Kitsune
Por Viviana Mendoza Hernández
El
resto del grupo estaba en la carretera para buscar en las provisiones de
quienes intentaron huir en la segunda oleada de la epidemia. Podían encontrarse
con los muertos, pero también contaban con la oportunidad de reunirse sobre los
autos o forzarlos a alinearse en alguno de los "cuellos de botella"
que formaron los conductores en la histeria colectiva. Eso bastaría para
impedir que los acorralaran y facilitaría matar a varios mientras el resto del
grupo huía.
Javier
recordaba que había ranchos cerca y la idea de comer fruta o vegetales frescos
fue tentadora. Se separó para explorar, ese fue su error.
Ahora
la peste del cadáver se escurría con los sonidos guturales de una boca ávida de
morder su carne. Su peso era semejante, sin el cansancio que lo obligaba a
renegar de compartir el hambre que ahora lo exponía a ese ser repugnante, solo.
Venció
a los muertos que lo persiguieron y no había señales recientes de más personas.
Por eso fue tan grande su sorpresa cuando algo golpeó por atrás al
monstruo, haciendo que parte de la hiel escurriera y eso se apartara para
defenderse de quien quizá sería su próximo alimento.
La
mujer retrocedió con un pie alineado con el otro y el azadón sujeto con ambas
manos, casi a la altura de su cabeza. El sonido del muerto atrajo la atención
de otros que comenzaron a sonar como eco. Ella extendió un poco más el agarre
sin perder de vista al que soltó a Javier.
—¡Huye!
—dijo la extraña, preparándose para la pelea—. Entre más tardemos, la apuesta
subirá en nuestra contra.
La
mujer giró el azadón en un círculo para clavar el filo en la cabeza del
cadáver, avanzó golpeando un par de veces más hasta asegurarse de que el daño
le impidiera morderla. Retrocedió y lo golpeó en el pecho, derribándolo antes
de otro golpe que terminó de desparramar los sesos y restos del cráneo.
Él
consiguió levantarse.
—Gracias.
Soy Javier, mi grupo está en la carretera —dijo, buscando la inservible pistola
con que había pensado defenderse. No quería imaginar las cosas rotas en su
mochila.
—Puedes
llamarme Kitsune. Vete antes que te cierren de nuevo el paso.
—¿Y
tú?
—
Si no me matan, me olvidarán pronto.
Javier
la vio caminar hasta donde otro cadáver se acercaba. La tela anudada en sus
brazos sobre las mangas se veía estorbosa, pero también una buena precaución
contra mordidas, lo mismo el chaleco y los pantalones sobre unos botines ya con
agujeros.
Kitsune
lanzó el golpe que lo mantendría lejos, falló y el zombi pudo agarrar el arma
encajada en su hombro en lugar de romperle el cuello como era posible que ella
pensara hacer al lanzarle el golpe arriba y a un lado. Sus gruñidos casi eran
un aullido, un lamento que otras voces contestaron. El ruido de un claxon
lejano le generó a Javier un escalofrío por toda la columna vertebral. ¿Ese
ruido era para llamarlo o un tropiezo de alguien al entrar en un carro a
verificar su contenido?
No
había tiempo para averiguarlo. Kitsune sacaba un bulto de telas viejas y
caminaba directo al zombi, que todavía sostenía el azadón sin mostrar señas de
saber usarlo. El muerto se la quitó arrancándose carne descompuesta y quizá
parte del hueso.
Kitsune
llenó la boca del zombi con los trapos, sus ojos brillaban al agarrar el mango
del azadón y plantarse, dejando la mayor parte de su peso a la mitad de su
altura. Parecía solo buscar derribarlo, Javier la ayudó y le devolvió el arma.
—Estamos
a mano —dijo Kitsune con la respiración alterada—. Gracias.
Agarró
el azadón y se preparó, alejándose de Javier.
—Vete
con tu grupo. Estamos atrayendo cada vez más.
"Insistes
demasiado en que me vaya, mija". Javier comenzó a sospechar en la
confianza de Kitsune para quedarse. Los zombis estaban demasiado dispersos, tal
vez porque el lugar contaba con trampas. Observó las ramas preparadas en los
árboles, y el azadón. “¿Quién usaría semejante cosa contra los zombis? ¿Quién
no se sentiría más cómodo en un grupo? ¡Alguien que tiene sus propias reservas!”
Javier sacó el silbato y lo sopló tres veces como acordó si encontraba algo que
les conviniera.
—¡Qué
has hecho! —La mujer palideció, tragó saliva y miró alrededor, apoyándose sobre
el azadón.
Una
sarta de claxonazos hizo que Javier sonriera.
—Eso
hará que la horda se aleje. Así no tendrás que preocuparte por la atención de
los zombis, amiga.
Los
mezquites cercanos extendían su sombra como relojes de Sol, formando también un
punto de referencia para los caminos desdibujados con el paso del tiempo y el
abandono.
—Todavía
tienes oportunidad de irte con tu grupo. Alcanzarlos antes del atardecer y
refugiarte entre los carros cuando la horda se aleje.
—O
podemos descansar en tu refugio —dijo Javier, quitándole el azadón y moviéndolo
sobre su cabeza—. Con una buena cena de vegetales.
—¿No
crees que estoy con alguien?
—Solo
vi el juego de tus huellas. Y si hubiera alguien más, ya te habría buscado.
—Tal
vez te está dando la oportunidad de irte en paz, o espera a tus invitados.
—¡Ahora
vas a salirme que es quien que te enseñó a pelear!
—Pues
tenía razón cuando me dijo que los huesos y los músculos se sienten como las
raíces cuando las rompes, y que los cráneos son como piedras de escombro.
Javier
tuvo un escalofrío. Era verdad, el sonido de los huesos rotos parecía el de
ramas que se rompen, excepto que los árboles no gritan pidiendo auxilio.
Recordaba cuando todavía intentaban ayudar a los heridos y ahogaban los gritos
del mismo modo que ella evitó las mordidas del zombi, pero era casi imposible
evitar que se sacudieran como árboles expuestos a la tormenta. Después el
riesgo de una hemorragia no controlada o la gangrena. Además, el ruido de los
huesos rotos era como encontrarse una horda, imposible no escuchar los alaridos
mientras uno corre esperando que el silencio llegue por la distancia y la
muerte demasiado rápida del vencido.
Llegó
su grupo. De los 14 de la carretera, quedaban 9. Apenas semanas antes, un grupo
mucho mayor había casi desaparecido por las hordas producidas por quienes
trataron de escapar de las ciudades. Así perdió a su familia y los pocos
vecinos que habían logrado organizarse para sobrevivir.
Siempre
se trató de números, y los de los enemigos siempre aumentaban.
—¿Estás
seguro que tiene un buen refugio cerca? —dijo un hombre armado con un hacha de
bombero y vestido con chamarra de piel. Un casco ocultaba su calvicie y
acentuaba su autoridad.
—Nadie
se arriesgaría tan lejos sola. Menos con esto como única defensa.
Kitsune
se sentó en el suelo y se negó a dar su verdadero nombre. Ni a moverse,
teniendo que llevarla "a rastras" hasta que los "lideres"
ordenaron que se detuvieran porque eso los distraía demasiado y podía atraer la
atención de un zombi. Con excepción de la pestilencia, el lugar no estaba mal
para acampar.
—Es
una vieja loca que le gusta lo japonés —dijo una joven con las orejas llenas de
perforaciones y el cabello con rastros de colores bajo las raíces oscuras. “Kitsune”
significa zorro y es un nombre muy común en el anime.
—
¿En serio? —dijo Javier limpiándose el sudor luego de hacer las fosas.
—Sí.
—Kitsune suspiró, se sacudió la tierra y se secó las lágrimas.
El
olor del humo los alcanzó. Uno de los que no ayudaban a enterrar los cadáveres
señaló las luces a unos metros. Otros vieron más alrededor. ¿Fogatas? ¿Fuegos
fatuos?
“¡Ahora
vas a creer en fantasmas y brujas!” Javier quiso calmarse, miró alrededor y los
pálidos rostros de sus compañeros no lo ayudaron a bajar la tensión de sus
músculos ni el latido de su corazón.
Todos
se quedaron callados. La pareja dejó de atender la fogata para seguir las
luces de las lámparas.
—Ese
nombre también es común en las leyendas. —Oyeron la voz desde uno de los puntos
más oscuros—. Y es de mala suerte maltratar a uno cuando busca ayudarte.
—Otro
nombre común en los mitos es Akuma —dijo Kitsune viendo la agonizante llama de
la fogata—. Y no necesitan maltratarlo para conocer su furia —suspiró mientras
comenzaba a llorar doblando las rodillas y abrazándolas luego de ponerse la
capucha.
Javier
la vio y le agarró los hombros para forzarla a levantarse.
—¡Cuantos
son!
—
Sólo él —dijo Kitsune agarrando el mango del azadón con ambas manos luego de
zafarse—. Te dije que te fueras a tiempo. Estoy cansada de cavar las tumbas de
los insolentes.
Oyeron
algunos disparos antes de los gritos de sus compañeros. Después la
oscuridad y el silencio los cubrieron. “Akuma” significa “demonio”, dedujo
Javier. El miedo lo paralizó antes de que el dolor le quitara la capacidad de
percibir más que la agonía de su cuerpo acuchillado.
Al
ver la mujer levantarse apoyando las manos en el suelo como un animal que
emerge de la tierra o se levanta antes del salto sobre su presa, la capucha
cubriendo su cabeza que bien podría tener orejas puntiagudas y el largo de su
saco extendiendo, sus últimos pensamientos fueron que en realidad era una
“kitsune”. Al final, en un mundo donde los muertos reinaban todo era posible.
Por lo menos ahora él podría despertar de esa pesadilla.
Viviana Y. Mendoza Hernández es egresada de la Facultad de Letras de la UACH, es autora de la novela Buscando una vida normal publicada en 2007 por la editorial de la misma universidad, así como algunos textos de sus tiempos como estudiante. Ha participado en diversas actividades de promoción y difusión cultural, así como de lecto-escritura para educación básica. Actualmente colabora (entre otros espacios digitales) en el periódico digital El Devenir de Chihuahua en la sección de cultura.
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