los martes
Oslo
Por Andrés Espinosa Becerra
A Tere Bazaldúa Arizpe
Ana Lucía,
mi apreciada Nana- nana
lectora real a su temprana edad,
correctora de este texto.
Atardecía o era ya de noche. Una luz entraba por la ventana, esclarecía mi
habitación. El viaje en avión fue desgastante, largo, monótono. Supuse que
sería extremo el frío, pero no fue así, era muy tolerable. Se imponía una
bebida caliente, pero claro, me decidí por cerveza. Me apresuré a acomodar la
maleta, que venía rebosante por traer ropa de invierno, tres pantalones, tres
camisas y ropa interior.
Algo me había llamado la atención y quería avocarme a ello. Se trataba de
la luz que entraba por la ventana; cuando la descubrí al entrar al departamento
detuve mis pasos, era inevitable. Lo que deseaba era acomodar una silla frente
a la ventana para contemplar lo que me pareció una pintura renacentista.
Tocó en la puerta una señorita amable que llegaba a dejarme cervezas, pero
se preocupó porque no estaban frías, a lo cual argumenté que yo incluso la
bebía caliente en el trópico. Leí o escuché a un escritor que mencionaba que
mezclaba cerveza fría y al tiempo, y resultó esa fórmula, me agradó.
Caminé hacia la ventana y comprendí que no era algo de estilo renacentista,
era más bien algo impresionista. Más aún, era como contemplar una escena
cinematográfica de Andrzej Wajda, lo cual es más cercano a lo real.
Tomé fotografías de la ventana, como siempre, sin ánimos artísticos,
pensando tan solo en capturar el instante.
Entonces no me senté en la silla, me acerqué directo a la ventana
lentamente y al llegar me llegó al alma una impresión muy grande que dejó
estáticas mis emociones.
Era un escenario blanco, vestido con una luz azul con fondo negro lleno de
espesura boscosa.
Entonces tuve que sentarme, impactado por esa visión. Fue en ese momento
que llegué a las lágrimas. Se abrió totalmente esa ventana de mi alma. Allá
afuera había un poste sosteniendo una lámpara con luz amarilla muy ligera,
comparada con lo blanco y el azul.
Todo se volvió magia. El frío y el silencio tienen presencia conjunta. Eso
se contempla en cualquier lado que sea frío y caiga nieve. Después de caer la
nieve todo queda en silencio, impera entonces la luz blanca de la nieve, lo
negro del cielo y una brillantez que aleja la sensación de frío.
Recuerdo que en mi estancia en Santa Lucía, Chihuahua, pequeña población
rodeada por colinas, ocupé una pequeña casa ubicada en una cuesta. Supe que la
casa fue habitada por una pareja de viejitos hasta que murieron. El interior
era oscuro, aunque lleno de paz y plena tranquilidad.
Una noche me levanté para ir al baño, orinaba cuando me llamó la atención
algo en la ventanita del cuarto. Me asomé. Desperté totalmente, se me quitó el
sueño. Afuera, la colina próxima era totalmente visible, la luna estaba alta, no
existía alumbrado público. A pesar de la negrura del cielo, se veían los
magueyes, la hierba, dos caballos por ahí vagando, arrancando pasto, y al fondo
algunas casas, construidas con adobe.
Lo primordial era la iluminación de ese matiz azul. Los magueyes eran
revestidos con ese manto de luz, la hierba, el pasto, las colinas. Esto es
cine, es lo único y torpe que alcancé a pensar. Retomar el sueño me costó
trabajo.
Oslo me devuelve eso.
Sentado en la silla sentí cómo unía esos dos puntos de mi vida. No sé si
todas las personas logren ver y escuchar el silencio que cae junto con la nieve
y después funda un imperio instantáneo. A pesar del frío y de las personas que
lo padecen, es un milagro.
Regresé a la silla con mis sentidos despiertos, afuera la única existencia
humana era la del poste y su farola. En ese instante inició el brillo de
diamantes de la nieve cuando se congela.
No necesitaba música ni la compañía de algún libro, sería inútil. Me ubiqué
en que estaba en Oslo y eso era suficiente. El silencio es suave, pesado, y
contundente. Pensé en John Cage, recordé otra vez a Wajda.
Me incorporé de la silla y tomé la decisión de acercarme justo en la
ventana para lograr una mayor visión.
Entonces llegó el milagro, un aleluya, un magnificat. Encima de mí apareció
la aurora boreal, que jamás había presenciado. Quise arrodillarme, pero me
sentí estático, no podía moverme. Además descubrí algo. Al inicio de la
arboleda cercana estaban unos lobos observando hacia el frente. Sentí que me
veían fijamente, ellos estaban en mis ojos.
Sentí el frío, unos de ellos aullaron, abrí la ventana para tomar un poco
de nieve y untármela en la cara. Contemplé la nieve, logré oler su luminosidad.
Salté por la ventana hacia afuera. Entonces sentí el frío. Varios lobos se
acercaron.
Desde entonces no recuerdo nada más.
Andrés Espinosa Becerra, Córdoba, Veracruz. Sus libros son: Quinteto para un pretérito, en coautoría con otros autores, Los días que no duermen, Una casa con silencio y patio, El silencio del gato. Actualmente textos suyos aparecen en la revista electrónica Estilo Mápula.
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