El
secreto de Olga
Novela
Por
Giorgio Germont
Capítulo 28. Premeditación, alevosía, ventaja y crueldad
Septiembre
1o, 2004. Beslan, Departamento
de Ossetia-Alanya Rusia. 07:00 am. Beslan
bregaba adormilado en su pereza matutina. Es un pueblito de la república de Ossetia del Norte y se
encuentra 110 kilómetros al oeste de Grozny, un reducto aislado de población
predominantemente cristiana. Septiembre primero, en Rusia es llamado también El día del conocimiento; es cuando se da inicio al ciclo
escolar. Esa mañana del 2004 las celebraciones ya habían dado su comienzo. Una muchedumbre
se encontraba reunida en la escuela número Uno de Beslan, dispuestos a
llevar a cabo las celebraciones que durarían todo el día para honrar el comienzo de un
nuevo ciclo escolar.
A
la 07:30 de la mañana entraron al concurrido patio de la escuela un vehículo de transporte militar y una
furgoneta Gazelle cargando un contingente de individuos camuflados y
fuertemente armados. Sigilosamente se situaron en el perímetro y descargaron sus
ametralladores al aire para dar comienzo a lo que ellos mismos anunciaron era
un secuestro. Eran en total treinta y tres terroristas, en su mayoría de origen checheno, con explosivos
y armamento de tipo militar. Vestían disfraces color negro o ropas de
comando, algunos portaban cinturones explosivos de los que usan los mártires suicidas del movimiento islámico del Jihad. Los atacantes
cerraron las puertas y tomaron por la fuerza a 1,200 individuos. Eran padres y
madres, maestros y alumnos. De inmediato liquidaron a quien opuso resistencia
al ataque. Condujeron a esa multitud al gimnasio de la escuela y allí los dejaron cautivos. Eran
supervisados por miembros armados del mismo grupo. El mandamás, un individuo que se llamaba
Pokolnikov, daba instrucciones a viva voz. Dirigían a la gente hacia el gimnasio de
la escuela. Decomisaban teléfonos celulares y dictaban en voz
alta que se debía
guardar silencio. Un voluntario de entre la muchedumbre, de nombre Ruslán, se dio a la tarea de traducir
las instrucciones al dialecto ossetio. Pokolnikov se aproximó al individuo y le
dio un tiro en la frente. Ruslán se desplomó en el patio de la escuela.
A
las 09:30 de la mañana las fuerzas policiacas de la localidad y algunos
miembros de la milicia rusa acordonaron la escuela e impidieron la entrada de
los habitantes locales que al escuchar la noticia se dirigieron de inmediato a
asistir a sus familiares que estaban adentro del gimnasio. Los militares rusos
impidieron absolutamente la entrada a la escuela.
La
segunda guerra ruso-chechena ya había cursado cinco años, desde su inicio en 1999. El dirigente del
movimiento separatista checheno, Shamil Basayev, anunció en redes cibernéticas
islamitas que el asedio en Beslan era obra suya; una estrategia para presionar
la retirada de los rusos de la otrora independiente república de Chechenia.
Hubo
largas horas de silencio y luego el pediatra doctor Leonid Roshal, quien fue
solicitado por los terroristas, fungió como vehículo para iniciar la negociación
entre las dos partes a las 16:30 del primer día. Mientras tanto, en el gimnasio
el calor era tan insoportable que hombres, mujeres y niños, todos, se quedaron
en paños menores. Los comandos quebraron las ventanas para que corriera el
aire.
Se
confiscaron todos los teléfonos celulares. Fueron separados
hombres y mujeres en filas. Con el objeto de prevenir un motín, fueron ejecutados de inmediato
diecinueve hombres de la concurrencia. Los cadáveres de esos varones fueron lanzados al
patio a través de una ventana del gimnasio. No tenían los comandos para ofrecer a los
rehenes ni víveres
ni bebidas. La escuela estaba ya totalmente rodeada por la Militsia, la FSB, la
Spetsnaz, el grupo ALPHA, organismos paramilitares de seguridad pública.
Esa
mañana, Mikhailovna se había quedado en casa por vergüenza, para que no vieran en su cara
los golpes que Mitya le había propinado el día anterior. Había despedido a Soslan con un beso en
la frente. “Te
vas a divertir mucho cariño,
hazle caso a Valentina. Adiós,
te quiero”. Lo besó y lo empujó por la puerta. Valentina se los llevó a la
escuela. A las 9:30, ella estaba lavando trastes en la cocina cuando oyó un
grito de una voz de mujer y golpes insistentes en la puerta.
—Abre la puerta, abre...
Al
abrirla se encontró con la cara consternada de una vecina de la misma cuadra,
Tatiana, una mujer de edad madura:
—¿Ya
supiste lo que está pasando?
¡Hay un problema en la escuela!
Tatiana
ni siquiera comentó nada acerca de la cara amoratada de Mikhailovna.
—¿Qué pasa? Ahora voy, dame un minuto.
Fue
a su habitación y al pasar por el ícono se persignó.
—Dios mío... ¿Qué está
pasando?
Mikhailovna
se puso su pañoleta se enredó en un suéter y salió por la puerta como alma
que lleva el diablo.
—Vámonos, vamos.
Eran
unas doce cuadras de su casa a la escuela. Las dos mujeres corriendo se acercaban
por la avenida Ulitsa Nartovskaya en donde ya se acumulaba una gran cantidad de
gente. Oyeron ruido de carros y unas sirenas de ambulancia. Al torcer la
esquina en la Ulitsa Kominyterna, Tatiana y Mikhailovna se encontraron con dos
policías
portando Ka- lashnikovs. De inmediato las detuvieron y les impidieron el paso.
—¿A dónde van?
—¿Qué está
pasando? Quiero ver a mi hijo. —dijo
Mikhailovna.
—La zona está cerrada, está prohibido el paso.
El
policía,
un sargento muy alto de cara adusta les hizo saber sin duda alguna que era
imposible la pasada. Tenía órdenes estrictas.
—Si de verdad quieren ayudar, lo mejor es que se retiren
y nos dejen hacer nuestro trabajo. La situación ya está al cargo de las autoridades. Por
favor, atrás,
de aquí ya
no pasa nadie —se resistió el sargento.
Unos
empleados del departamento de basura, vestidos con overoles, arrastraban unas
barricadas de madera y acordonaban la calle. Un camión militar también había llegado y estaba estacionado a
media calle. Dos soldados de pie en la cama del camión lanzaban a la calle unos
rollos de alambre de púas.
Luego bloquearon el paso y apostaron una zona militar. Mikhailovna, muy airada,
le reclamó al policía.
—Yo de aquí no me muevo, tengo que ver a mi
hijo. ¡Mi Soslan está ahí adentro!
El
sargento volvió a donde ella y le gritó en la cara.
—¡Escuche
señora, tengo instrucciones estrictas de arrestar a cualquier quejoso que
altere el orden; más
vale que obedezca o si no se va a la cárcel!
Los
colores se le subieron a la cara a Mikhailovna. Se quedó muda y luego se fue
retirando con la mirada del policía. Los ojos del hombrón fijos en su
cara. Se reunió dónde
estaban otros parroquianos. La mayoría vestidos con ropas humildes, con
atuendos que declaraban que se habían salido de su casa al instante,
vestidas como estaban, con pañoletas, algunos en pantuflas o batas caseras.
Todos se alejaron del perímetro
de 50 metros que la policía exigía y se pusieron a esperar en la
acera. Enmudecidos, pálidos,
las mujeres temblaban, se abrazaban una a otra, rezando.
(Continuará).
Giorgio Germont estudió medicina en la UACH, ejerce su
profesión en Estados Unidos. Ha publicado tres novelas: Treinta citas con la muerte (2005), Dos miserables entre la luz y la oscuridad, (2011). Ambas
recibieron sendos galardones como finalistas de los concursos USA BEST BOOK
AWARDS en los años 2007 y 2011 respectivamente. Las versiones en español de
la primera, titulada Mis encuentros con
la muerte y la segunda con el mismo nombre se publicaron en 2012 por
Editorial Perfiles. En 2016 publicó su novela Rayo azul.
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