computadora, el mapa, la ruta de Jasper. Eran 500 kilómetros saliendo
rumbo al este de Austin y luego rozando por la parte norte de Houston. Le asaltó
una duda al instante, pues ella nunca había manejado un auto desde que llegó de Moscú. Ciertamente no tenía licencia de manejar. Le parecía inverosímil que se hubiera lanzado a la
calle como piloto de fórmula uno sin haber siquiera guiado ese auto una sola
vez, además
de que estuvieron bebiendo casi toda la noche. Obviamente había un tercero, un secuestrador de la
desparecida. Pensaba que tal vez ese ruso pelirrojo, grandote, ese tal Boris
que la abrazaba tan encimoso el día de la kermesse en la iglesia de San Vasily El Bendito.
Concluyó
a ciencia cierta que la habían secuestrado. Pensó llamar a la policía, pero quiso primero medir las
consecuencias, podría
resultar en un daño para ella, en compañía de esos rusos tan sospechosos. Podía caer en las manos de la inmigración,
ser deportada. Se recostó en la cama a meditar su desgracia y metió la nariz
entre las sábanas. Suspiró profundamente y reconoció el
dulce aroma de su amada, su esencia de mujer aún estaba fresca en las almohadas.
De
pronto se oyó
un gran trueno, un rayo
lo despertó de sus meditaciones. Acertó a tomarse una ducha para despertar, tenía muchos asuntos que atender. El
dolor de cabeza lo volvía
loco pero el agua fría le reanimó y se avocó
a resolver su situación. Apareció el rostro de Clarissa en su mente. Se enredó la toalla en la cintura y marcó el número de ella.
Contestó una voz femenina.
—Hola.
(Continuará).
Giorgio Germont estudió medicina en la UACH, ejerce su
profesión en Estados Unidos. Ha publicado tres novelas: Treinta citas con la muerte (2005), Dos miserables entre la luz y la oscuridad, (2011). Ambas
recibieron sendos galardones como finalistas de los concursos USA BEST BOOK
AWARDS en los años 2007 y 2011 respectivamente. Las versiones en español de
la primera, titulada Mis encuentros con
la muerte y la segunda con el mismo nombre se publicaron en 2012 por
Editorial Perfiles. En 2016 publicó su novela Rayo azul.
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