El
secreto de Olga
Novela
Por
Giorgio Germont
Capítulo 33. Un
refugio en Lahijian
Mustafá le
dio a Muhammad el nombre y dirección de un contacto donde podían encontrar refugio y allá se dirigieron nuestros marineros
del Mar Caspio, un palacete en Lahijian. El palacio tenía una barda de tres metros que dejaba
ver las copas de las palmeras y nada más. Al llegar al portón sobre la
entrada flotaba una cámara
de televisión. Antes de tocar la puerta, la verja se abrió por sí sola.
Los esperaba
un guardia de gran estatura que portaba un rifle; uniformado de blanco y con
una boina color rojo. Tenía
grandes bigotes estilo Káiser
Wilhelm y una prominente nariz aguileña. Los hizo entrar de inmediato haciendo
hincapié en la seriedad de la visita y en la sospecha de que
en cualquier momento alguien los pudiera descubrir. Muhammad habló unas
palabras en arábico
y otras en farsi con el guardia; en cualquier caso Mitya no entendió una
palabra: no hablaba ninguno de los dos idiomas.
El amo y
señor de la casa, Mohamed Tagizadeh, era un individuo de baja estatura, de
cuerpo rotundo con una gran barriga donde acostumbraba descansar sus manos con
los dedos entrelazados cuando se disponía a pronunciar un discurso o a
empezar una conversación importante. Se peinaba el pelo con vaselina, todo
peinado hacia atrás;
era obvio que se lo pintaba con henna, que le daba un color violáceo, pero las raíces eran blancas. Cuando hablaba,
tenía
la costumbre de separarse de su interlocutor, establecer algo así como un perímetro que denotara el respeto que
merecía
su personalidad de gran eminencia. La cara la tenía picada por la viruela, la nariz
era un gran tubérculo, como una batata o un pepino; su voz era
gruesa y gutural y parecía
emanar del fondo del ombligo de aquella barrigona.
Entonaba sus
oraciones con el ritmo de un clérigo, algún sermoneador de fama
extraordinaria; de hecho era un doctor en medicina, catedrático jubilado de la universidad de
Teherán.
Su mente habitaba en un paraje situado entre el Tigris y el Éufrates,
vivía
en el pasado, se negaba a mirar la fecha del día de hoy. Su calendario se había detenido en 1970, hablaba del
Shah Reza Pahlavi como si apenas lo hubiera visto el día de ayer, como si no hubiera
muerto. Sea como sea, de alguna forma, Mohamad había encontrado en Lahijian un sitio
de reposo y tranquilidad para pasar su tercera edad rodeado de esposas y
sirvientes. Acostumbraba a tener la mesa puesta, esperando visitas de altos
dignatarios del Shah que por supuesto nunca se materializaban. Le interesaba
mucho la historia y era versado en la poesía de Gibran Khalil Gibran. Recitaba
de memoria largos pasajes del poeta así como páginas enteras del Corán para entretener a sus visitas o a
sus propios sirvientes, según fuera el caso.
Adentro había
un paraje de amplio jardín,
una vereda de piedra laja y, al final del empedrado, una fuente. Por allá dentro caminaba suavemente un pavo
real. Al acercarse al frente de la casa, una dama de blanco les hizo señas de que
pasaran. Muhammad y Dmitry se miraron uno al otro, repararon en su aspecto tan
desagradable después de tres días de navegación, se avergonzaban
de entrar en esas condiciones.
Se abrió la puerta principal. Mohamed Tagizadeh salió y
abrió los ojos enormemente al ver de cerca los dos metros de estatura y la
corpulencia de Dmitry; un verdadero Goliat. Entraron a la estancia. Dmitry
debió agacharse para atravesar el dintel.
Rompió el silencio el doctor. Primeramente se retiró
varios pasos para tomar su distancia y en su voz muy grave e impresionante les
dedicó un profundo “Saalam Aleikum".
En una salita
de estar les sirvieron una bebida de té Chai, en vasos de porcelana. También
un servicio de pistachos y dátiles como leve aperitivo. Dmitry estaba en silencio. El
doctor pronunciaba un gran discurso en farsi al cual Muhammad simplemente asentía con la cabeza, sin decir palabra.
Declaró el doctor que siempre había querido hacer algo importante por
la causa del Islam. En su mundo de fantasía estaba llevando a cabo una obra sagrada
al salvar a ese supuesto mártir del jihad, a Dmitry. La dama de blanco los
llamó a pasar a sus aposentos para que se asearan y usaran unas vestimentas
limpias que les había
preparado.
Una vez aseados,
pasaron al comedor. Los aguardaba una elegante mesa con aromas exóticos. La
cena fue una delicia de manjares: arroz con almendras y pasas en paprika,
cordero al horno, espadas de carne de novillo a las brasas, pan horneado en
casa. La mesa tan abundante dejó satisfechos a los viajeros. El doctor le dijo
confidencialmente a Dmitry que era dueño de una compañía
naviera.
—Te
voy a mandar a Colombia en un buque petrolero. Así se acaban tus preocupaciones. Estoy
seguro de que mis amigos de Medellín pueden apreciar a un
guardaespaldas como tú.
Tienen muchos negocios en América.
Al terminar
la cena, el doctor despidió con mucha emoción a los visitantes. Les recitó sus surat
favoritas del Corán a manera de bendición. Le entregó en secreto una bolsa de monedas de oro a Mitya
para que sufragara sus necesidades en el camino. Luego hizo unas caravanas
salameras y le dijo adiós,
—Hamdel Allah, Hamdel Allah, Allahu Akbar.
(Continuará).
Giorgio Germont estudió medicina en la
UACH, ejerce su profesión en Estados Unidos. Ha publicado tres novelas: Treinta citas con la muerte (2005), Dos miserables entre la luz y la oscuridad,
(2011). Ambas recibieron sendos galardones como finalistas de los concursos USA
BEST BOOK AWARDS en los años 2007 y 2011 respectivamente. Las versiones en
español de la primera, titulada Mis
encuentros con la muerte y la segunda con el mismo nombre se publicaron en
2012 por Editorial Perfiles. En 2016 publicó su novela Rayo azul.
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