Literatura para niños
y mercado editorial
Por Luis Kimball
En una típica
conversación en el aire de facebook, unos amigos comentaban un reciente
artículo de Luis Miguel Aguilar publicado en el periódico La razón el 13 de noviembre de 2012: “El principito en otomí, donde el autor critica el famoso libro y lo
tacha de cursi y mentiroso. Raúl Aníbal Sánchez Vargas, quien suele escribir libros
para niños, usando el típico sistema de ataque de vencer al adversario con su
propio impulso, alza una respuesta: “Bueno, se responde él solito: ‘Una
corriente de opinión, una escuela crítica, una forma de leer y un éxito de
ventas impusieron que El principito
era un libro sabio’. Y eso es más de lo que muchísimos libros pueden presumir,
y que pocas veces reúnen esas tres condiciones. Por otro lado, se traduce al
otomí para que los niños otomíes lean un clásico que reúne esas tres condiciones,
no para su regocijo. Además la presunción de sabiduría del libro es un añadido
cultural posterior, no una condición necesaria para acercarse al libro, que no
deja de ser un relato para niños”. Más adelante Andrés Espinoza Becerra sube
otra respuesta, refiriéndose al mercado: “Los libros para niños de lo que
carecen es de un escaño valorativo en el mundo de la vendimia literaria y
carecen también de apoyo a sus creadores”. En ese momento decidí entrar en la
tertulia.
Estimado Andrés:
considero la vendimia un proceso festivo, de origen distinto a la fiesta del
llamado capitalismo cultural. Los libros para niños son buen negocio para
libreros y editoriales, tanto que hay suficientes tópicos de heroicidad
educativa para promover su difusión. Supongo que a quienes los fabrican, los
autores, les falta apoyo, como a casi cualquier otra larva de princesa.
Se usa decir que la literatura no tiene género –masculino o femenino, para adultos, para niños–, y eso es difícil de creer cuando se refiere a creaciones constitutivas de las culturas que podríamos conocer; sin embargo, la corriente literatosa reconoce sin mayor reticencia la literatura infantil –una que por cierto no es creada por niños– y no se detiene ni para aclarar: “dirigida a público infantil”, el cual no es un público imbécil, aunque sí en formación. Así que a pesar de todo algunos conceptos de un género bien definido se van haciendo posible.
Se usa decir que la literatura no tiene género –masculino o femenino, para adultos, para niños–, y eso es difícil de creer cuando se refiere a creaciones constitutivas de las culturas que podríamos conocer; sin embargo, la corriente literatosa reconoce sin mayor reticencia la literatura infantil –una que por cierto no es creada por niños– y no se detiene ni para aclarar: “dirigida a público infantil”, el cual no es un público imbécil, aunque sí en formación. Así que a pesar de todo algunos conceptos de un género bien definido se van haciendo posible.
Recuerdo libros que
fueron dirigidos a público infantil desde el inicio por su estrategia de
mercado; un ejemplo: Cómo nació la abeja,
de Ted Hughes, pero pocos he visto de esa calidad. No me parece que logren esa
condición Julio Verne, Emilio Salgari, o J. R. Tolkien en sus famosos relatos de
ficción, pues resultan iterativos, conservadores incluso para su época, de más
ingenio que genio y a veces –caso de los tres acusados– construidos en una
forma de plano infantiloide. Los de Verne, además, se plagan de datos
cientificistas inexactos que habrían sido remendables si el autor hubiera
consultado fuentes que ya existían en su tiempo. Apenas fue algo visionario con
el aislamiento de Nemo, como evolución social del individuo.
De bodrios ya mucho
más rescatables, que entran más bajo la etiqueta de literatura juvenil, dónde
hay escritos de buena contextura, destacaron también en las ventas los
zafarranchos de Alexandrei Dumas, que al menos nos aproximan cómoda y
detalladamente a un buen periodo de la historia de Francia. Pero al fin, en
medio y en el principio, como lo denuncia Viscency, todo para en trancazos o
espadazos y otros pocos etcéteras similares. Los lectores asiduos que conozco,
claro, los cuentan entre sus lecturas de amorosa nostalgia y por eso supongo
que por empatía quisieran defenderlas. Yo leí todos los de Mallorquí, pero de
la cantidad de gente que los tuvo entre sus favoritos, apenas unos cuantos
continuaron el camino de otras o más nutritivas lecturas.
Seguro que El principito no es Zoroastro, sino más
bien un personajito ruso traslapado en plástica a un escenario del desierto,
símbolo antiguo de la sabiduría necesaria, la requerida para sobrevivir en
condiciones adversas.
Decir que está sobrevalorado,
subvaluado, y demás, lo único que señala es nuestra visión progre. Estoy
creyendo, claro, que las obras escritas están mejor valuadas que valoradas. La
valuación viene estrategias de publicidad y la demanda que resulta al final; al
menos los últimos 150 años la dinámica del mercado escinde o pertrecha la
importancia de lo producido. La valoración es diferente: esta sale de criterios
convencionales o convencionalizados (cuando se hacen tendencia).
Decir lo justo de una
obra sería la opción que sigue, y todo juicio de valor guarda sus
incongruencias: cuando solo se prefiere a un autor, desvaloramos a un público. Y
en esto cabe también la estima, la crítica impresionista, desde luego.
No es tan difícil
entender que hace 35 años se leía mucho un Principito,
con resabios a Og Mandino, como años antes, al menos en Francia, con un twist
de Romaind Rolland. Quizá hoy habrá de leerse un Principito indi o pop. Pero le pasa lo mismo a Beatriz Viterbo, solo
por mencionar a otra de las muchas afectadas.
No es muy difícil El principito en ese contexto y
preguntarse cómo encaja con Cartas a su
madre, Vuelo nocturno, Ciudadela o Correo del sur. Se ve en ellos cómo al margen surgen bonitos
cuaderno de notas. El Principito, novedosamente
viril, poco afectado y afrentado, resalta más las cualidades femeninas en
escritura y factura que era tendencia en los autores franceses de la época. También
parece más temerario –debe uno decir al citar a un aviador de 1925– ante lo
cursi. Supongo que el corte le quedaba claro: propio del hombre íntegro,
continental y patriota, románticamente filosófico y al cabo, positivo, como
casi cualquier ideal eurocentrista de entreguerras.
De aquella literatura
dirigida primordialmente a los niños y rara vez lograda, escapan obras tan
bellas, como el Diario de un niño,
pero también con unas cargas de mermelada de la abuelita del albañil recién
accidentado sobre el último pan de lágrimas de la desposeída familia que ¿quién
podría olvidar?
Un detalle: al mercado
de libros para niños –donde, editor, escritor, librero, educador y padres de
familia son la parte imperdible de esta cadena de consumo formativa–, no le
sobran escrúpulos: los meten entre pastas con ilustración y los mismos
sentimientos de incomprensión que sufrió Oliver Jeffers en la primaria, y hacen
una aterradora literatura moralizante que se vende muy bien.
Noviembre 2012
Luis Kimball nació
en Chihuahua en 1974. Vivió en Chihuahua, en Veracruz, en la ciudad de México,
y ahora reside en Querétaro. Hizo estudios universitarios que no le
satisficieron. Se interesa en el conocimiento y escribe desde joven, ha
publicado en la revista Solar y en Manual del desierto. Es coautor del
poemario Luna de hiel para tres, y
autor de Puros de amor. Ha
participado en la coordinación de espacios culturales y actualmente coordina el
taller literario Escritura al día.
No hay comentarios:
Publicar un comentario