Arte de Alberto Carlos
Al diablo con los diablos
Por Alberto Carlos
Cuando era niño, me hicieron creer en el Diablo con
cuernos, cola, pezuñas y tridente. La imaginación y la demología de mi abuela y
mis tías, eternamente vestidas de negro, no daba para más. Llegue a creer que
el Diablo de la lotería era un retrato fiel del mismísimo Demonio, copiado del
natural por algún pintor exorcista y retablero. En mis pesadillas de niño me
perseguía el popular Diablillo, tridente en mano, con toda la mala intención de
ensartarme. El atentado nunca llegaba a realizarse, gracias a que despertaba en
el momento más álgido del acoso. Despertaba dando de gritos y bañado en sudores
fríos.
Con el tiempo y la “cultura”, (¿cuántas fantasías se
pierden en tu nombre?) la simpática figura popular se fragmentó en una diabliza
surtida y heterogénea. Lástima, porque aquel Diablito persistió en sus
persecuciones, pero yo le sacaba la lengua con irreverencia y burla, le ponía
trampas, me escondía por aquí y por allá para hacerlo rabiar a más y mejor
hasta obligarlo a decir ¡me doy! y la chocábamos como buenos camaradas del
juego de las escondidas.
Empezó a desbaratar mi fantasía ingenua un Diablo
catrín de no se qué procedencia. Luego vinieron los demonólogos de polendas
como Dante, Milton y Goethe a ponerle seriedad al asunto, seriedad un tanto
atenuada por “El ánima de Sayula” y un Diablo medio Charro, creación del Dr.
Atl.
Con estos y otros mil Demonios de cataduras diversas,
añoro mi Diablillo juguetón, el cual, de vez en cuando, vuelve a mis sueños de
adulto.
Pero ya no es lo mismo. Ahora nos despachamos unas
pláticas de café sobre política y teología, bastante aburridas, por más
acaloradas que pretendamos hacerlas. Las corretizas de antaño eran, con mucho,
más divertidas.
Esporádicamente sustituye a mi viejo amigo un Diablo de
“jalogüin” sin el clásico olor a azufre. Huele a puro supermercado y me deja
totalmente frío, sin ganas de hacerle jalón para romper hostilidades. Se trae
un juego bastante cretino y postizo. Se le nota a leguas la máscara de plástico
y no se sabe otra que gritarme ¡Quiero jalogüin, quiero jalogüin!
A veces me ha caído por aquí un Diablo arrogante y
fiero a pedir cuenta de mis actos. Lo he mandado al diablo, pues ni “Lolita” se
toma tamañas facultades. ¡No faltaba más!
Por otro lado, a los Diablos de las películas los han
satanizado tanto como la IP, provocando una total falta de confianza en su
capacidad diabólica. De plano, entre nuestros Diablos modernos tan fustigados
por exorcistas en tecnicolor y los Diablos de allende la cultura literaria, no
hay a cuál irle. No sé si es posible mandar al Diablo a todos los Diablos pero,
de ser posible, haría eso con todos y me quedaría con mi querido Chamuco de
lotería de feria pueblerina.
Mal que bien, mi chamuquito es fiel y, aunque ya se le
notan los años, sigue visitándome para nutrir mi diabólica nostalgia, para
enriquecer mis demoníacos sueños con charlas en las que recordamos los viejos
tiempos, cuando la competencia infernal no se desataba con tanta variedad,
cuando éramos él y yo protagonistas de nuestras propias aventuras.
Cuánto te extraño, mi querido Chamuco. No te destierres
de mis sueños. Vuelve de vez en cuando como hasta ahora, y mandemos al diablo a
todos los Diablos usurpadores de tu reino.
¡Qué diablos!
Alberto Carlos. Artista nacido en Fresnillo, Zacatecas,
avecindado en Chihuahua desde la infancia. Con medio siglo de trayectoria, su
vasta obra mural, escultórica y de caballete abarcó una diversidad de técnicas
y temáticas. Su natural inquietud y amplia cultura lo llevó a incursionar en la
literatura y el periodismo, en géneros como la poesía, el cuento, el ensayo, la
calavera, el epigrama y la columna, los cuales publicaba en periódicos como el
suplemento Tragaluz de Novedades de Chihuahua, El Heraldo de
Chihuahua, y en las revistas Tarahumara y Solar.
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