Luisa Josefina
Hernández: la liberación de la propia cárcel
Por Margarita Aguilar Urbán
Comienzo estas
líneas pensando en una fotografía fechada en 1950 por Lola Álvarez Bravo. La
imagen muestra a una mujer pensativa, tal vez melancólica, asomada por una ventana
de su vivienda. Las sombras de la luz del mediodía proyectan una extensa
cuadrícula que cubre la ventana y el muro de la edificación. La estupenda toma
en blanco y negro logra comunicar el ambiente asfixiante del encierro. El
título de la imagen, En su propia cárcel (11 am), refiere una de las
preocupaciones de las mujeres creadoras que, en los años cincuentas, exploraron
el significado del lugar reservado al género femenino: la casa.
El refugio, el
hogar, el territorio fecundo donde reina la mujer, se subvierte en la visión
crítica de ese espacio íntimo como prisión. Así lo expresa Luisa Josefina
Hernández (Ciudad de México, 1928) en su primera novela, El lugar donde
crece la hierba, publicada en 1959 por la Universidad Veracruzana y
reeditada recientemente en la colección Vindictas de la Universidad Nacional
Autónoma de México.
Si bien el tema
de la casa como cárcel amenazante podría resultar emparentado con la literatura
fantástica o de suspenso, la manera en que se aborda en esta novela lleva a
otro tipo de reflexiones. La narradora, una mujer acusada de robo, es recluida
por su esposo en la casa de un amigo con el fin de protegerla, pero disfrazando
una intención ambigua de abandonarla. A partir de este momento, la protagonista
hace de esa casa ajena, propiedad de un hombre desconocido, la negación de un
anhelo, un “lugar donde crece la hierba”, convencida cada vez más de que “el
sitio donde crece la hierba no existe para mí” (p.36).
En su estancia en
ese espacio, el personaje femenino, sin identidad, pues no revela su nombre, va
enfrentándose a diferentes tipos de degradación: la negación de la libertad, la
infantilización, la animalización y la subordinación. La primera ‒y más evidente‒ la lleva a perseguir los dos únicos puntos de
salvación en ese espacio cerrado: la escritura de un diario epistolar y la
mirada a través de una ventana.
La
infantilización, que significa dependencia y falta de autonomía, se manifiesta
en que, desde el primer momento de su llegada a esa casa ajena, se le asigna el
cuarto de los niños, donde se acuesta “en una cama baja y atormentadora”, y
donde “me parecía que alguien me había convertido en niña para obligarme a
vivir de nuevo los malos detalles de mi vida” (p. 13).
El mayor rasgo de
ignominia es la animalización del personaje, expresada en su manera de comer
moronas en la cocina, como las ratas que puede ver por la ventana en un terreno
baldío.
Asimismo, su
permanencia en un sitio donde nada le pertenece la obliga a subordinarse a los
mandatos y decisiones del dueño de la casa, quien lleva el nombre de Eutifrón, en
referencia indiscutible al diálogo de Platón, donde se habla de la piedad, y
que en esta novela se manifiesta como la facultad del personaje para juzgar y
decidir, como un dios en ese entorno doméstico.
En El lugar donde
crece la hierba es posible identificar el conflicto de la protagonista a
partir de la interacción con cuatro personajes masculinos que, desde su postura
de superioridad, cumplen los papeles del infame, el indolente, el acusador y el
juez. Son como los cuatro muros de una mazmorra, de acuerdo con la
interpretación sugerida por Ave Barrera en la introducción del libro. No
obstante, ninguno de estos personajes se presenta como condenable, porque en
todos existe una humanidad que revela sus actos censurables, pero también el
brillo de sus actos generosos.
Por otro lado, en
el largo monólogo que la narradora despliega a través de veinte capítulos, se
comprende que la prisión doméstica es solo la concreción de otra suerte de
celda construida en la psique del personaje atormentado por la soledad, la
miseria, el miedo, la culpa, la memoria de sus innegables errores y el dilema entre
convertirse en lo que ella desea o lo que el mundo le exige. Precisamente la
narración constituye el camino de la protagonista para entender y descubrir sus
verdaderas aspiraciones; su tránsito recurrente por cada rincón de la casa se
convierte en una manera de expiación que la lleva al autoconocimiento.
La autora logra
que los lectores penetren en los sentimientos y reflexiones de la heroína cuya
complicada psicología se construye a través de una prosa rítmica, esculpida con
esmero, aparejada con las imágenes necesarias para trazar la cadencia del
pensamiento. Sus detalladas descripciones se inscriben en la percepción nublada
que se da entre el sueño y la vigilia. “Soy un río que sabe de raíces, de
ramas, he sido apedreado, mi seno ha sido cementerio de pájaros y las hojas han
caído en mis fauces y han desaparecido” (p. 36). A través de las páginas de la novela
reconocemos estados de conciencia donde la personaje se autodefine en el dolor,
la miseria y la falta de amor: “supe que mi cuerpo era una caña seca, sin
declives y sin rincones suaves” (p. 40), “a pesar de mis intensos esfuerzos por
concentrarme, no me viene a la memoria ni la más oscura palabra de amor” (p.
154).
Hernández
sorprende con un final de reivindicación del personaje donde queda claro que
hasta en la actitud menesterosa de una situación límite subsiste todavía el
poder de determinación, el momento en que la persona, concebida desde su
interioridad como ser libre, ejerce su voluntad. La decisión no lleva
necesariamente a la plenitud, pero significa el inicio de la emancipación. La “propia
cárcel”, sugerida por Lola Álvarez Bravo en la fotografía citada, logra
sobrepasarse gracias a la valentía para tomar una decisión.
Considero una
jugada certera del azar el que, justo en los últimos meses, cuando el
aislamiento social se ha convertido en una nueva forma de vida, haya llegado a
mis manos este libro que propone la libertad espiritual como remedio a la
innegable opresión de la realidad.
Hernández, Luisa
Josefina: El lugar donde crece la hierba. Editorial Universidad Autónoma
de México, México, 2020.
Margarita Aguilar Urbán es investigadora de arte, escritora y profesora de lengua y literatura. Escribió los poemarios Como estación de tren (1988) y Algodón en el corazón (poesía infantil, 2012). Está incluida en los volúmenes Voces de tierra (1994), Campos ignotos (1998) y Taller Literario Pablo Ochoa (2009). Como investigadora recopiló las memorias del artista tarahumara Erasmo Palma en el libro Donde cantan los pájaros chuyacos (1992, reedición 2016). Su obra Aurora Reyes. Alma de montaña, editada por el Instituto Chihuahuense de la Cultura, fue considerada el mejor libro del 2011 por el suplemento Día siete de El Universal y por la página de crítica literaria Salón de Letras.
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