Vivir en la memoria
Por
Luis Kimball
―Es la casilla Abeja azul. Afortunadamente
solo murió el cuerpo, Laurita.
Viniendo de una familia tan correcta, a
Laura todavía le costaba acostumbrarse a la familiaridad con que las
instituciones científicas amortizaban “el choque”.
En la Abeja azul, encontró a Meli.
―¿Cómo te sientes, Meli?
―Pues ya sin dolor, pero estoy muy
impactada.
―Tenía que pasar alguna vez.
―¡¿Por qué a doce días de mí boda?!
Meli traía el vestido de novia que se
estaba probando, el cual, para colmo, no había quedado ni lejos de su gusto; le
hacía una desagradable bolsa bajo las axilas. A ninguna de las dos les gustaba
exponer su vida privada en público; su vida privada era más que eso: una vida
cerrada a los que no fueran de la familia. Y ahora que Meli había muerto, ¿cómo
nombrarla? Cerró y guardó el archivo Abeja azul sin ponerle ni un paréntesis al
dialogo, la primer desconsideración que sufren la mayoría de los sin cuerpo. Guardó su USB del futuro en
la bolsa Viant Didion de 900 dólares reciclados.
Quedan mil preguntas cuando uno llega
al Cenit. Esto que me estoy llevando, ¿es mi familiar? ¿Ahora de dónde saca vida?
Desde luego, los datos se siguen generando mientras uno conviva lo suficiente
con la memoria (sin la convivencia, se vuelve taciturna y ni el suicidio le es posible).
Tal vez muchos ya se acostumbraron a que sus muertos sigan dando plática,
guerra, acumulando deseos carnales; eso sí, se enferman mucho menos. Todo es no
dejarlos morir en la memoria.
El doctor Trend no evitó mirar la
transparencia de los pensamientos de Laura.
―Lo sé: en casa a veces pensamos que la
casa ya parece altar de día de muertos.
Vio que el doctor Trend era guapo y de buena
educación; trabajando en el Cenit, habría sido de locos guardar delicadeza.
―Mire, Laura ―le dijo en voz grave, indicando
que por el pasillo no tenía que guardar el protocolo―, nosotros no grabamos: no
nos quedamos con ningún dato.
No había necesidad de aludir a la
pornografía que se hacía con fugas de la información, incluso en Cenits de
prestigio.
―Si lo piensa de un modo realmente
lateral, no somos muy diferentes antes de que se nos muera el cuerpo: solo parte
de una larga conversación, el producto de una inconmensurable red de datos que
se cruzan según el más riguroso azar, tan fortuitos para usted como para mí o
cualquier memoria viva; ya sabe.
―Cualquiera con un gramo de conciencia
entiende que al menos su pasado tiene un límite, doctor.
―Supongo, que los datos ocasionalmente
repiten un nombre de manera tan singular, que aquí estamos, pasando penasy
dolores para meternos en estalógica difusa.
―¿No cree que haya habido, por lo
menos, algún dato original?
―Eso ya es de dios, Laurita: ni a
nosotros nos toca creer en él, ni a él, revelarnos su ciencia.
Por el cambio al oficioso “tono
familiar” se dio cuenta de que estaban entrando en la capilla. A eso se resume
la evolución de la tonta especie ─pensó Laura─: un misterio planteado puerilmente
y clasificado como “secreto”. A veces a uno le da por mejor dejar descansar a
sus muertos ─pensó tan indignada, que toda la capilla miró la transparencia─.
La voltearon a ver como a Mersault en el funeral de su madre; al menos así lo
sintió ella, tan claramente que se pudo ver una parte de la portada del libro,
e imágenes de la película.
En medio de la hipocresía grupal, el
día de velatorio de cuerpo, no sabes con quiénes estás rezando en la sala. Cómo han de descansar de este mundo los perros y los
vagabundos –piensa.
Luis Kimball
Torres nació en Chihuahua en 1974. Vivió en Chihuahua, en Veracruz, en la
ciudad de México, y ahora reside en Querétaro. Hizo estudios universitarios que
no le satisficieron. Se interesa en el conocimiento y escribe desde joven, ha
publicado en la revista Solar y en Manual del desierto. Es coautor del
poemario Luna de hiel para tres, y
autor de Puros de amor. Ha
participado en la coordinación de espacios culturales y actualmente coordina el
taller literario Escritura al día.
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