El
secreto de Olga
Novela
Por
Giorgio Germont
Capítulo 30. El séptimo
infierno
Beslan,
segundo y tercer día del asedio. Septiembre 3, 2004. Durante
el día se oyó el rumor de que alguien importante se disponía
a visitar la escuela y entrevistarse con los así llamados “boyviki”. Era el ex presidente de Ingushetia, Aslan Aushev, un personaje
reconocido, quien hacía esa visita en son de paz. Después de múltiples negociaciones, los boyviki accedieron a soltar
rehenes en señal de buena voluntad. Fueron liberadas 26 personas. Eran mujeres
con sus pequeñitos en brazos; las madres se alejaron corriendo del edificio, afuera
las esperaban sus familiares y cientos de vecinos que aplaudían
el momento feliz. Se les veía hambrientas y sudorosas, vestidas
con ropas ligeras, los bebés deshidratados, exhaustos.
Aushev
dio a entender que era una muestra muy positiva por parte de los terroristas y
auspició que el Kremlin les daría una respuesta positiva. Cuando el
ex mandatario terminó su visita y trató de establecer comunicación con la cúpula
rusa, no tuvo éxito en lo más
mínimo. No le contestaron sus
llamadas.
Al
ver la actitud de silencio de los rusos, los terroristas no dejaron a nadie
tomar agua ni probar bocado. Pokolnikov perdió la paciencia y estrelló su
celular en el piso. Llamó de nuevo a la directora y le ordenó que hiciera
llamadas telefónicas al Kremlin y a la jefatura de Gobierno de Ossetia del
Norte. La maestra regresó de su oficina con una noticia poco alentadora.
—Nadie contesta el teléfono,
ninguno de los dos números responden.
Ese tres de septiembre, cuando cayó en cuenta de
que las negociaciones
entre los rusos y Shamil Basayev
se estaban desmoronando, Mitya decidió salvar al hijo de Mikhailovna, el
pequeño Soslan. Corrieron juntos atravesando el patio de la escuela y luego lo
levantó en peso. Llevaba al niño sobre las espaldas, iban directamente hacia el
portón, todo estaba silencio cuando de pronto los lanzallamas rusos explotaron y
alcanzaron su blanco; el techo del gimnasio. Las bombas incendiarias penetraron
através de las ventanas
donde estaba toda la gente amontonada. El corrió hasta la salida, el chico se sujetaba de sus hombros.
Vio de pronto tres fantasmas vestidos de negro que tumbaron la puerta y
entraron al patio. Reconoció los uniformes
del escuadrón Alfa. Dos de ellos corrieron de paso y
uno se detuvo a acosarlos. Puso al niño en el suelo y le disparó dos veces al ruso con la Makarov.
El primer balazo le dio entre las cejas. El hombre dio un giro sobre
su eje como si fuera un ave malherida, como un pajaro con un ala rota. Se desplomó en el piso
apenas a tres pasos y daba giros en el suelo, agonizando. El segundo comando se regresó, los
vio de frente y les apuntó con la Kalashnikov justo al momento en que Mitya
sujetó y desvió el cañón. La descarga explotó. Aún podía ver el visage del
soldado Ruso que les disparó a boca de jarro. La cara iluminada del soldado era como una migraña que le taladraba el
cerebro, las centellas lo dejaron ciego, las explosiones le
reventaron los tímpanos, Aun así, empujo la boca del rifle automático a la vez que tomó al
soldado de la chamarra. El arma vomitaba fuego, Mitya sintió un puñetazo en su ojo izquierdo, se
impulsó sobre el soldado y
lo tiró al piso, cubriéndolo con su propio
peso, lo aprisionó contra el
polvo. Con la mano derecha lo pescó del cogote, apretando la manzana de Adan. Tenía el cuerpo del comando contra el piso. Se
concentró con toda su fuerza y sintió el crujido de la garganta. Le fracturó la laringe y siguió sin soltarlo. El hombre se
desvaneció por un instante y luego le vino
un salvaje ataque de patadas y manotazos a lo loco.
El soldado buscaba hambriento una bocanada de aire, siquiera un
suspiro. Dmitry lo soltó. El soldado escupió saliva con sangre, se sentó, se tomó la garganta como si se ahorcara el
mismo. Trataba de tomar aire pero se ahogaba en su propia sangre. Profirió
estertores de desesperación y quejas profundas desde el corazón “Agghh...ahhhmm...” sin
poder respirar. Entonces le vino un vómito de sangre y vodka, una mezcla apestosa a
jugo de bilis y licor. Se desplomó muerto. Mitya volteó y pudo ver detrás el cuerpo maltrecho de Soslan que
se movía en espasmos lentos de agonía, su cabeza se convulsionaba de un
lado a otro. Apreció entonces el boquete en la
cara del niño, el ojo izquierdo era la boca de un volcán de color negro, la camisita blanca, ensangrentada. ‘Dios mío, mató a Soslan...’. Se acerco a él, se puso de rodillas y lo levantó
en sus brazos. Cuatro
comandos entraron corriendo por la
puerta. Uno vio a su camarada muerto y se detuvo, los otros tres se lanzaron a
gran velocidad hacia los
edificios.
Desde el piso, Dmitry tomo la bota del soldado y de un jalón lo tiró al suelo. Sintió en eso un culatazo
salvaje en las costillas. Un disparo violento le estalló a Mitya junto al oído, sintió que su brazo izquierdo se movió como
arrastrado por un poderoso ventarrón.
Mitya estaba medio
ciego, miraba la camisa
sangrienta de Soslan. Tiró del
pantalón del comando y lo enganchó en un abrazo del oso. Con sus 150 kilogramos
de poder lo tenía sujetado firmemente, tenían entre los dos el cañon del rifle. El
comando perdió el dedo del gatillo. La barba de Mitya estaba justamente rozando la
nariz del soldado, lo miraba directamente
a los ojos. Fue una movida muy agil, como en sus entrenamientos de lucha greco romana, la que hizo
Dmitry. Con una mano lo jaló y se colocó directamente detrás del soldado. Pero ahora
estaban los dos de pie. Mitya le sacaba totalmente una cabeza de altura al comando alfa.
Le puso el brazo derecho en el cuello y se dejó caer para atras trayéndo consigo el peso del soldado
sobre su propio cuerpo. Ahora lo apretó y lo apretó en el cuello sin dejarlo
respirar, ahogandolo en una tenaza
mortal. Lo tomó del
casco, lo movio un instante a la derecha y luego lo torció salvajemente a la izquierda.
Las vertebras del cuello dieron un crujido pavoroso. Le doblo la cabeza y lo dejó así, con el cuello torcido, agonizando, encima de él, como una gallina
descabezada. El soldado
manoteaba pero estaba herido de muerte. Mitya lo tenía encima como parapeto contra las
balas. Esperó unos minutos hasta que dejó de moverse. Le pareció una eternidad.
Mitya dio un último vistazo incrédulo al cadáver de Soslan y se puso de
rodillas junto a él. Solamente le
quedaba una cosa que hacer, era correr. Y corrió y corrió y corrió. Al cruzar
el dintel del portón estaba una Gazelle estacionada en la banqueta, la caja vacía. Mitya se subió y se recostó un
momento en el piso del vehículo militar. Tenía solamente dos tiros en la recámara. La makarov era su seguro, su único destino. Los había guardado para darse un tiro en la
sien.
De pronto estallaron tres bombas incendiarias más en los edificios y una gran llamarada se levantó al
cielo, humo negro
mezclado con lumbre. El Gazzelle empezó a rodar hacia adentro, lentamente, rumbo a los edificios de la escuela.
Mitya saltó, se metio la pistola bajo el cinturón y sosteniendo su propio brazo
izquierdo corrió como un venado. Iba agachado, doblado sobre sí mismo, pegado a la
barda de la escuela. Corrió tan
rápido que en un instante
llegó al final de la Komynterna-skaya. Los vehiculos militares avanzaban a gran
velocidad, dispuestos a tomar sus posiciones a la entrada de la escuela. Dmitry
se refugió detrás del tronco de un Mirto muy grande. Miró con
su único ojo bueno a su
alrededor para decidir por donde
avanzar. Ahí estaba, apenas a diez
metros, una casita, del barrio humilde que rodeaba la
escuela. Cruzó la calle, le dio una patada a la puerta y entró en un instante, la
volvio a cerrar. Tomo dos respiraciones y grito “Chto,
Chto” No hubo respuesta, la
vivienda estaba
sola.
El ruido de la batalla era como de explosiones de fuegos artificiales, cohetes y
buscapiés explotando afuera.
Se escuchaban armas ligeras. Las kalasnhnikovs, con sus descargas ritmicas,
daban sus “ra tas tas tas”. De vez en cuando se escuchaban explosiones, tal
vez una granada o una bazooka. Era una escena del infierno, un pandemonio.
Mitya sabía a ciencia cierta
que cada minuto que permaneciera inmóvil se acercaba al momento de su captura o
se acercaba al momento de su muerte por suicidio. El brazo le ardía mucho. En la semi oscuridad, se
dirigió a la parte de atrás de la vivienda y
descubrió una portezuela de madera con una aldaba. Abrió la puerta y se
encontró en un jardincito privado con plantas y macetas. La pared del fondo daba por
una puerta a un
callejon. Se acercó, dio vuelta a la manivela y se abrió. Mitya avanzó despacio por la calle, no quería llamar la atención. Un vez que pasó
de la kominzkaya que colinda con el distrito
de riego del rio Terez, se topó con una muchedumbre que apesadumbrada y a la
vez despavorida se iba acercando a la escuela. Eran padres de famila,
campesinos, gente del diario, obreros. Nadie le dio importancia verlo a el, un
gigante entre los liliputienses. Estaban en un estado de shock
absoluto, incrédulos del infierno que se había desatado en Beslan. El tranquilo pueblito parecía un frente de
guerra. Al cruzar el distrito de riego, la calle estaba
desierta. Desde ahi, Dmitry reconoció el edificio del gimnasio, donde tantas
veces asistió a sus entrenamientos pre olímpicos.
Se acercó al edificio, estaba
vacío y cerrado pero de
ahí ya conocía muy bien todos los caminos y las
veredas. Sabía que atrás de la linea de
departamentos habitacionales del gobierno, estaba un rancho
y campos de trigo y sorgo. Huertas de naranjas, ganado. Estaba ya en las
afueras de la ciudad, tierras de
cultivo. Había grandes abedules y
pinabetes. Se había escapado. Lo comprendió al fin dando un
gran suspiro. Tomó la ruta que le era conocida, corrió y corrió varias horas como un loco entre los
sembrados y los arbustos. Se sabía de memoria todas
las veredas, habían sido las rutas de su
entrenamiento a campo traviesa. Le dolían los pies. Las vacas estaban ahí pero los rancheros no daban la cara,
nunca había visto ese rancho tan desierto, los animales solos. A lo lejos se podía detectar perfectamente la posicion de la
escuela: un hongo de humo negro
continuaba subiendo entre las nubes, el espectro de la muerte flotaba languidamente, amo y señor de Beslan.
Amaneció
fría la mañana después
de todas las muertes; apenas si pudo pegar ojo. A las 05:00 Mikhailovna se
preparó un té;
diez minutos después se dirigió hacia la ribera del
Terek, de pasada tocó la puerta y Tatiana salió de inmediato. Ddobrejah outra, se abrazaron las dos; enredadas en un suéter
y una pañoleta se dieron prisa para llegar a la escuela. Los soldados estaban
cambiando sus guardias, había cientos de vecinos que habían
pasado la noche entera en las aceras, durmiendo en el suelo, aguardando a que
finalmente se diera la lista de los fallecidos. El día
anterior había sido testigo de encuentros muy emotivos de los afortunados
que sobrevivieron. Los heridos fueron transportados a los hospitales. La
inmensa proporción de la tragedia apenas empezaba a asentarse en las
mentes, era un infierno.
Durante
la mañana las brigadas médicas llegaron vestidas con batas
blancas, guantes y mascarillas quirúrgicas. Se dieron a la tarea de
recoger restos de las víctimas. Los empleados y empleadas de la cuadrilla
tenían los ojos llenos de lágrimas,
el olor a carne quemada y podredumbre era insoportable. El techo y los marcos
de las puertas todavía tenían algunos hilillos de humo de lo
que fue el tremendo incendio. Las paredes del gimnasio mostraban los boquetes
que los tanques habían abierto en la pared, había
ladrillos desmoronados en el piso.
Las
madres que perdieron sus familias iniciaron una lista de sus desaparecidos, los
soldados a las 11:00 de la mañana hicieron la primera lista oficial y la clavaron
en un pizarrón. Un agente del gobierno de Ossetia levantaba un censo con los nombres
de todos los desaparecidos. Mikhailovna aguardó en su turno en línea
llorando como todas las demás hasta que pudo anotar con su
propia mano Soslan Tomacz Sobolov, justo al lado del número
156.
Era
septiembre 4. Así pasó
el día entero, los camiones con tropas entraban al patio
de la escuela y recogían cargas de restos humanos en bolsas negras de
hule. Se fueron alejando poco a poco, para llevarlos a una morgue temporal que
se fabricó en el aeropuerto estatal, la pista aérea
en la capital de Ossetia, Vladikavkaz, a 30 kilómetros de Beslan.
(Continuará).
Giorgio
Germont estudió medicina en la UACH, ejerce su profesión en Estados Unidos. Ha
publicado tres novelas: Treinta citas con
la muerte (2005), Dos miserables
entre la luz y la oscuridad, (2011). Ambas recibieron sendos galardones
como finalistas de los concursos USA BEST BOOK AWARDS en los años 2007 y 2011
respectivamente. Las versiones en español de la primera, titulada Mis encuentros con la muerte y la
segunda con el mismo nombre se publicaron en 2012 por Editorial Perfiles. En
2016 publicó su novela Rayo azul.
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