El
café pendiente
Por Viviana Mendoza Hernández
Amo
ver que el vapor de la taza sube y se acerca a mi cara apenas lo suficiente
para rozarla y desaparecer. Mis manos cálidas gracias al agua contenida en la
porcelana no quieren separase, a pesar de que necesito soltarla para poder
escribir. Los primeros sorbos fueron violentos, quemaron los labios y dejaron la
lengua en un lamento que no le permitió saborear si había exagerado con las
cucharadas de azúcar. Estoy en la cafetería de siempre pero ha pasado
tanto tiempo desde la última vez que vinimos que ya no recuerdo, tan amarga es
la mezcla de su marca o el punto del tostado que acostumbran usar aquí.
¡Esta
de veras amargo! Sabe a quemado y a un algo más, creo es el azúcar tratando de
rescatar el alivio que sentí cuando vi esta cafetería abierta luego de tantos
meses encerrados por miedo a llenar los hospitales de Covid.
Tal
vez me acostumbré al agua pintada que preparo en casa con el polvo barato que
logro encontrar cuando salgo a comprar mandado. Siempre me fue difícil estar
entre la gente y los meses de compras quincenales se quedan al pendiente de no
estar demasiado cerca al agarrar productos, alejarnos de las eternas filas
donde se platica hasta con los cubrebocas y las manos que no paran de moverse,
lo mismo para hacer gestos que traduzcan lo que no permite la tela decir con
claridad al tapar la voz y el aliento por donde escapan emociones y riesgos de
contagio, acomodar los productos en las mesas de la caja esperando que esta vez
sí haya quien ayude en el empaquetado.
Es
por la seguridad de los ancianos, repetían
ante el peligro de un reclamo que venía lo mismo del cliente que del cerillo
viejito encerrado en casa, aburrido y enfurruñado de sentirse desempleado.
Te
decía de los viajes al supermercado.
Aprendimos
que los mayores son veloces comparados a nuestras manos que apenas alcanzan a
llenar una bolsa cuando ya todo lo demás está cobrado. Tardé semanas en ver que
eran mejor las bolsas que se venden en lugar de las desechables. Son rápidas de
abrir, no se desgarran a la primera que te equivocas cuando entre tus compras
algo con esquinas.
Lo
del beneficio ecológico es cosa aparte. Sabes que me gusta el tema a pesar de
que no he conseguido reducir mi huella tanto como recomiendan para que el
planeta siga funcional otros cincuenta años.
No
estaremos para verlo, creo, espero. No quiero imaginarme tan vieja como los
años señalan que estaré. Con todo y mi orgullo por las canas blanco y plateadas
que dejé de pintar porque sale caro y al final a nadie le importa si uso
pintura para este color que tan costoso les sale a las que olvidan que basta la
paciencia para lograrlo.
La
taza se enfría, disminuye el agua y ya llevo la mitad. ¿Medio llena? ¿Medio
vacía? ¿Optimista o pesimista? Hoy no tengo respuesta ni creo que te importe
que lo diga mientras te espero sabiendo que no llegarás.
El
mesero me mira desde la barra donde acaba de recoger otro plato pequeño,
cuchara y taza en una mano, platito de pastel en la otra. Sonríe, amable, hospitalario,
pero sé que esa sonrisa es un recordatorio, su propina suele corresponder al
consumo y una taza de café no es más que unos pesos de cambio si es que no
traigo exactamente el costo. Lo sigo con la mirada mientras pienso si me
arriesgo a comer algo dulce con lo que queda del café o apuesto lo que queda en
mi bolsillo por un té de algo con una rebanada de ese postre festivo que lleva
a la mesa de un señor que apenas lo nota mientras lee algo en la laptop y habla
con el celular a alguien que parece no escucharlo por cómo gesticula con una
mano y su tono de voz sube como espuma.
Tal
vez creas que me refiero a una cerveza pero es un cappuccino el que llenó mi
mente ahora que tengo el reto de pagar y huir, o quedarme y pedir algo extra.
El
último trago me convence de pedir el té y esa rebanada huérfana tras la vitrina
de la barra donde el mesero ha regresado a calcular si se acerca a mi mesa con
la nota o me manda otra sonrisa que desaparece de nuevo por el cubrebocas que
cubre la mitad del rostro y sirve de anuncio publicitario con el logo de la
cafetería.
El
malabarista anota mi pedido, ve mis apuntes sin traducirlos y se lleva la taza
sonora y danzante con el platito mientras evita que la mano de otro cliente
choque con ellas.
El
hombre de la laptop y la voz ascendente paga la cuenta directo en la caja,
enjuaga con gel sus manos antes y después de pagar con una tarjeta de banco antes
de retirarse dando el paso a una pareja con las manos enlazadas. El rechinido
de la puerta me recuerda el maullido de un gato del rumbo que me permitió
acariciarlo hoy en la mañana mientras se asoleaba. Los dos recién llegados y el
gato tienen en común esa idea suelta de querer comentarlo mientras me
arrepiento de pedir el té por el tiempo que tardará en calentarse el agua y cómo
el espacio disminuye con cada nuevo parroquiano.
Gel
en las manos, la pareja elige antes de sentarse a unas mesas de la mía. La
nueva precaución le desagrada a la chica porque sus manos quedaron resbalosas y
le incomoda la duda sobre si la cafetería será tan higiénica como se
promociona. Él le señala a la chica que está desinfectando la mesa donde estaba
el hombre de la laptop sin saber de él más de un cruce de miradas. Eso apenas
la calma antes de besarlo ahora que no trae cubrebocas a pesar de que todavía
se teme a los contagios.
Es
complicado no juzgarlos. Condicionados como estamos a la distancia sana no soy
la única que los mira con un toque de escándalo que no logra avergonzarla. Ha
pasado demasiado desde esas primeras jornadas por la consciencia colectiva.
Vuelve
a maullar el gato en mi cabeza.
Entra
otra persona, el cubrebocas envuelve su creciente papada mientras habla por
teléfono y mueve los pies en el tapete sanitizante. El recién llegado se
despide y guarda el celular apenas a tiempo de ser emboscado por el mesero para
recordarle las reglas de salubridad y señalarle en envase con gel en una repisa
a un lado de la entrada. El mesero busca dónde llevarlo, pero el hombre señala
la mesa donde ya lo esperan sus amistades y la persona con quien hablaba.
¡Nos
tocó compartir un cumpleaños con esos desconocidos!
Los
enamorados sonríen con las manos unidas sobre la mesa mientras esperan sus
bebidas; Una señora hace una mueca y pide la cuenta mientras critica con su
amiga a los irresponsables que salen solo para infectar a los demás. El
mesero vuelve a ser malabarista con el pastel sorpresa entre las manos y las
sillas que rodean a un fastidiado cumpleañero preso del afecto en una emboscada
cuando solo quería descansar.
Esas
fueron sus palabras mientras le decía a la persona que lo citó en el café que al
fin había logrado encontrarlo luego de algunas vueltas en los callejones
cercanos a la avenida que divide la ciudad.
—¡Pues
ya nos tenías con el pendiente que te hubieras extraviado! —contestó una mujer
con unos aretes que eran un reto para no enredarse con las correas del
cubrebocas al ponérselo—, aunque tengo una idea de quién te habría ido a rescatar
—concluyó con una risa aguda como de gallina al darle un codazo a la que había
estado hablando con él.
La
primera vez que te invité a venir sucedió algo parecido y casi me cancelas
hasta que viste el mural con la frase que describe el café en letras blancas
sobre la pared negra en la esquina del hotel que le da nombre a la cafetería y
que se ve como los muebles de segunda mano que dan identidad a este lugar. Por
suerte para mí, solo me acompañaban mi viejo cuadernos de notas y el tesoro
canino que alguien dejó abandonado en la entrada de mi casa. Ninguno de los dos
habríamos soportado semejante comentario esa noche. Admiro de verdad la
paciencia del festejado.
Mi
té se adelanta a los cafés de los enamorados y levanto el primer corte del
pastel como si fuera un brindis al hombre semidormido que mira con gratitud y
cansancio a los anfitriones parlanchines, felices de acompañarlo en un año más
de estar sano a pesar del Covid y todo lo demás que ha pasado.
¡Feliz
cumpleaños a ti! ¡Feliz cumpleaños a tiii! ¡Feliz cumpleaños Francisco! ¡Feliiz
cumpleaños a ti! corean en la mesa del festejo de
manera que Francisco no tiene más oportunidad que levantarse en señal de
agradecimiento, acercarse a apagar la vela que prendieron y sonreír apenado
cuando alguien toma un poco de betún del borde del pastel para embarrarle la
cara.
Estoy
comiendo pastel y bebiendo té una tarde fría de invierno en el espacio donde
celebran el cumpleaños de un desconocido y la idea de un cuento loco donde se
celebran todos los días porque un solo cumpleaños es aburrido aparece al pensar
que debería irme y volver a la realidad. Incluso puedo verle cierta semejanza
con un lirón al pobre celebrado.
¿Te
acuerdas que esa escena en el libro es un enredo que se metieron con el tiempo
por una amenaza de la reina de corazones al Sombrerero? Creo que todos
estuvimos en algo demasiado parecido a esa reunión del té donde lo mejor que
podías hacer era cambiar de asiento porque el tiempo los dejó atrapados en la
hora del té.
Hice
el gesto al mesero para que me trajera la cuenta justo cuando los invitados
empezaron a entregar los regalos y comentar los detalles de cada uno.
—Perdón
que no sea tan ingenioso como los demás y solo te pueda dar esta tarjeta —comentó
el de mayor edad mientras se acercaba queriendo dar un abrazó que Francisco
rechazó cruzando los brazos mientras hacía una reverencia—, espero que esto te
sirva para darte un gusto hasta que volvamos a vernos —dijo antes de sentarse con ayuda de otro que
apoyó su mano a media espalda mientras alcanzaba el respaldo.
Mientras
eso sucedía, Francisco tuvo la precaución de sacar solo la parte decorada con
el clásico pastel de colores y alguna frase gastada, comentó acerca de lo que
escribió quien resultó ser uno de sus profesores de cuando era estudiante
universitario, y guardó el sobre envolviéndolo con la tarjeta en el bolsillo
superior de su saco.
El
mesero llegó con mi cuenta. Al sacar el dinero que había presupuestado en el
riesgo que tomé al pedir el pastel me encuentro con unos billetes pegados al
fondo del bolsillo. Volteo al pizarrón donde tienen el menú a la vista de
quienes llegan directo a la caja y veo el más pequeño con el dibujo de la taza
rosa con un corazón arriba y los números con fechas. Casi siento el click
de las ideas encajando dentro de mi cerebro.
¿Te
acuerdas que hace unos años se puso de moda dejar pagado un café para la gente
sin recursos? Era la idea de poder compartir esa sensación de estar a salvo y
ser valorado con ese calor que primero se extiende en las manos y va circulando
por el resto del cuerpo al beberlo. Eso todavía estaba en el pizarrón del café
y me pareció extraño porque poco a poco fue siendo abandonado el concepto.
Le
pregunté al mesero si esos números eran porque todavía estaba activo el Café
Pendiente o solo era un recuerdo de los tiempos previos al Covid.
—Ya
habíamos dejado de participar, pero poco antes de que tuviéramos que cerrar de
nuevo a finales del año pasado ocurrió algo extraño. Alguien dejó un sobre en
la entrada con el mismo dibujo pero diferente color, una carta y un montón de
billetes. La carta nos explicaba que ese dinero era por los cafés que se
quedaron pendientes para esa persona que ya no podría venir por la
cuarentena —dijo mientras hacía una seña a otro cliente de dónde estaba el gel
de manos—. Si alguien podía darnos algo semejante a los cafés que se hubiera
tomado, nosotros podemos darles a los que se quedaron sin recursos los cafés
que no habríamos podido preparar sin el apoyo de nuestros clientes antes y
después de las cuarentenas.
El
maestro le dio a Francisco el dinero que podría servir para que él consiguiera
algo que quería o necesitaba. La persona que dejó el sobre que seguramente se
mezcló con anuncias de ofertas y cuentas pendientes en la entrada del café
quiso compartirles el bien que había recibido ese tiempo. El dinero en mi
bolsillo podía guardarlo para esperarte o compartir con alguien el café
pendiente que tenemos desde hace un tiempo, que se puede extender más de lo que
mi bolsillo pueda conservarlo.
Le
pedí al mesero que anotara mi cooperación con lo que me alcanzara en cafés
después de tomar su propina. Tuve que adivinar su sonrisa, aunque los ojos
brillaban y casi desapareció entre las mesas cuando me distraje con las plantas
de la ventana antes de salir.
Ese
era otro cambio importante entre las personas en todo el mundo, cuando no
pudieron compartir su tiempo directamente con quienes formaban sus vidas,
aprendieron a compartirlas hasta con las plantas, fue la ola verde en
todas las ciudades con los jardines interiores y los huertos caseros. Te
escribo ahora en casa, viendo el árbol de Navidad y sus hipnóticas luces extrañando
al terco de mi perro que murió poco antes que el mundo se detuviera y sin saber
cómo terminar esta carta que quiero enviar mañana por si acaso cierran las
oficinas de nuevo por otra alerta sanitaria.
Viviana Mendoza Hernández es licenciada en letras españolas por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Escritora, periodista y fotógrafa, ha publicado la novela Buscando una vida normal y numerosas colaboraciones literarias en varios medios. Actualmente es reportera gráfica para varios medios digitales e impresos.
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