domingo, 20 de febrero de 2022

Crónicas Cuesta abajo. I. El verano. Sandra Gabriela Ordóñez


los martes

Crónicas Cuesta abajo

 

 

I. El verano

 

 

Por Sandra Gabriela Ordóñez

 

 

Cada verano tenía que salir bien librada de la escuela, no deber ni una materia. Pasa con seis, pero pasa, decía mi madre. Todo era para irnos con mi abuela a un ejido llamado Peña Blanca, un pueblo cerca de Gómez Farías, cubierto por una tierra gris y una aroma a leña recién cortada y a maíz tostado.

Al llegar al pueblo subíamos una pequeña loma, a lo lejos se miraba la casa azul de mi abuela, un recinto cuidado y siempre con una caracola de humo en el techo. Al entrar a la casa, mi abuela ya tenía listo el jarrón de los frijoles preparándose en la estufa de leña, el agua hirviendo con yerbabuena y las tortillas hechas con sus manos morenas por el sol. Sírvete y siéntate, decía mientras lograba sacar de la alacena una lata de chiles en rajas, guardado desde hace meses porque ella siempre nos esperaba.

Las mañanas eran largas, casi eternas; jugaba con piedras, bolsas y varas delgadas que luego solían ser papalotes de la nada. Tenía tiempo para contemplar el álamo danzante, no había viento pero sus hojas siempre bailaban. Buscaba entre el pozo alguna historia de terror que surgiera de mi memoria y buscaba entre el maizal a los gatos que no se dejaban atrapar. Las mañanas realmente eran largas.

Mi abuela se levantaba muy temprano, para las siete los pollos ya tenían comida, el perro jugueteaba porque había tenido su primer bocado; la casa ya tenía olor a tortilla recién hecha y la tristeza ya andaba de puerta en puerta, porque faltaba el abuelo, faltada quién me dijera: ya tienes la maleta lista, a poco ya te vas.

A veces mi madre me dejaba en casa de mi madrina: una señora robusta como su casa, ella también se levantaba temprano y me levantaba a mí. Para las seis, ya venía su nieto a jugar. En esta otra casa jugar era diferente: era trabajar y corretear en los solares. Pronto había que darles comida a los cerdos, a los pollos, e ir a ver a la vaca. Pronto había que lavar platos y alzar la cocina aunque estuviera limpia. A las once se servía una merienda, para los hombres de la casa un gran desayuno: huevo revuelto con bistek, chile con queso y rajas, frijolitos guisados y tortillas recién hechas, pan, y café, este último servido en un termo para llevarlo a las jornadas del campo, alguien tenía que ir a las praderas de sembradío, montar los caballos y arañar la tierra.

Para nosotros, los más pequeños, el desayuno era un panecillo con camote y leche hervida. Nunca se quedaba uno satisfecho, digo, faltaba el huevito y la salsa de tomate con chile, que normalmente solía desayunar, así que siempre había robos de tortilla de harina con mantequilla. Difícilmente se podía ver en esta casa si la tristeza andaba de puerta en puerta, parecía que aquí no faltaba nada.  A veces quedábamos tan cansados luego de jugar a los quehaceres del campo, que lo único que nos quedaba era contar estrellas por la noche; luego de un baño y una cena: frijolitos con queso, tortilla de harina y un vaso con chocolate caliente.

El tiempo en casa con mi abuela lo recuerdo con más claridad, el tiempo del ocio en donde buscas el horizonte y el polvo viejo de los muebles, en donde podía hincarme a leer el santo rosario, bueno a balbucear porque nunca lograba seguirle el rezo a mi abuela. Recuerdo la casa con tres habitaciones y un granero, estaba pintada con el color de la melancolía azul, tenía un pequeño jardín y un patio sembrado con maíz, tenía todo lo bueno de la tierra, hasta esa tristeza que entraba y salía por todos sus rincones.

 






Sandra Gabriela Ordóñez García creció parte de su infancia entre la Iglesia San Martín de Porres y la Biblioteca Municipal de Cuauhtémoc; a raíz de los rezos y los libros hizo una licenciatura en letras españolas en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua; es mediadora de lectura del Programa Nacional y tiene estudios de asistencia educativa en la primera infancia y educación especial. Ganó el Premio de Poesía Alma Rosa Estrada. Ha trabajado y colaborado en diferentes áreas culturales y educativas. Actualmente es madre de una niña que ama los libros y cuenta las estrellas.

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