jueves, 26 de agosto de 2021

Viviana Mendoza Hernández. El café pendiente

 

El café pendiente

 

 

Por Viviana Mendoza Hernández

 

 

Amo ver que el vapor de la taza sube y se acerca a mi cara apenas lo suficiente para rozarla y desaparecer. Mis manos cálidas gracias al agua contenida en la porcelana no quieren separase, a pesar de que necesito soltarla para poder escribir. Los primeros sorbos fueron violentos, quemaron los labios y dejaron la lengua en un lamento que no le permitió saborear si había exagerado con las cucharadas de azúcar. Estoy en la cafetería de siempre pero ha pasado tanto tiempo desde la última vez que vinimos que ya no recuerdo, tan amarga es la mezcla de su marca o el punto del tostado que acostumbran usar aquí.  

¡Esta de veras amargo! Sabe a quemado y a un algo más, creo es el azúcar tratando de rescatar el alivio que sentí cuando vi esta cafetería abierta luego de tantos meses encerrados por miedo a llenar los hospitales de Covid.  

Tal vez me acostumbré al agua pintada que preparo en casa con el polvo barato que logro encontrar cuando salgo a comprar mandado. Siempre me fue difícil estar entre la gente y los meses de compras quincenales se quedan al pendiente de no estar demasiado cerca al agarrar productos, alejarnos de las eternas filas donde se platica hasta con los cubrebocas y las manos que no paran de moverse, lo mismo para hacer gestos que traduzcan lo que no permite la tela decir con claridad al tapar la voz y el aliento por donde escapan emociones y riesgos de contagio, acomodar los productos en las mesas de la caja esperando que esta vez sí haya quien ayude en el empaquetado.  

Es por la seguridad de los ancianos, repetían ante el peligro de un reclamo que venía lo mismo del cliente que del cerillo viejito encerrado en casa, aburrido y enfurruñado de sentirse desempleado.  

Te decía de los viajes al supermercado.  

Aprendimos que los mayores son veloces comparados a nuestras manos que apenas alcanzan a llenar una bolsa cuando ya todo lo demás está cobrado. Tardé semanas en ver que eran mejor las bolsas que se venden en lugar de las desechables. Son rápidas de abrir, no se desgarran a la primera que te equivocas cuando entre tus compras algo con esquinas.  

Lo del beneficio ecológico es cosa aparte. Sabes que me gusta el tema a pesar de que no he conseguido reducir mi huella tanto como recomiendan para que el planeta siga funcional otros cincuenta años.  

No estaremos para verlo, creo, espero. No quiero imaginarme tan vieja como los años señalan que estaré. Con todo y mi orgullo por las canas blanco y plateadas que dejé de pintar porque sale caro y al final a nadie le importa si uso pintura para este color que tan costoso les sale a las que olvidan que basta la paciencia para lograrlo.

La taza se enfría, disminuye el agua y ya llevo la mitad. ¿Medio llena? ¿Medio vacía? ¿Optimista o pesimista? Hoy no tengo respuesta ni creo que te importe que lo diga mientras te espero sabiendo que no llegarás.  

El mesero me mira desde la barra donde acaba de recoger otro plato pequeño, cuchara y taza en una mano, platito de pastel en la otra. Sonríe, amable, hospitalario, pero sé que esa sonrisa es un recordatorio, su propina suele corresponder al consumo y una taza de café no es más que unos pesos de cambio si es que no traigo exactamente el costo. Lo sigo con la mirada mientras pienso si me arriesgo a comer algo dulce con lo que queda del café o apuesto lo que queda en mi bolsillo por un té de algo con una rebanada de ese postre festivo que lleva a la mesa de un señor que apenas lo nota mientras lee algo en la laptop y habla con el celular a alguien que parece no escucharlo por cómo gesticula con una mano y su tono de voz sube como espuma.  

Tal vez creas que me refiero a una cerveza pero es un cappuccino el que llenó mi mente ahora que tengo el reto de pagar y huir, o quedarme y pedir algo extra.  

El último trago me convence de pedir el té y esa rebanada huérfana tras la vitrina de la barra donde el mesero ha regresado a calcular si se acerca a mi mesa con la nota o me manda otra sonrisa que desaparece de nuevo por el cubrebocas que cubre la mitad del rostro y sirve de anuncio publicitario con el logo de la cafetería.

El malabarista anota mi pedido, ve mis apuntes sin traducirlos y se lleva la taza sonora y danzante con el platito mientras evita que la mano de otro cliente choque con ellas.

El hombre de la laptop y la voz ascendente paga la cuenta directo en la caja, enjuaga con gel sus manos antes y después de pagar con una tarjeta de banco antes de retirarse dando el paso a una pareja con las manos enlazadas. El rechinido de la puerta me recuerda el maullido de un gato del rumbo que me permitió acariciarlo hoy en la mañana mientras se asoleaba. Los dos recién llegados y el gato tienen en común esa idea suelta de querer comentarlo mientras me arrepiento de pedir el té por el tiempo que tardará en calentarse el agua y cómo el espacio disminuye con cada nuevo parroquiano.  

Gel en las manos, la pareja elige antes de sentarse a unas mesas de la mía. La nueva precaución le desagrada a la chica porque sus manos quedaron resbalosas y le incomoda la duda sobre si la cafetería será tan higiénica como se promociona. Él le señala a la chica que está desinfectando la mesa donde estaba el hombre de la laptop sin saber de él más de un cruce de miradas. Eso apenas la calma antes de besarlo ahora que no trae cubrebocas a pesar de que todavía se teme a los contagios.  

Es complicado no juzgarlos. Condicionados como estamos a la distancia sana no soy la única que los mira con un toque de escándalo que no logra avergonzarla. Ha pasado demasiado desde esas primeras jornadas por la consciencia colectiva.  

Vuelve a maullar el gato en mi cabeza.

Entra otra persona, el cubrebocas envuelve su creciente papada mientras habla por teléfono y mueve los pies en el tapete sanitizante. El recién llegado se despide y guarda el celular apenas a tiempo de ser emboscado por el mesero para recordarle las reglas de salubridad y señalarle en envase con gel en una repisa a un lado de la entrada. El mesero busca dónde llevarlo, pero el hombre señala la mesa donde ya lo esperan sus amistades y la persona con quien hablaba.  

¡Nos tocó compartir un cumpleaños con esos desconocidos!  

Los enamorados sonríen con las manos unidas sobre la mesa mientras esperan sus bebidas; Una señora hace una mueca y pide la cuenta mientras critica con su amiga a los irresponsables que salen solo para infectar a los demás. El mesero vuelve a ser malabarista con el pastel sorpresa entre las manos y las sillas que rodean a un fastidiado cumpleañero preso del afecto en una emboscada cuando solo quería descansar.  

Esas fueron sus palabras mientras le decía a la persona que lo citó en el café que al fin había logrado encontrarlo luego de algunas vueltas en los callejones cercanos a la avenida que divide la ciudad.

—¡Pues ya nos tenías con el pendiente que te hubieras extraviado! —contestó una mujer con unos aretes que eran un reto para no enredarse con las correas del cubrebocas al ponérselo—, aunque tengo una idea de quién te habría ido a rescatar —concluyó con una risa aguda como de gallina al darle un codazo a la que había estado hablando con él.

La primera vez que te invité a venir sucedió algo parecido y casi me cancelas hasta que viste el mural con la frase que describe el café en letras blancas sobre la pared negra en la esquina del hotel que le da nombre a la cafetería y que se ve como los muebles de segunda mano que dan identidad a este lugar. Por suerte para mí, solo me acompañaban mi viejo cuadernos de notas y el tesoro canino que alguien dejó abandonado en la entrada de mi casa. Ninguno de los dos habríamos soportado semejante comentario esa noche. Admiro de verdad la paciencia del festejado.

Mi té se adelanta a los cafés de los enamorados y levanto el primer corte del pastel como si fuera un brindis al hombre semidormido que mira con gratitud y cansancio a los anfitriones parlanchines, felices de acompañarlo en un año más de estar sano a pesar del Covid y todo lo demás que ha pasado.  

¡Feliz cumpleaños a ti! ¡Feliz cumpleaños a tiii! ¡Feliz cumpleaños Francisco! ¡Feliiz cumpleaños a ti! corean en la mesa del festejo de manera que Francisco no tiene más oportunidad que levantarse en señal de agradecimiento, acercarse a apagar la vela que prendieron y sonreír apenado cuando alguien toma un poco de betún del borde del pastel para embarrarle la cara.  

Estoy comiendo pastel y bebiendo té una tarde fría de invierno en el espacio donde celebran el cumpleaños de un desconocido y la idea de un cuento loco donde se celebran todos los días porque un solo cumpleaños es aburrido aparece al pensar que debería irme y volver a la realidad. Incluso puedo verle cierta semejanza con un lirón al pobre celebrado.  

¿Te acuerdas que esa escena en el libro es un enredo que se metieron con el tiempo por una amenaza de la reina de corazones al Sombrerero? Creo que todos estuvimos en algo demasiado parecido a esa reunión del té donde lo mejor que podías hacer era cambiar de asiento porque el tiempo los dejó atrapados en la hora del té.  

Hice el gesto al mesero para que me trajera la cuenta justo cuando los invitados empezaron a entregar los regalos y comentar los detalles de cada uno.  

—Perdón que no sea tan ingenioso como los demás y solo te pueda dar esta tarjeta —comentó el de mayor edad mientras se acercaba queriendo dar un abrazó que Francisco rechazó cruzando los brazos mientras hacía una reverencia—, espero que esto te sirva para darte un gusto hasta que volvamos a vernos  —dijo antes de sentarse con ayuda de otro que apoyó su mano a media espalda mientras alcanzaba el respaldo.  

Mientras eso sucedía, Francisco tuvo la precaución de sacar solo la parte decorada con el clásico pastel de colores y alguna frase gastada, comentó acerca de lo que escribió quien resultó ser uno de sus profesores de cuando era estudiante universitario, y guardó el sobre envolviéndolo con la tarjeta en el bolsillo superior de su saco.  

El mesero llegó con mi cuenta. Al sacar el dinero que había presupuestado en el riesgo que tomé al pedir el pastel me encuentro con unos billetes pegados al fondo del bolsillo. Volteo al pizarrón donde tienen el menú a la vista de quienes llegan directo a la caja y veo el más pequeño con el dibujo de la taza rosa con un corazón arriba y los números con fechas. Casi siento el click de las ideas encajando dentro de mi cerebro.

¿Te acuerdas que hace unos años se puso de moda dejar pagado un café para la gente sin recursos? Era la idea de poder compartir esa sensación de estar a salvo y ser valorado con ese calor que primero se extiende en las manos y va circulando por el resto del cuerpo al beberlo. Eso todavía estaba en el pizarrón del café y me pareció extraño porque poco a poco fue siendo abandonado el concepto.  

Le pregunté al mesero si esos números eran porque todavía estaba activo el Café Pendiente o solo era un recuerdo de los tiempos previos al Covid.  

—Ya habíamos dejado de participar, pero poco antes de que tuviéramos que cerrar de nuevo a finales del año pasado ocurrió algo extraño. Alguien dejó un sobre en la entrada con el mismo dibujo pero diferente color, una carta y un montón de billetes. La carta nos explicaba que ese dinero era por los cafés que se quedaron pendientes para esa persona que ya no podría venir por la cuarentena —dijo mientras hacía una seña a otro cliente de dónde estaba el gel de manos—. Si alguien podía darnos algo semejante a los cafés que se hubiera tomado, nosotros podemos darles a los que se quedaron sin recursos los cafés que no habríamos podido preparar sin el apoyo de nuestros clientes antes y después de las cuarentenas.  

El maestro le dio a Francisco el dinero que podría servir para que él consiguiera algo que quería o necesitaba. La persona que dejó el sobre que seguramente se mezcló con anuncias de ofertas y cuentas pendientes en la entrada del café quiso compartirles el bien que había recibido ese tiempo. El dinero en mi bolsillo podía guardarlo para esperarte o compartir con alguien el café pendiente que tenemos desde hace un tiempo, que se puede extender más de lo que mi bolsillo pueda conservarlo.  

Le pedí al mesero que anotara mi cooperación con lo que me alcanzara en cafés después de tomar su propina. Tuve que adivinar su sonrisa, aunque los ojos brillaban y casi desapareció entre las mesas cuando me distraje con las plantas de la ventana antes de salir.  

Ese era otro cambio importante entre las personas en todo el mundo, cuando no pudieron compartir su tiempo directamente con quienes formaban sus vidas, aprendieron a compartirlas hasta con las plantas, fue la ola verde en todas las ciudades con los jardines interiores y los huertos caseros. Te escribo ahora en casa, viendo el árbol de Navidad y sus hipnóticas luces extrañando al terco de mi perro que murió poco antes que el mundo se detuviera y sin saber cómo terminar esta carta que quiero enviar mañana por si acaso cierran las oficinas de nuevo por otra alerta sanitaria.

 






Viviana Mendoza Hernández es licenciada en letras españolas por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Escritora, periodista y fotógrafa, ha publicado la novela Buscando una vida normal y numerosas colaboraciones literarias en varios medios. Actualmente es reportera gráfica para varios medios digitales e impresos.

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