El
secreto de Olga
Novela
Por
Giorgio Germont
Capítulo 31. Escape
Nazran,
Ingushetia. Federación
Rusa. Septiembre
5, 2004. Apenas
Mitya dejó de ver las afueras de Nazran, se topó una bodega muy grande, un
granero. Decidió descansar un poco antes de llamar a Mustafá. Abrió la puerta del granero; el olor a estiércol
era inconfundible. Las vacas se agitaron por su presencia y su olor; empezaron
a mugir inquietas; era olor humano a sangre, a feromonas de adrenalina, de
animal en fuga, asediado. En la oscuridad, se agachó a a tientas y localizó un
balde lleno de agua. Se llenó la barriga y volvió al monte. Se sentó en el tronco de un árbol a esperar la madrugada.
Hizo una llamada.
El
celular sonó.
—Marhaba.
—¿Quién eres? —preguntó la voz ríspida de un viejo.
—El todopoderoso no carga en un hombro más peso del que puede soportar.
—Ah, qué bueno, Hamdel Allah —replicó Mustafá—. ¿Estás herido?
—Sí.
—Iremos por ti. ¿Traes
cola?
—No.
—¿Qué tan lejos estás?
—Puedo lanzar una roca y pegarle a las puertas,
occidente de la ciudad.
—Dame tus coordenadas.
—40.409 grados norte, 49.866 grados este.
—Ahí estaremos. Vamos por ti en treinta minutos.
Sintió que pasaron horas desde que
enganchó y apagó el teléfono.
A la distancia, pudo ver una luz que se acercaba cada vez más, mientras amanecía. Al principio eran apenas unas
lucecitas como de cocuyo y se fueron haciendo grandes paulatinamente. Era un
camión de carga. Se pasó un kilómetro y dio una vuelta en equis en
una vereda. Dmitry se quedó desconcertado.
Se escondió bajo las ramas de un huisache, se
enredó en las hojas y permaneció en silencio. Las aves trinaban sus buenos días en las copas de los álamos, escuchó el sonido de un
animal que se arrastraba, un gato o tal vez un jabalí que estaba entre unos matorrales. Y
luego emergió de ahí,
primero las manos y luego los codos:
—Marhaban Alan... —se oyó apenas un susurro— Maarhabn Aalan...
Él contestó con un chiflido muy suave. Las manos y los codos
se arrastraron por el matorral y un joven vestido de gris le dijo:
—Hay una patrulla rusa apenas al otro lado de aquella
hilera de árboles —apuntó al norte—. Ahora sígueme.
Se
tiró al suelo y juntos se arrastraron como serpientes para salir de un paraje
desierto. La maleza se volvió más densa; poco a poco se pusieron en pie y echaron a
correr. Llegaron donde el camión los estaba esperando. Dmitry sacó la pistola
de su satchel, en caso de que fueran emboscados. Hamid, que así se llamaba el flaco de gris, dio un
chiflido y la puerta de atrás del camión se abrió. Un hombre con turbante estaba
esperándolos.
—Marhaban, Aalan...
Los
dejó entrar agazapados en la troca. Cuando se subió, dos puertas se abrieron en
el piso del camión dejando ver un compartimiento secreto apenas más grande que un ropero. Dmitry se
metió con dificultad. Mustafá estaba en la cabina y los apresuraba.
—Vamos, vamos, que no hay tiempo, ¡ahí vienen los militares!
Al
cerrar las puertas del piso, Mitya tocó la puerta y abrió de nuevo. Era el camión
del pan. El olor ahí era
embrujante. Dmitry les pidió
una hogaza de pan de ajonjolí y cerró la puerta detrás de sí dando la primera mordida al manjar
que les había
arrebatado. De inmediato se pusieron en marcha rumbo a Bakú.
—Hamdel Alah —los hermanos de la cofradía
Wahabbi ya lo tenían a salvo
en su seno—. Hamdel Allah.
Eran
las cuatro de la mañana. Había
soportado los tres días
más
terribles de su vida y ahora se bamboleaba de lado a lado por la marea, estaba
agotado. Mustafá lo
había
montado en el navío
de un hermano llamado Muhammad. Era un beduino auténtico
que había
abandonado el desierto para dedicarse a ser pirata y mercenario. Navegaban los
dos en las aguas del mar Caspio en un destartalado dhow,
un navío de diez metros de eslora, casco de aluminio, con
un compartimiento secreto bajo la borda para cargar contrabando. Lo impulsaba
un motor Evin rude fuera de borda de noventa caballos de fuerza pero a la vez
era un velero. Portaba plegada una vela cuadrangular con un mástil flotante para navegar en
silencio o ahorrar combustible. El navío era muy versátil, muy popular entre los piratas
del siglo XXI. Muhammad sujetaba el timón bajo un techo de lona. Vestía un caftán que alguna vez fue blanco pero
ahora era de un color ocre, brilloso por la grasa, el sudor y la llovizna. Se
tapaba la cabeza con una pañoleta de cuadros blancos y negros, enredada y
sujeta en el cuello.
La
marea y un dolor de cabeza fue lo que hizo despertar de su pesado sueño a
Dmitry, temblando de frío.
El escape del motor de gasóleo y la pestilencia de unas sardinas que estaban
bajo la borda le causaron un conato de vómito. El beduino fijaba su vista hacia
la proa sin reparar en ningún otro detalle. Mitya escupió todo por encima de la
borda y le asaltó la duda de qué tan lejos estarían de tierra firme; una existencia
marinera no era su elemento. En la oscuridad la marea batía el casco con violencia, los
vientos procedían
del suroeste. Sintió respeto por la fuerza inmesurable del mar. Trataba de
refugiarse bajo una mampara de madera, estaba enredado en unas velas y una
cobija hecha con sacos de ixtle cosidos a mano, pero no había cobija que fuera capaz de cubrir
la enorme humanidad de Dmitry “Mitya” Bajanajan, quien era un hombre extremadamente
corpulento; no en vano conocido por algunos como La bestia. Sus pies sobresalían del cobertor. Tenía costras de sangre seca entre los
dedos, había
huido a pie más
de cuarenta kilómetros en una marcha forzada entre la maleza toda la noche,
después de la batalla. De vez en cuando un ventarrón
inclinaba el dhow muy
duro hacia estribor y una lluvia marina le bañaba la cara. Podía sentirla en los labios secos, su
barba mojada goteaba salmuera. Aun así, el paseo en bote era como la
gloria comparado con la travesía que había hecho escondido dentro de la
pequeña camioneta del pan. Se había sentido entonces peor que si
estuviera dentro de un féretro, enterrado en vida en él.
Ahora tenía
los ojos en el firmamento, veía miríadas de estrellas y nubes, sentía la brisa del mar con su olor a
peces; todo eso le daba en la madrugada una sensación de una gran libertad. Podía llenar los pulmones plenamente.
Le gritó al capitán.
—Chto, kak daleko okt porta (Oye,
¿qué tan
lejos está el
puerto?)
El
beduino lo ignoró. Tenía
una pipa encendida entre los dientes, le brillaba la barba húmeda y sus ojos estaban fijos en un
arrecife espumoso que se encontraba al frente. Dmitry divisó de pronto luces en
la costa. Se fueron acercando y cada vez tomaban dimensiones más inmensas. Era un castillo de
luces relucientes que parecían espejos, como los reflectores de una feria, parecía
un edificio de mil diamantes en la oscuridad del mar. Era un espectáculo digno de verse. Mitya le
preguntó:
—Muhammad, ¿qué es eso, es Bakú?
El
capitán
seguía
ensimismado sin responder. Mirando a las nubes, se podían divisar las constelaciones en
esa noche tan clara: las Pléyades,
Hércules, Orión salieron a mirar el trayecto de los marinos.
Sintió mucho frío.
La madrugada estaba arreciando con una brisa que le llegaba a los huesos. No
podía
encontrar posición alguna en la que pudiera descansar.
Muhammad
se dio vuelta y apuntó con el dedo a donde los castillos de luz.
—¡Neft daslari! —le gritó—.
¿Qué es?
—Nef Daslari, el pozo de petróleo más grande y más viejo del mundo. La ciudad de las
plataformas de petróleo.
El
capitán
se volvió de nuevo a la popa, ajustó el timón unos grados a babor y aceleró las
revoluciones. El cansado armatoste tosió dos veces en la neblina de la
madrugada y prosiguió hacia el sur apenas rozando las costas de Azer baijan,
alejándose
de Bakú en
su camino hacia Teherán.
Eran dos insectos a merced de la inmensidad del lago más grande de la tierra; 40 grados al
norte, 50 grados al este. Esa fue la medición que arrojó el compás del localizador global de Mitya.
El celular de Muhammad timbró mientras Mitya dormía profundamente. El sol del mediodía los azotaba sin misericordia. La vela desplegada hacia la proa temblaba suavemente; el Evin rude estaba dormido.
El celular de Muhammad timbró mientras Mitya dormía profundamente. El sol del mediodía los azotaba sin misericordia. La vela desplegada hacia la proa temblaba suavemente; el Evin rude estaba dormido.
—Shd qfnudg1, —dijo el interlocutor— wjbxgwefgbg,
iughb.
—Salaam aleikum —le contestó el capitán.
Una
breve conversación en Farsi.
Mitya
despertó y lo sorprendió la
cercanía
de la costa,
—¿Qué pasó, a dónde vamos?
Muhammad respondió.
—Cambiaron los planes. No se puede llegar a Teherán hoy; nos detectaron los rusos, hay
un plan B.
Vamos a parar en Lahijan, allí nos van a hospedar. Nos viene a recoger un auto al
muelle.
(Continuará).
Giorgio Germont estudió medicina en
la UACH, ejerce su profesión en Estados Unidos. Ha publicado tres novelas: Treinta citas con la muerte (2005), Dos miserables entre la luz y la oscuridad,
(2011). Ambas recibieron sendos galardones como finalistas de los concursos USA
BEST BOOK AWARDS en los años 2007 y 2011 respectivamente. Las versiones en
español de la primera, titulada Mis
encuentros con la muerte y la segunda con el mismo nombre se publicaron en
2012 por Editorial Perfiles. En 2016 publicó su novela Rayo azul.
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