Las auras
Por Rosario Martínez
Solo se obligaba a dar un paso y otro más, sin
pensar en ninguna otra cosa. Sabía que si lo hacía terminaría por claudicar y
sentarse, aunque fuera en el filo del cordón que tarde o temprano delimitaría
una banqueta tan gris como la inmensa autopista por la que a gran velocidad
circulaba el enorme culebrón que los automóviles formaban, siendo sus segmentos
tan asimétricos y disparejos como el terreno sobre el que marchaba
forzadamente. Sentía los pies cansados y un dolor insidioso comenzó a acosarle
el vientre; a lo lejos distinguió la parada del autobús donde cerca de una
docena de personas aguantaba estoicamente el frío
mientras
esperaba su llegada.
Le llamó la atención el aterrador círculo de
auras que volaban alto y casi sin darse cuenta bajó el ritmo de su marcha.
Elevó la vista y se quedó mirando durante un buen rato el hipnótico vuelo de
las aves rapaces. Sintió una sensación de desagrado: las auras siempre le
recordaban lo que debía haber debajo de ellas. Aun en contra de las
recomendaciones de casi todos los entrenadores versados o no en las cuestiones
de la marcha y la carrera, se detuvo en seco. El culebrón corría veloz y se
bifurcaba; una de sus cabezas seguía sobre el puente mientras otras lo hacían
por debajo y a un costado. Enormes supermercados se alineaban al lado contrario
de donde seguía parado, anidando a varios automóviles en sus estacionamientos
techados. El ruido de los neumáticos sobre el asfalto era ensordecedor; debido
a esto casi nunca tomaba esa ruta: sus oídos sufrían con el estruendo de los
cientos de vehículos rodando, siempre rodando. Atardecía. Serían cerca de las
cinco, poco más, poco menos. Él seguía estático contemplando a lo lejos los
gigantescos álamos ocres que bordeaban el arroyo que dividía la vía de acceso
al fraccionamiento donde sus moradores solían pensar en términos de lujo,
confort, exclusividad.
Algo se movió entre los matorrales secos.
¡Claro! ¿Qué otra cosa podía esperarse? Era otoño: la naturaleza emprendía su
largo sueño. “Debe ser un perro” pensó, “un pobre perro casi muerto al que las
auras acechan”. Inusual, sí que lo era. “¿Auras sobre un perro moribundo en
plena ciudad? ¡Qué raro!”, se dijo. Decidió proseguir la marcha; tal vez estaba
enfermo, a lo mejor hasta tenía rabia, pero no, se autocorrigió como si de
verdad supiera mucho sobre el tema: esta enfermedad era propia del verano.
Así que se aproximó con cautela. Lo primero
que vio fue un montón de plumas negras llenas de polvo: parecía que hubieran
desplumado cientos de chanates, pero no percibía algún hedor. Se acercó un poco
más y de pronto, de entre el revoltijo de plumas emergió una mano tan pálida
que le obligó a pegar un grito; uno que por supuesto nadie escuchó. Tal vez era
un ejecutado de los que todos los días protagonizaban las noticias más que
morbosas de los diarios vespertinos, pero no, “¿cómo iba a estar muerto si aún
se movía?” Pudo distinguir un par de pies llenos de arañazos y tan pálidos como
la mano. Volteó en busca de un palo con que tocar aquella cosa. Cuando se dio
la media vuelta para buscarlo escuchó un sonido tan extraordinario y bello que
giró de nuevo. Era un rostro hermoso, con unos ojos tan grandes que daba miedo
mirarlos; lo bueno fue que los cerró casi de inmediato.
–Oiga, ¿qué le pasó? ¿Qué tiene? ¿Necesita
ayuda? ¿Está herido?
“Ahora sí se murió”, pensó al no obtener
ninguna respuesta. Lleno de furia tomó un gran pedrusco que arrojó con toda su
fuerza a las aves que sobrevolaban, con tan mal tino que, en vez de dar en su
objetivo, terminó golpeando la cabeza del ser tirado sobre el montón de abrojos
y tierra. Muy asustado pensó: “Ahora sí que van a decir que yo lo maté”.
Echó una ojeada alrededor, pero nadie parecía
reparar en su presencia. El único cambio notorio era que ya nadie esperaba el
camión. Presuroso, decidió alejarse cuanto antes: no fuera “la de malas” y
alguien lo hubiera visto y llamara a la policía. “¡Qué horror terminar tras las
rejas y todo por andar de curioso y buen samaritano!”, pensó con gesto
preocupado.
Una hora después de llegar a su casa y darse
un baño con agua caliente, seguía pensando en el muerto: “¿Y si lo reportaba a
la policía, pero ¿de dónde? Ni modo que de su casa. Ellos tenían identificador
y sabrían quién había llamado. ¿Y si no estaba muerto y las auras se lo comían
vivo? ¿Seguirán ahí? ¿Vigilarán toda la noche o se irán a dormir en algún
árbol?” Encendió la computadora para consultar sobre los hábitos de las aves de
rapiña.
–¡No puede ser! –masculló por lo bajo–. ¡Maldita computadora! –le habían cortado el teléfono y
no tenía Internet. “¿Qué hacer?”
Los pensamientos volaban dentro de su cabeza.
Cerca de las once tomó una linterna, una manta y subió a su camioneta. Iba
temblando más de miedo que de frío. A los cinco minutos distinguió a las auras.
–¡Ay, no! –gimió–. ¿Qué hacen aquí? ¡Fuera!
–vociferó sabiendo que nadie lo escucharía: llevaba los vidrios cerrados.
“A ver si no me meto en un buen lío y ese
fulano termina por hacerme algo a mí”, pensó mientras la camioneta brincaba el
cordón de la banqueta. Apagó los faros antes de llegar. Lo bueno es que su
camioneta era negra y se confundiría con la oscuridad de la noche. Tomó la
linterna con ambas manos y echó sobre su hombro la manta; luego dijo con voz
queda:
–Oiga, ¿sigue aquí? He venido en su ayuda:
diga algo para encontrarlo. Ya está muy oscuro y no se ve muy bien. De nuevo lo
guio ese bello sonido como de viento entre los árboles, de lluvia al caer...
–¡Hey, amigo! Tendrá que ayudarme; yo solo no
lo podré cargar y no viene nadie más conmigo...
“Ni que se enteren”, pensó sin decirlo,
“dirían que estoy loco por andar a medianoche recogiendo a un vagabundo”. La
luz de la linterna iluminó una cara de enormes ojos tan abiertos que parecía
más bien que la cara estaba en los ojos y no al revés.
–¡Ande, hombre, sacúdase ese montón de plumas!
A mí se me figura que las auras lo bombardearon con ellas. ¡Mire nomás cómo lo
han puesto! –el pálido ser permaneció en silencio y dando tumbos siguió al que
hablaba.
Subieron a la camioneta que el hombre cubrió
con la manta: no se le fuera a ensuciar. Al llegar metió el vehículo en la
cochera, cerciorándose muy bien de apagar las luces antes de abrir la puerta de
la casa. Cuando ambos estuvieron dentro de la pequeña sala, el estupor del
hombre solo fue superado por su curiosidad. Sin miramientos jaló una de las
grandes alas negras y dijo:
–¿Pues de qué baile de disfraces viene?
¿Trabaja de botarga en una tienda de pollos? ¿Es la mascota de algún equipo?,
pero ¿de cuál? Eso de no ver tele, ¿sabe?, por eso no estoy muy bien
informado... ¿Quiere que le llame a alguien para que venga por usted? Aquí no
puede quedarse o dígame adónde lo llevo. Por lo menos ya está a salvo de las
auras. ¡Carroñeras desgraciadas! Deberían esperar a que uno se muera y no
torturarlo con su presencia antes, ¿no cree usted?, pero ¿qué digo?; a lo mejor
quiere olvidarlo. Dispense usted, es que estoy nervioso: esto es algo
extraordinario para mí... Oiga –dijo casi sin tomar aliento–, ¿quiere comer
algo? Pues claro que sí. ¡Qué tonto soy! A ver, siéntese aquí –mencionó
señalando una silla playera que había rescatado varios años antes de un bote de
basura.
Se dirigió a su reducida cocina, calentó leche
y cortó una manzana en trocitos.
–Ande –dijo casi con ternura–, coma.
El joven de las alas estaba arrinconado justo
en el hueco que formaban dos sillones; parecía dormido y no se había despojado
de sus alas. El hombre lo miró un largo rato. Luego, en silencio le acercó el
tazón con la leche y el plato desechable con los trocitos de manzana y se sentó
a vigilarlo. No podía irse a dormir a su recámara con un extraño ser alado en
su sala. ¡Parecía tan desvalido! Recordó la cobija que dejó en la camioneta y
fue por ella.
El árbol fuera de su casa lucía tan
emplumadamente oscuro que no quiso averiguar por qué y de prisa regresó dentro.
Lo que el hombre no vio fueron unos enormes ojos que vigilaban sus movimientos.
Arropó al joven de las plumas y sentándose de nuevo cruzó las manos sobre el
pecho dispuesto a vigilarlo toda la noche. En silencio se acercó para ayudarle
a quitarse las alas para que así pudiera dormir más cómodo. Buscó cordones,
elásticos o algún otro artículo que mantuviera sujetas las alas al cuerpo del
joven, pero como no lo viera, dio un tirón con fuerza por si las tenía pegadas.
El joven lanzó un chillido tan fuerte que por poco y el hombre queda sordo para
siempre.
Se levantó ágilmente de un brinco y desplegó
las alas creando una confusión de libros, cuadros, vasos y platos volando
dentro de la pequeña sala, mientras el viento que generaban alborotaba sus
largos y negros cabellos, maravillando al hombre. Por último, lo vio con sus
grandes ojos que daban miedo, se bebió la leche y comió algunos trocitos de
manzana; finalmente se acurrucó con sus enormes alas replegadas cubriendo su
espalda, dejando al hombre incrédulo.
–¡Creo que sí, ¡Dios santo, creo que sí! ¡Es
un ángel!
Rosario Martínez es maestra, estudió lengua y literatura en la Normal Superior José E. Medrano y maestría en educación en Mundo Nuevo de Parral. Escribe cuento y novela desde 2005. Ganó El Premio Nacional de Cuento de los Juegos Florales 2020 de Lagos de Moreno, Jalisco; finalista en el Concurso Relatos en femenino de Buük, Editorial, España 2020; ganadora en La Primera Antología de Escritoras Mexicanas, CDMX, 2018. Obra publicada: Pasos en el viento, Aldea Global 2020 y El aniversario y otros cuentos, Tinta Nueva Ediciones, CDMX, 2014. Tiene obra publicada desde el 2005 a la fecha en quince antologías dentro y fuera del país: España, EE.UU., Argentina y Perú. Escribe en Revista Latina NC de North Carolina, EE.UU. con su sección Letras de Rosario.
Muy buen cuento Rosario. Me atrapó su lectura de inicio a fin.
ResponderEliminarHola El blog de Cuquis. Gracias por leer mi cuento. Me alegro que te haya gustado.
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