sábado, 5 de febrero de 2022

Kitsune. Viviana Mendoza Hernández

 

Kitsune

 


Por Viviana Mendoza Hernández

 

 

El resto del grupo estaba en la carretera para buscar en las provisiones de quienes intentaron huir en la segunda oleada de la epidemia. Podían encontrarse con los muertos, pero también contaban con la oportunidad de reunirse sobre los autos o forzarlos a alinearse en alguno de los "cuellos de botella" que formaron los conductores en la histeria colectiva. Eso bastaría para impedir que los acorralaran y facilitaría matar a varios mientras el resto del grupo huía.

Javier recordaba que había ranchos cerca y la idea de comer fruta o vegetales frescos fue tentadora. Se separó para explorar, ese fue su error.

Ahora la peste del cadáver se escurría con los sonidos guturales de una boca ávida de morder su carne. Su peso era semejante, sin el cansancio que lo obligaba a renegar de compartir el hambre que ahora lo exponía a ese ser repugnante, solo.

Venció a los muertos que lo persiguieron y no había señales recientes de más personas. Por eso fue tan grande su sorpresa cuando algo golpeó por atrás al monstruo, haciendo que parte de la hiel escurriera y eso se apartara para defenderse de quien quizá sería su próximo alimento.

La mujer retrocedió con un pie alineado con el otro y el azadón sujeto con ambas manos, casi a la altura de su cabeza. El sonido del muerto atrajo la atención de otros que comenzaron a sonar como eco. Ella extendió un poco más el agarre sin perder de vista al que soltó a Javier.

—¡Huye! —dijo la extraña, preparándose para la pelea—. Entre más tardemos, la apuesta subirá en nuestra contra.

La mujer giró el azadón en un círculo para clavar el filo en la cabeza del cadáver, avanzó golpeando un par de veces más hasta asegurarse de que el daño le impidiera morderla. Retrocedió y lo golpeó en el pecho, derribándolo antes de otro golpe que terminó de desparramar los sesos y restos del cráneo.

Él consiguió levantarse.

—Gracias. Soy Javier, mi grupo está en la carretera —dijo, buscando la inservible pistola con que había pensado defenderse. No quería imaginar las cosas rotas en su mochila.

—Puedes llamarme Kitsune. Vete antes que te cierren de nuevo el paso.

—¿Y tú?

— Si no me matan, me olvidarán pronto.

Javier la vio caminar hasta donde otro cadáver se acercaba. La tela anudada en sus brazos sobre las mangas se veía estorbosa, pero también una buena precaución contra mordidas, lo mismo el chaleco y los pantalones sobre unos botines ya con agujeros.

Kitsune lanzó el golpe que lo mantendría lejos, falló y el zombi pudo agarrar el arma encajada en su hombro en lugar de romperle el cuello como era posible que ella pensara hacer al lanzarle el golpe arriba y a un lado. Sus gruñidos casi eran un aullido, un lamento que otras voces contestaron. El ruido de un claxon lejano le generó a Javier un escalofrío por toda la columna vertebral. ¿Ese ruido era para llamarlo o un tropiezo de alguien al entrar en un carro a verificar su contenido?

No había tiempo para averiguarlo. Kitsune sacaba un bulto de telas viejas y caminaba directo al zombi, que todavía sostenía el azadón sin mostrar señas de saber usarlo. El muerto se la quitó arrancándose carne descompuesta y quizá parte del hueso.

Kitsune llenó la boca del zombi con los trapos, sus ojos brillaban al agarrar el mango del azadón y plantarse, dejando la mayor parte de su peso a la mitad de su altura. Parecía solo buscar derribarlo, Javier la ayudó y le devolvió el arma.

—Estamos a mano —dijo Kitsune con la respiración alterada—. Gracias.

Agarró el azadón y se preparó, alejándose de Javier.

—Vete con tu grupo. Estamos atrayendo cada vez más.

"Insistes demasiado en que me vaya, mija". Javier comenzó a sospechar en la confianza de Kitsune para quedarse. Los zombis estaban demasiado dispersos, tal vez porque el lugar contaba con trampas. Observó las ramas preparadas en los árboles, y el azadón. “¿Quién usaría semejante cosa contra los zombis? ¿Quién no se sentiría más cómodo en un grupo? ¡Alguien que tiene sus propias reservas!” Javier sacó el silbato y lo sopló tres veces como acordó si encontraba algo que les conviniera.

—¡Qué has hecho! —La mujer palideció, tragó saliva y miró alrededor, apoyándose sobre el azadón.

Una sarta de claxonazos hizo que Javier sonriera.

—Eso hará que la horda se aleje. Así no tendrás que preocuparte por la atención de los zombis, amiga.

Los mezquites cercanos extendían su sombra como relojes de Sol, formando también un punto de referencia para los caminos desdibujados con el paso del tiempo y el abandono.

—Todavía tienes oportunidad de irte con tu grupo. Alcanzarlos antes del atardecer y refugiarte entre los carros cuando la horda se aleje.

—O podemos descansar en tu refugio —dijo Javier, quitándole el azadón y moviéndolo sobre su cabeza—. Con una buena cena de vegetales.

—¿No crees que estoy con alguien?

—Solo vi el juego de tus huellas. Y si hubiera alguien más, ya te habría buscado.

—Tal vez te está dando la oportunidad de irte en paz, o espera a tus invitados.

—¡Ahora vas a salirme que es quien que te enseñó a pelear!

—Pues tenía razón cuando me dijo que los huesos y los músculos se sienten como las raíces cuando las rompes, y que los cráneos son como piedras de escombro.

Javier tuvo un escalofrío. Era verdad, el sonido de los huesos rotos parecía el de ramas que se rompen, excepto que los árboles no gritan pidiendo auxilio. Recordaba cuando todavía intentaban ayudar a los heridos y ahogaban los gritos del mismo modo que ella evitó las mordidas del zombi, pero era casi imposible evitar que se sacudieran como árboles expuestos a la tormenta. Después el riesgo de una hemorragia no controlada o la gangrena. Además, el ruido de los huesos rotos era como encontrarse una horda, imposible no escuchar los alaridos mientras uno corre esperando que el silencio llegue por la distancia y la muerte demasiado rápida del vencido.

Llegó su grupo. De los 14 de la carretera, quedaban 9. Apenas semanas antes, un grupo mucho mayor había casi desaparecido por las hordas producidas por quienes trataron de escapar de las ciudades. Así perdió a su familia y los pocos vecinos que habían logrado organizarse para sobrevivir.

Siempre se trató de números, y los de los enemigos siempre aumentaban.

—¿Estás seguro que tiene un buen refugio cerca? —dijo un hombre armado con un hacha de bombero y vestido con chamarra de piel. Un casco ocultaba su calvicie y acentuaba su autoridad.

—Nadie se arriesgaría tan lejos sola. Menos con esto como única defensa.

Kitsune se sentó en el suelo y se negó a dar su verdadero nombre. Ni a moverse, teniendo que llevarla "a rastras" hasta que los "lideres" ordenaron que se detuvieran porque eso los distraía demasiado y podía atraer la atención de un zombi. Con excepción de la pestilencia, el lugar no estaba mal para acampar.

—Es una vieja loca que le gusta lo japonés —dijo una joven con las orejas llenas de perforaciones y el cabello con rastros de colores bajo las raíces oscuras. “Kitsune” significa zorro y es un nombre muy común en el anime.

— ¿En serio? —dijo Javier limpiándose el sudor luego de hacer las fosas.

—Sí. —Kitsune suspiró, se sacudió la tierra y se secó las lágrimas.

El olor del humo los alcanzó. Uno de los que no ayudaban a enterrar los cadáveres señaló las luces a unos metros. Otros vieron más alrededor. ¿Fogatas? ¿Fuegos fatuos?

“¡Ahora vas a creer en fantasmas y brujas!” Javier quiso calmarse, miró alrededor y los pálidos rostros de sus compañeros no lo ayudaron a bajar la tensión de sus músculos ni el latido de su corazón.

Todos se quedaron callados.  La pareja dejó de atender la fogata para seguir las luces de las lámparas.

—Ese nombre también es común en las leyendas. —Oyeron la voz desde uno de los puntos más oscuros—. Y es de mala suerte maltratar a uno cuando busca ayudarte.

 

 

 

—Otro nombre común en los mitos es Akuma —dijo Kitsune viendo la agonizante llama de la fogata—. Y no necesitan maltratarlo para conocer su furia —suspiró mientras comenzaba a llorar doblando las rodillas y abrazándolas luego de ponerse la capucha.

Javier la vio y le agarró los hombros para forzarla a levantarse.

—¡Cuantos son!

— Sólo él —dijo Kitsune agarrando el mango del azadón con ambas manos luego de zafarse—. Te dije que te fueras a tiempo. Estoy cansada de cavar las tumbas de los insolentes.

Oyeron algunos disparos antes de los gritos de sus compañeros.  Después la oscuridad y el silencio los cubrieron. “Akuma” significa “demonio”, dedujo Javier. El miedo lo paralizó antes de que el dolor le quitara la capacidad de percibir más que la agonía de su cuerpo acuchillado.

Al ver la mujer levantarse apoyando las manos en el suelo como un animal que emerge de la tierra o se levanta antes del salto sobre su presa, la capucha cubriendo su cabeza que bien podría tener orejas puntiagudas y el largo de su saco extendiendo, sus últimos pensamientos fueron que en realidad era una “kitsune”. Al final, en un mundo donde los muertos reinaban todo era posible. Por lo menos ahora él podría despertar de esa pesadilla.

 

 





Viviana Y. Mendoza Hernández es egresada de la Facultad de Letras de la UACH, es autora de la novela Buscando una vida normal publicada en 2007 por la editorial de la misma universidad, así como algunos textos de sus tiempos como estudiante. Ha participado en diversas actividades de promoción y difusión cultural, así como de lecto-escritura para educación básica. Actualmente colabora (entre otros espacios digitales) en el periódico digital El Devenir de Chihuahua en la sección de cultura.

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