El
secreto de Olga
Novela
Por
Giorgio Germont
Capítulo 27. Que
delicioso el puerco en Kefir
El
día
de la visita a San Vasily El Bendito, cuando David observaba a los cocineros preparando el
puerco bañado en kefir, Olga estaba reunida con un grupo de rusos. Estaba entre
ellos Boris Rostov y una mujer americana, una Elena algo… Olga no captó el apellido de la dama. Era muy delgada, había sido attaché de la embajada canadiense en Moscú. Una mujer excéntrica,
estilo hippie:
pelo largo y canoso, lentes atados al cuello con un collar muy largo de piedras
de color
y una túnica
color azul casi morado, muy llamativa.
Elena
preguntaba de varias cosas relacionadas con Rusia, de historia, la música, literatura. Elena
tenía mucha curiosidad en asuntos políticos. Boris no le contestó al
principio, pero la hippie era muy insistente y no tuvo más remedio que atenderla. Boris le
contestaba para dar final a una conversación que para él
era un
tema trillado.
Boris hablaba, su monólogo trastabillaba sin rumbo, habló del kefir, del pan
negro y luego hizo un alto en Moscú, el golpe de estado de agosto del 1991,
hizo un breve comentario:
―Yeltsin
era pueblerino,
no fue educado ni criado para ser el Czar. De seguro que en su niñez, como todos
los rusos, sus tres valores más grandes eran Cristo, el Czar y
Rossya, la madre patria. Pero en 1991, al Czar lo habían asesinado, Cristo estaba hincado
de rodillas y la madre Rossya estaba
en las manos de Yeltsin, desmoronándose a pedazos. Yeltsin
fue incapaz de resolver este dilema. Se refugió en la botella y dejó el futuro del país en manos de su cúpula del Kremlin. Una banda de
manipuladores con intereses creados predominantemente ex militares soviéticos.
Agregó
que a través
de los siglos, Rusia, como cultura, había sido capaz de controlar la mayoría de los demonios que la acosaban.
Lo definió todo diciendo que la vida se vive en abonos. Hay muchos capítulos, ¿no es cierto? Vea usted a
Rusia: lo más
importante que se debe de comprender es que para ser ruso, uno debe aprender a
sufrir en silencio. Aprender a soportar cualquier sufrimiento con la boca
cerrada como lo hacen los demás, eso es lo que significa ser un ruso de verdad.
La
mujer le preguntó:
—Boris, ¿a qué demonios se refiere, no a los
demonios del infierno? No a Lucifer, ¿verdad?
Boris
lanzó una carcajada y se puso rojo.
—Mira, Elena, primero estuvieron los zares y las
cortes y todos fueron arrasados. Y luego llegaron los bolcheviques y derramaron
harta sangre entre hermanos. Y apenas al encontrar el balance con
Lenin, vino Hitler y quería esclavizar al mundo entero y
matar a todo el que se le opusiera. Elena: recuerde que los soldados rusos tomaron por la
fuerza el bunker del Führer en Berlín. Y luego el péndulo
soviético azota con fuerza el reinado de Stalin.
Impuso crueldad sin límite contra sus compatriotas. Su
propia "Guerra fría"
la dirimió en Siberia, allá congeló a los disidentes de la opinión pública. Pero todo cambia. Cuarenta
años después, Gorbachev y
el ebrio ese, Yeltsin, hicieron
su acto de presencia. Nació
la Perestroika. Las puertas de Rusia se abren al mundo y los primeros en
comerse todas sus entrañas son los perros de la oligarquía Rusa que se empachan de ganar rublos con sobornos y a balazos.
”Hoy la nueva Rusia está obsesionada en
reinventarse a sí misma. Escribir su historia a
partir de una hoja en blanco. Por supuesto que muchos especuladores se
aprovecharon de la apertura, era imposible evitarlo. Aunque las masas pasaran
hambres, la oligarquía
manda. Pero esto no se ha terminado, “La madre Rossya” no está terminada, no está pulida. Es una obra en estado dinámico de maduración.
Es más, le digo algo más: eso es lo que somos todos los
humanos. Somos un proyecto de evolución dinámica, cada quien en su propia esfera, viviendo
la vida en abonos”.
Ese
fue el discurso de Boris. Elena la curiosa, la hippie de la túnica morada se quedó en
paz al oír la explicación. Boris mientras tanto quería hablar en privado con Olga, pero se lo
impidió la intromisión de la hippie.
Fue
Raiza quien le aclaró la situación al oído a Olga. Le dijo
que Boris estaba convencido que esa Elena era
una espía disfrazada de oveja.
Intentaba averiguar qué
se estaba tramando Boris. El FBI había interceptado en el celular de Boris llamadas y mensajes de texto en
clave a Dagestán y a Grozny. La hippie era una agente doble enviada por Rusia. Alguien
ya le había puesto precio a la cabeza de
Boris. Fue en ese momento que el sacerdote los llamó a todos a comer. El padre
dio su bendición a los alimentos y la cena dio comienzo. Efectivamente, el
asado de puerco en kefir estaba delicioso.
Esa
noche salieron a bailar. Raiza los recogió en el hotel, pasaron frente a un edificio
con una cruz azul de luz neón, en las calles Lamar y 34. “Aquí está mi trabajo”, dijo ella. Era un centro quirúrgico llamado Bailey Square, un edificio
muy alumbrado y moderno. “Este
es mi tormento —dijo
la rusa—.
Aquí me
encuentras de lunes a sábado,
desde las 06:00 de la mañana, ganando el pan con el sudor de mi frente.
Luego
los llevó al club nocturno
Antoine’s. El bar estaba localizado al fondo
del club, un
edificio grande
como una bodega. Había
mucha concurrencia, el ambiente era ruidoso y lleno de humo. David estaba sentado
en un sofá,
en una sala de estar localizada contra la pared del club. Raiza estaba discutiendo con
Slim:
—Yo no sé por qué te
pones así, Slim,
tan fastidioso y grosero. Cuando tomas, no te puedo aguantar, me pones de mal
humor.
Le
hablaba sin verlo a la cara, veía al infinito y daba una chupada desesperada a su
Marlboro ugh, meneaba la cabeza de fastidio. Su pareja no le contestaba nada.
Slim estaba sentado hacia la derecha de David, sorbiendo lentamente de su cerveza,
una Shiner. David se sentía un poco
mareado, habían
estado brindando con tragos de vodka. Olga se puso de pie y dijo:
—Voy al baño. ¿Me acompañas? Ya no aguanto.
Movía las piernas juntando las rodillas
y se sonrió. Raiza, le dijo:
—Ve tú, yo te alcanzo.
Olga
se adelantó caminando de prisa, meneando sus caderas entre los parroquianos
esparcidos. Algunos bailaban, otros disfrutaban en grupo de la música, que era excelente. David miró absorto a Olga a lo lejos, su
caminar tan decidido con ritmo seductor. Raiza le dijo:
—La quieres, a Olga, ¿no es cierto?
David
dio un suspiro y se sorprendió de su propia respuesta.
—Sí, la quiero mucho.
Raiza
apuntó:
—Está un poco loca.
David
sonrió.
—Ya lo sé, pero así me gusta.
—Tú serías un buen esposo para ella, se ven felices cuando
están
juntos. Ella también te quiere, ¿
sabes ?
—Creo que sí.
Slim
se acercó a dar un beso a su pareja.
—Raiza, no te enojes, baby, no
seas renegona.
Ella
se volteó de lado, le ofreció la mejilla
diciendo.
—No me tienes muy contenta, Slimmy, eres muy
fastidioso, me vuelves loca.
Lo reñía y le daba consejos enfrente de
quien fuera, no le importaba la concurrencia. Olga regresó a donde el grupo e
insinuó sus curvas sobre
David. Se sentó muy cerca de él y lo abrazó. Cruzó la pierna
sobre de él y le acercó su busto. La blusa muy ligera revelaba
sus encantos.
—¿Qué te pasa mi Olya?
—Nada, estoy borracha...Y muy feliz.
David
le plantó
un beso muy largo en los labios. Luego Olga
le dijo al oído:
le dijo al oído:
—Vamos al hotel, quiero besarte mucho.
David
volteó a donde Slim y Raiza guardaban
silencio. Habían
dejado de reñir, estaban tomados de la mano. Justo en eso la voz de Thornetta
partió el cuarto en dos, con un grito melódico.
‘No, no, no, no le pongan lápida a mi tumba…'
Un
tema country que
ella había
hecho famoso en estilo de blues.
Olga se asustó con el grito y no
acertaba entender la letra de la canción.
—
¿Qué dice?
Thornetta
Davis, que así era
su apellido, era una escultura de ébano de voz muy gruesa y pelo
ensortijado. Hacía temblar el
edificio con su melodía
tan penetrante y conmovedora. David se puso de pie y tomó a Olga de la mano.
—Ven acá cariño.
Ahora te explico. Esta canción me encanta. Vamos a bailar.
Subieron a la pista y entrelazaron sus cuerpos al
ritmo de la melodía
embrujadora de la cantante. Parecía que lloraba en vez de cantar.
Olga
recargó su cabeza en el pecho de David; se movieron dulcemente al ritmo del saxofón
y la guitarra. Escuchaban la voz:
“No pongan lápida en mi tumba, toda mi vida he
sido una esclava y estoy cansada, prefiero que me acuesten
en el suelo y me dejen dormir.
Déjenme en paz... solo quiero descansar... no pongan lápida en mi tumba... díganle
a mamá que no me llore... díganle que ahí nos veremos de vez en cuando... no
le pongan lápida
a mi tumba.”
David
le explicaba a Olga la canción. Ella con los ojos cerrados y recargada en el
pecho de su amante.
—Me gusta canción, gusta mucho —respondió.
Al
compás de la música, con sus muslos entrelazados
en los de ella, meciéndola en sus brazos, David sintió una
revelación: nunca en su vida había conocido un momento más feliz. Le invadió la paz y la
tranquilidad. Supo
que en Olga había encontrado su otra mitad, sintió
un amor muy profundo por ella. Paró de bailar y sacó del bolsillo de su
pantalón un anillo. Era una sortija de brillante, uno solitario modesto pero
muy brilloso. Olga abrió los ojos con asombro. David se hincó en una rodilla y
suplicó
—Cásate conmigo Olga. Te quiero mucho. ¡Hazme el hombre
más
feliz del mundo!
Las
otras parejas se dieron cuenta de lo que estaba pasando y comenzaron a aplaudir
y a gritar. David estaba de hinojos
en una rodilla, sujetaba en sus manos los dedos de Olga y el anillo. La
cantante gritó en
el micrófono.
—¡Dile
que sí, baby, dile
que sí!
Olga
sonrió y ayudó
a colocar el anillo en su anular. Le ofreció los brazos:
—Sí, David, mi amor… si me caso contigo.
Se
dieron un beso tan largo que las parejas de alrededor formaron un círculo y aplaudían con fuerza al presenciar el
momento privado y a la vez tan público. Los enamorados no dejaban de
besarse y sonreír.
La cantante gritaba
de júbilo
y comenzó otra canción.
Cuando
llegaron a la mesa, los felicitaron Raiza y Slim. Se despidieron.
—Ya nos vamos.
Raiza protestó.
—Es muy temprano, vamos a tomarnos una copa más. Les ofreció las copas y los
cuatro hicieron un brindis.
‘Por Olga y por David, viva
el amor eterno.’
En
el taxi, Olga lo miró conmovida, con una sonrisa en los labios y una lágrima en los ojos. Estaban
abrazados en el asiento trasero, enredados uno en el otro. Olga insistía, un poco ebria:
—Qué bonita esa canción, la de la
esclava, me gustó mucho.
Llegaron
al hotel, David pagó
el taxi y entraron al cuarto 113.
(Continuará).
Giorgio Germont estudió medicina en la UACH, ejerce su
profesión en Estados Unidos. Ha publicado tres novelas: Treinta citas con la muerte (2005), Dos miserables entre la luz y la oscuridad, (2011). Ambas
recibieron sendos galardones como finalistas de los concursos USA BEST BOOK
AWARDS en los años 2007 y 2011 respectivamente. Las versiones en español de
la primera, titulada Mis encuentros con
la muerte y la segunda con el mismo nombre se publicaron en 2012 por
Editorial Perfiles. En 2016 publicó su novela Rayo azul.
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