Por Luis Kimball
No la
quise por su belleza impactante; la adoré.
Mi mamá
se fue una mañana fría, porque esas mujeres no están para las tonterías de los
hijos, ni para la debilidad de un hombre. Por ella aprendí a amar el banco de
los pobres que gastan hasta el último crédito en joyas por comprar un pedazo de
paraíso.
Nunca
pierdo la lluvia de la tarde cuando va prendiendo el alumbrado.
Ahora
comparto los cigarros con mi padre; los dos venidos a menos por cosas iguales.
Tomamos café en tazas beige sin adornos, fumamos en ceniceros de restaurant.
Donde debía haber sangre: hay veneno. Soporto la eterna calefacción que ya no
le entra a los huesos. Él y yo sabemos que los dedos muy finos no hacen más que
congelar en la caricia.
De mi
madre conservo el gusto por la esperanza que tiñe de oficio; por lo cruel, lo
malo y lo voluble; todo resignado en el gesto. Esta fue su herencia: un herraje
que hace del corazón un esclavo.
Con
Teresa pareció volver de un solo trago: llenó mi vida de cosas que hoy faltan.
Era como si la silueta de aquella mañana hubiera regresado a arroparme. También
hizo la noche como quien hace el mar, no solo más gris, sino profundo.
En sus
brazos delgados aprendí que lo que nos consume no es la pasión más viva, sino
el medio vaso. (Me quito el suéter mientras mi padre enciende otro cigarro).
Luis Kimball nació
en Chihuahua en 1974. Vivió en Chihuahua, en Veracruz, en la ciudad de México,
y ahora reside en Querétaro. Hizo estudios universitarios que no le
satisficieron. Se interesa en el conocimiento y escribe desde joven, ha
publicado en la revista Solar y en Manual del desierto. Es coautor del
poemario Luna de hiel para tres, y
autor de Puros de amor. Ha
participado en la coordinación de espacios culturales y actualmente coordina el
taller literario Escritura al día.
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