Pastel de fresa
Por Martha Estela Torres Torres
Después
de muchos meses lo encontré en una cafetería. El muy cínico me miró a los ojos,
se hizo pendejo y no me saludó; irritada por su indiferencia lo llamé
enérgicamente, lo que inevitablemente lo hizo voltear al sentir el impacto
sonoro de su nombre.
Me miró
con cara de incredulidad que no le iba nada bien, pero cuando identificó mi
sonrisa que antes le gustaba no tuvo más remedio que acercarse; entonces
jubilosa lo abracé como si hubiera pasado un siglo sin vernos y luego le ofrecí
asiento junto a mí, retiré mis libros y dejé un espacio para su comodidad. Me
dijo: “Es que espero a una amiga.” “Muy bien, Faustino —aclaré—, aquí la puedes
esperar, me marcharé enseguida”. Aceptó finalmente al comprobar que no había
mesas desocupadas.
Se
sentó como si le pesara el alma y no encontró nada importante qué decirme; preguntó
por nuestros amigos de aquel tiempo. Me limité a sonreír a pesar de la
dificultad que tengo para disimular mis emociones y de los nervios que ya me
empezaban a fallar al pensar simplemente que la vida me ofrecía la oportunidad
de utilizar el remedio que siempre traigo conmigo para provocar, si es
necesario, la muerte definitiva en las horas intolerables de ansiedad que a
veces arremeten contra mí desde que él me engañó.
Se
aproximó un mesero y le ofreció el menú. Dijo: “Tráigame café, por favor”. Sonó
su teléfono y contestó de inmediato, retirándose. Entonces pude con facilidad
extraer un pequeño salero del bolso y aplicar discretamente abundante regaliz
en polvo sobre la rebanada de pastel que aún no probaba.
Terminó
de hablar y regresó animado, incluso de verme y platicar, pero ya no tenía
caso, ya no valía el esfuerzo de aparentar lo que nunca sintió el desgraciado,
aun cuando el destino tendiera sus redes hacia mí, y conste que yo nunca busqué
una venganza, pero ¡las circunstancias siempre me favorecen!
—¿Gustas
pastel? —le dije cariñosa— está muy rico.
—Sí,
gracias, ¿y tú?
—Ya comí,
este es de mi amiga, pero la llamaron de urgencia y se fue —mentí como él
mentía.
—Ah, muy bien, gracias —me dijo el cretino
y glotón como siempre, pues de cuatro cucharadas se comió mi rebanada, dejandoalgunas
partículas adheridas ridículamente a su bigote canoso. Cuando creí oportuno me
incorporé, pensando en la fatalidad de su destino. Me daba pereza conocer los
efectos de cerca o verlo sucumbir ahí, en ese lugar de ensueño entre personas
elegantes y desconocidas.
Tomé
mis libros y me despedí, pero cuando avancéunos pasos escuché su voz inconfundible,
diciéndome:
—Espera,
Circe, debo decirte algo.
Regresé
despacio, arriesgándome de ser descubierta. Él agregó:
—Siempre
te he amado, te busqué mucho. No quise hacerte daño.
Al
escuchar esto, avance incrédula hacia la puerta con una lentitud
desacostumbrada.
—Demasiado
tarde, amor mío, pero tendrás tres o cuatro días de gracia —respondí en voz
baja al recibir de lleno la frescura de la noche. Me detuve a mirar
complaciente y satisfecha las estrellas más radiantes.
—Señorita,
la cuenta —me alcanzó el mesero.
—Llévela
al señor que aguarda en mi mesa.
Martha Estela
Torres Torres tiene licenciatura en letras españolas y maestría en humanidades.
Entre sus libros publicados están: Hojas
de magnolia, La ciudad de los siete puentes, Arrecifes de sal, Cinco damas y un
alfil, Pasión literaria y Árboles en mi memoria, Seis lustros de letras y La cólera del aire. Actualmente es
profesora de literatura en la Facultad de Filosofía y Letras y editora en la
Universidad Autónoma de Chihuahua.
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