Dónde
quedó la primavera
Por
Luis Nava Moreno
Lo
encontraron unos chiquillos, de pura casualidad.
Andaban
en el monte desde temprano, con su puñadito de chivas. Ya tenía muchos días
secándose al sol sobre una tierra blanca, arenosa, en lo alto de la lomita: era
un cuerpo descarnado, con hormigas descoloridas. Tenía un pequeño crucifijo
dorado que debió apretar entre sus manos apuñadas.
Quién
fuera, no era de por allí; en aquellas tierras tan vastas y tan pobres no hay
más que un que otro ranchito, y todos se conocen. ¿Quién era?
Cómo
saberlo, ya ni cara tenía.
Nadie
lo reclamó. Luego de los arreglos con las autoridades, fue sepultado en el
camposanto de la cabecera municipal. Sobre el montículo de la tierra pusieron
una cruz de madera sin pintura ni nombre.
Fue un
verano caluroso, días largos, días de puro sol, de tierra seca. Aún no llegaban
las primeras lluvias.
Entonces
se supo que doña Atanasia, una vieja solitaria, callada, comadrona y curandera,
iba a la Loma del Muerto y pasaba horas hurgando; con sus hábiles dedos cernía
la tierra y apartaba montoncitos en su amplio pañuelo amarillo con estampados
en negro. Termino a tiempo, dijo, antes de la primera lluvia.
Con el
agua creció la yerba en el lomerío, menos en la del Muerto: ni yerba, ni
hormigas; nada.
Fue
cuando les dio por decir que el hombre seguramente murió en pecado; una falta
tan grave que ni aún en esta orilla del mundo pudo ocultarse. Los chiveros, por
si sí o por sí no, apartaban a sus animalitos, no vaya a ser que coman del mal
y se mueren los inocentes.
―Habiendo
tanto lugar para morirse, por qué se le ocurrió aquí, doña Anastasia, ¿por qué?
Querían
que les quitara el miedo, pero ella no decía nada. Cerraba los ojos y
acariciaba con la yema de los dedos aquella tierra que no tocó la lluvia.
Llegó
el otoño. Atanasia recién terminaba de atender un parto. Era casi de noche
cuando salió al crepúsculo escarlata. Sintió un golpe intenso que le dolió en
todo el cuerpo, cayó de rodillas cruzando los brazos sobre sus pechos flácidos.
Después
de aquello, la gente murmuró preocupada que se iban a aquedar sin comadrona. Nada
ocurrió, solo comenzó a hablar sola, cosas de gente solitaria que envejece y
comienzan a brotarle voces.
En el
invierno, bajo un cielo de estrellas limpias y brillantes, Atanasia salió a
sentarse en su rinconcito de noche para dejar libres los gritos retenidos en
los sueños. Con una mano cernía despaciosa la tierra de la muerte, con la otra
frotaba una crucecita dorada.
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