El
secreto de Olga
Novela
Por
Giorgio Germont
Capítulo 34. Una enigmática sonrisa
Después
de que vieron a la pareja de rusos en el caserío del aeropuerto, David y Clarissa volvieron
al hotel a planear qué hacer. Pasaron la tarde discutiendo
sin lograr decidir nada. David propuso que salieran a respirar aire puro, estaba
como un demonio encerrado allí. Él
tomó el volante, manejó por media hora, se dirigió directamente a la línea del condado y compró dos
botellas de vodka y dos paquetes de cerveza. Regresaron al cuarto, pasó la
tarde, comieron unos bocadillos.
David
empezó a tomar y le vinieron a la mente todas las cosas que había hecho para ayudar a Olga. Se
imaginaba que el esfuerzo que hizo era como haber escalado una gran montaña,
como si al llegar a la cima sudoroso y agotado se hubiera encontrado un mensaje
escrito expresamente para él. Una hoja doblada bajo una
piedra. Al leer ese papelito el mensaje imaginario rezaba: “¡Lárgate al diablo David!”
—Vamos ya, Clarissa, ¡déjame
ir a hablar con esa desgraciada! —exclamó
David exasperadamente.
—Estás loco.
David
agitaba las manos mientras le decía:
—Te juro que esa bribona me debe una explicación.
Ahí tiene mi auto, me robó el dinero y
la cartera y me dejó varado sin misericordia. Estos desgraciados rusos ahora me
van a escuchar. Vamos, anda.
Abrió la puerta y se dirigió al auto, no
había
poder humano que lo detuviera. Clarissa no tuvo más remedio que acceder, pero con la
condición de que manejaría
ella. Salieron del hotel a las 11:00 de la noche y se volvieron al aeropuerto.
David
y Clarissa llegaron a cincuenta metros de la cabaña. Se estacionaron detrás de unos arbustos al margen de la
brecha que conducía
al callejón Cypress. Con los binoculares David observó el entorno y era
evidente que ahí estaban
adentro. El Mercedes Benz color negro y el Toyota Corolla se encontraban
estacionados en la esquina de la calle Cypress y la avenida Emerald, frente a
la cabaña. La choza destartalada eran en realidad dos casas móviles pegadas
hechas de paneles despintados de madera y aluminio. El porche de la entrada tenía un techo en declive. Un farol
amarillento alumbraba dos escalones de madera. Clarissa hizo un intento de
disuadir a David de no acercarse más.
—Te vas a meter en un lío muy gordo ¿No viste el tamaño del
hombrón? ¡Ese
fortachón nos va a matar! ¿Por qué no le dejas esto a la policía? Que ellos lo resuelvan.
—No señor. Esto me lo van a explicar a mí en persona. Así contestó
David con mucha autoridad, pues ya se había bebido unas cervezas, y continuó:
—Ahora me explican todo. Según parece está secuestrada pero la veo feliz y
sonriente junto a ese monstruo. No señor, ya me cansé de
ser bueno. Esto lo vamos a discutir como gente civilizada.
—¡Como gente civilizada! —subrayó exasperada Clarissa—. Estás loco, ¡ese tipo es un matón!
—Ahora me van a oír esos dos y me van a dar la cara —dijo él
golpeándose
la mejilla con el revés de los cuatro dedos de la mano—, es lo menos que pueden hacer. ¡Qué me den la cara!
Alejado
unos veinte metros observó la cabaña por los binoculares. Se encendió una luz y
a través de la ventana David pudo identificar a Olga quien
gesticulaba y gritaba mientras discutía con alguien que no estaba a la
vista. Si David hubiera estado presente en el dormitorio, si David hablara ruso
hubiera escuchado y comprendido la escena. Con voces exasperadas la pareja
sostenía
una acalorada discusión. El hombre le había preguntado que cómo lo pudo
encontrar en su escondite remoto, en Jasper. Ella respondió que Boris Rostov lo
había localizado a
través de un portal de mercenarios. Mitya se negaba a aceptar
la explicación. Olga increpaba a Mitya acerca de los hechos de aquellos días en Beslan, en agosto y
septiembre del 2004.
—Explícame una vez más que pasó con mi hijo, quiero saberlo
todo. ¿Por qué lo mataste?
—Ya te dije que yo no lo maté.
Lo mataron los rusos. ¿Recuerdas cuando te fui a ver ese martes por la tarde,
cuando te hice el amor apasionadamente? Te deseaba con ansias porque sabía que al día siguiente ya iba a estar muerto.
Era mi última
ocasión de estar contigo.
—¿Tú
piensas que me hiciste el amor?
Puerco salvaje, me violaste. Eso fue lo que hiciste. Eso no fue hacer el amor.
Me golpeaste la cara, me dejaste amoratada.
—Perdón,
lo siento mucho. Fue un día
de emociones muy fuertes y estaba bajo órdenes estrictas del mariscal de no
decir nada.
—Las órdenes de ese asesino a mí no me importan. Tu mataste a
Soslan, por tu cobardía,
con tu silencio.
—Yo no lo maté, yo traté de
salvarlo. Cuando vi que las cosas emperoraban me lo cargué en
la espalda lo llevé a la puerta para escapar. Justo en
eso empezó el ataque de los tanques rusos. En el fuego cruzado Soslan recibió
ese balazo, ya casi estábamos
a salvo.
—Tú lo podías haber salvado tres días antes Mitya ¡Monstruo salvaje!
Me debías
haber alertado o al menos debías haber tenido la hombría de morir ahí adentro tú mismo junto con Soslan y con esos
asesinos, tus cómplices.
—No fue culpa nuestra. Los rusos se negaron a
dialogar, ellos fueron los que le dispararon a la escuela y a la gente, con sus
lanzallamas.
—Silencio, no digas una palabra más. Tú y tus compinches introdujeron los
explosivos a donde había
tantos niños inocentes, a sabiendas de que ponían a los rusos en una situación
imposible de resolver sin derramar sangre. ¡Estúpidos! ¿Acaso
pensaban que Putin los iba a dejar salir en libertad como si no hubiera pasado
nada? ¡Estúpidos! ¿Cómo pudieron ser tan crueles y tan
estúpidos?
Eso
discutía
la pareja cuando David avanzó rumbo a la cabaña y le dijo a Clarissa:
—Aquí quédate tú si
quieres.
Clarissa
lo siguió de cualquier forma. David repetía su discurso en voz alta, lo que
pensaba reclamarle a ella.
“Esto es una burla, primero me dices que me quieres,
que te vas a casar conmigo, vives en mi casa tres meses, y de la noche a la
mañana te secuestra este ruso barbudo y juntos me roban mi auto, y me dejan en
la calle como un idiota. No señor. Esto es una burla. ¡Ahora me van a escuchar
a mí!”
Apenas
dijeron sus labios las últimas
palabras, David subió los dos escalones del frente, tocó enérgicamente
dos veces y se puso las manos en jarras. Clarissa estaba dos pasos atrás de él,
temblorosa, le corría sudor frío
por la frente. Se escucharon ruidos adentro de la cabaña y se encendió la luz
de la sala. David tocó la puerta con fuerza una vez más. Alguien abrió. Una cadena de
seguridad dejó la hoja de madera entreabierta. Por el estrecho resquicio
apareció la cara desencajada de Olga, con una palidez asombrosa. Se llevó la
mano derecha a la cara, un solo ojo desorbitado miró fijamente
a David.
—Boshe Moi, David ¿Qué haces aquí?
Ella
temblaba de pánico. Vestía un sedoso chemisse de color rojo revelando sus senos.
—¿Y
esa prenda? —dijo
David furioso—.
¿Por qué andas vestida con la ropa que yo te regalé? ¿No te da vergüenza? ¡Traidora!
Ella
alzó los hombros con indiferencia y se alzó el corpiño. David se percató de que tenía un ojo amoratado.
—¿Qué es esto? Mira tu cara. ¿Qué está
pasando Olga?
—No te importa —gritó ella—. Un error muy grande tú venir aquí.
Más vale te retiras de inmediato, por
tu propio bien.
David respondió al instante.
—Yo no me muevo de aquí, quiero una explicación y que me
devuelven mi carro y mis cosas.
Se
escuchó de pronto un rugido, era como una explosión proveniente de la habitación.
—Olen'ka, shto?
Entra
en escena la bestia. Era un grandulón de
más de dos metros,
vestía
calzones cortos y una camiseta sin mangas, los músculos parecían reventarle la ropa, una vena muy
inflamada le corría
por la mitad de la frente. Tenía los pelos largos hasta los hombros, un cabello que
parecía
de alambre y una hirsuta barba. Fijó la mirada en David y luego en Olga y les
dijo en ruso:
—¿Hah,
schto?
David
le contestó con firmeza.
—Esto es un asunto privado que nos concierne
solamente a Olga y a mí.
El
hombre empujó a Olga y de un manazo arrancó la cadenilla de seguridad, la hoja
de madera se abrió de par en par. A pesar de su tamaño, era muy ágil; en un instante se aproximó a
David, lo tomó de la solapa y lo levantó en vilo. David abrió la boca para
decir algo pero el hombrón lo metió a la choza y lo estrelló en la pared. El
cuerpo de Davidoff rebotó en la pared y cayó estrepitosamente al piso de
linóleo. El hombrón aguardó un instante y apenas David empezó a moverse lo
atacó en el piso con una patada salvaje en la cara y luego en las costillas. El
impacto causó que el torso de la víctima rotara sobre su eje como un títere. David quedó inconsciente boca
abajo. Olga salió corriendo a la habitación. Clarissa estaba agarrada
fuertemente del marco de la puerta, sin entrar, sin respirar, paralizada, observando
la sangre que empezaba a brotar de la nariz de David.
El
monstruo estaba parado encima del cuerpo de su víctima, esperando cualquier movimiento
para seguirlo castigando. Un fogonazo deslumbró a Clarissa, se escuchó tremenda explosión. El cuerpo del gigante voló
medio metro y cayó al suelo aplastando la humanidad de David contra el piso, un
manchón de sangre apareció en la espalda. Se escuchó un segundo disparo y se
estremeció de nuevo el hombre. Olga, pistola en mano, avanzó hacia ellos y a
boca de jarro le disparó una vez más, en esta
ocasión en la nuca. El olor a pólvora era insoportable, los tímpanos de Clarissa parecían haberse reventado. Estaba sorda.
Un tremendo chillido inundaba su cerebro, Olga dio un profundo suspiro y volteó
a ver a Clarissa, quien trastabilló hacia adelante para liberar a David de la
masa sangrante y pesada de aquel hombre que agonizaba. Lo tomó de las manos y
del pelo, se le mancharon los dedos de sangre. Logró con gran esfuerzo
arrastrar a David y liberarlo del tremendo peso. Al despertar David, lo
aguardaba una escena infernal. Todo era silencio.
—Mataste a tu amigo... Olga, ¿qué significa todo esto?
—¿Mi
amigo? Este salvaje no era amigo de nadie —Olga lanzó un escupitajo al suelo—. Este es un cerdo checheno, un
terrorista. Me golpeaba, se aprovechó de mí y luego asesinó a mi hijo... —su voz se quebró por un momento— Este demonio mató a
mi Soslan.
—¿Quién
es? —preguntó Clarissa con una voz
apenas perceptible—.
Los vimos juntos ayer, él te besaba, lo abrazaste. ¿Era
tu novio?
—Este miserable es el terrorista fugitivo Dmitry
Bajanjan. Yo lo conocía en Beslan, éramos
amigos. Este cerdo entraba en mi casa, comía en mi mesa, gozaba de mi cuerpo y
no le interesó salvar a mi hijo. Este maldito no merecía estar vivo.
Olga
dio un paso atrás
y se recargó en la pared.
—Ahí está ya, lo maté.
Dio
un gran suspiro, tenía
el arma de Mitya en la mano. David se incorporó y le preguntó:
—Ahora qué vas a hacer, Olga, en cualquier
momento llega la policía,
de seguro alguien escuchó los disparos.
—A mí qué me
importa —contestó la rusa.
—Te van a deportar. Seguro que vas a la cárcel.
—Yo no voy a cárcel. Yo me escapa.
—
¿A dónde vas a ir? —preguntó David.
Olga
se irguió medio desnuda en el centro de la
sala con la mirada perdida en la distancia. El negligee de seda roja que dejaba entrever todos sus atributos femeninos y el
ojo amoratado le daban un aspecto ridículo y desolado.
—No voy a ninguna parte —gritó ella—. Yo hace años que ya estoy muerta. Ya cobré mi
venganza. Era todo lo que anhelaba. Tan solo de pensar en la muerte me siento
feliz. La muerte, que dulzura, voy a ver a mi Soslan.
Una
enigmática
sonrisa se dibujó en sus labios y en el acto se llevó el cañón del arma a la
boca, cerró los ojos y jaló el gatillo. En la explosión y la luz deslumbrante
se derrumbó su cuerpo como se derrumba un edificio demolido. Una llovizna de
sangre pintó el techo y la pared de rojo. En el suelo desplomada, moribunda,
respiraba con el estertor de sus últimos suspiros.
Clarissa
marco el número 911.
—Policía —dijo la operadora—.
¿Tiene una emergencia?
—Ha ocurrido una balacera cerca del aeropuerto en la
calle Cypress. Hay dos muertos.
—¿Usted
se encuentra bien? No cuelgue el teléfono. ¿Hay algún
herido, requiere ambulancia?
Clarissa
escuchó un golpe y volteó a la izquierda. David se había desmayado, presa de espasmos epilépticos,
estaba tirado en el suelo, escupía sangre y espuma por la boca.
—¡Sí!
—dijo ella— ¡Envíe una ambulancia de inmediato!
Giorgio Germont estudió medicina en
la UACH, ejerce su profesión en Estados Unidos. Ha publicado tres novelas: Treinta citas con la muerte (2005), Dos miserables entre la luz y la oscuridad,
(2011). Ambas recibieron sendos galardones como finalistas de los concursos USA
BEST BOOK AWARDS en los años 2007 y 2011 respectivamente. Las versiones en
español de la primera, titulada Mis
encuentros con la muerte y la segunda con el mismo nombre se publicaron en
2012 por Editorial Perfiles. En 2016 publicó su novela Rayo azul.
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