Por Adriana Cadena y Jesús Chávez Marín
Septiembre, mes de lluvias
torrenciales, Margarita tenía 12 años, pertenecía a una familia desintegrada y
pobre. Era la segunda de 10 hijos, como las familias de ese tiempo. Además de los
muchos hijos, eran de una pobreza extrema; su madre estaba enferma en cama y su
padre no vivía con ellos, la casa que rentaban era un cuarto grande y una
pequeña cocina; el techo de su vivienda era de lámina, muy fría en invierno.
Una tarde que amenazaba lluvia, la
niña tenía que atravesar la ciudad para ir a casa de su tía Mela, hermana de su
madre y único familiar que les quedaba. Era enfermera partera, había sido su
destino cuidar y enterrar a toda su familia. Cuidaba de cuatro sobrinos huérfanos
como si fueran sus hijos, era de gran corazón.
La madre de Margarita le había dado
50 centavos, lo justo para ir y regresar en camión. Salió con el encargo más
preciado, traer de comer para sus hermanos y su madre enferma; la
responsabilidad de Margarita era mucha y las recomendaciones también: presta
atención a todo, no hables con extraños, llegas a casa de tu tía y regresa
pronto, siéntate junto a la ventana del camión en los asientos de adelante,
confío en ti. Y la bendición.
El camino junto a la ventana, le permitía
ver el mundo; en momentos sentía que era demasiado grande para ella y tenía
miedo. Se armaba de valor y recordaba las palabras de su madre: eres lista y te
sabrás cuidar, llevas anotadas las señas para que no te pierdas, presta mucha
atención.
Al paso de una hora llegó a su
destino; la casa de la tía quedaba cruzando la ciudad.
Ella salió a recibirla, con mil
preguntas, y le dijo:
—Siéntate, come algo rápido.
Mientras la niña tomaba un vaso de
leche, la mujer sacaba apurada dos bolsas grandes de papel y las ponía una
dentro de la otra.
—Come rápido, parece que va a llover
otra vez
Abría el refrigerador, ponía en la
bolsa un trozo de queso, la sopa que quedó de ayer, las tortillas duras, los frijoles
con chorizo, un guisado de antier, papas guisadas, huevos, y algo de pan que
ella había cocinado. Siempre estaba delicioso porque solía hornear antes de ir
a trabajar, a las 4 de la mañana. Agregó 17 pesos que le mandaba a su madre.
—Que no se te pierda el dinero, no
hables con nadie.
Subir al camión y comenzar a llover
fue uno solo. De nuevo a sentarse junto a la ventana y adelante, apretando la
bolsa de comida y dejando volar la imaginación: el camión tenía patines, se
mecía de un lado a otro, entre tanto lodo. Ya oscurecía y con cada rayo se veía
el relámpago alumbrar desde el cielo a la tierra: era como si Dios mismo se
asomara a mirarla.
Nunca como entonces tuvo tanto miedo
de esa lluvia, solo quería llegar a su casa con su madre y sus hermanos,
sentirse protegida. Comenzó a decir en voz baja su oración de la noche: Ángel
de mi guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día.
Tenían poco tiempo de vivir en ese
lugar, ella no entendió bien por qué de una casa hermosa frente a la Iglesia,
en una linda colonia, ahora vivían allí, en un tejabán y en una colonia sin
pavimento. Dijeron que había sido un fraude, la misma casa la vendieron a varios
y para cuando se la escrituraron de nuevo a su madre, ya estaba enferma, razón
por la que había perdido su trabajo.
En cuanto bajó del camión, corrió las siete
cuadras larguísimas, apretando su bolsa de comida para evitar que se mojara y
se rompiera; iba toda empapada y el frio la hacía temblar. Al entrar estaban
todos acostados y su madre le dijo:
—Acércate.
La besó en la frente. Le rodo una
lágrima por su mejilla.
—Qué bueno que llegaste, mi hijita.
Todos se levantaron para comer, en medio de risas y
de una lluvia que parecía huracán.
“Lo logré”, pensó, mientras se tapaba
para quitarse el frío, y veía cómo se iban durmiendo sus hermanos. De repente
se dio cuenta que llovía dentro de la casa, había agujeros por todas partes. El
ruido era la lluvia al caer en el techo de lámina. Un sonido que todavía hoy al
ver un techo de lámina recuerda.
Era como si la lluvia no la soltara.
Se acurrucó junto a su hermana; trataba de entender todo esto que pasaba, esto
que era la vida.
Pensó: lo único valioso está aquí. Una
madre enferma y sus hermanos.
Esa imagen siempre se quedaría con
ella.
Volvió a susurrar:
Ángel de mi guarda, dulce compañía,
no nos desampares ni de noche ni de día.
12 octubre 2018
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