Un verso
Por Elí Isaí Loya Balcázar
La
última vez que fui a la Librería Kosmos encontré El ciudadano de mis zapatos,
del escritor argentino Luis María Pescetti.
A la hora de acostarme, abrí el libro y leí los primeros capítulos. Debo
decir que la historia me entusiasmó, a pesar de que me podía imaginar al autor
dirigiéndose a un público infantil, con títeres de calcetines de por medio.
Pero el relato, además de llevarme como en brazos por donde iba caminando,
tenía que ver con una tal Andrea, al parecer esquiva y perdidiza, cosa que le
puso un poco de morbo al relato y me alentó a seguir, pese al sueño.
En
algún momento de tensión inesperada, el narrador dijo algo que me llamó la
atención de manera particular:
Con una discreción y un silencio que se
parecía más a que todo, todo lo que había para decir nos llegaba sin palabras,
siempre, y que por eso, se seguía acumulando más y más, porque desde chicos no
encontrábamos palabras para atrapar o para alcanzar lo que no tiene palabras, y
aprendimos más a convivir con el sentido al desnudo, sin encarnar, que con su
remplazo de sonidos articulados, siempre imperfectos, sí, que nunca quieren
decir lo mismo, sí, pero también muy humanos, muy esperados.
Irremediablemente
pensé en una frase de Borges que leí en algún lado, y que decía algo así como
que las palabras no son otra cosa que
símbolos que nos aproximan a símbolos, frase que me ha rondado los últimos
dos años, y que quizá deformo o manipulo en la memoria para mi conveniencia.
Luego
dejé a Pescetti encima del buró y abrí la Antología personal de Rubén Darío,
que adquirí donde mismo. Su prólogo me contaba de cómo este poeta hizo temblar
el árbol de la poesía en lengua española, inaugurando el modernismo mientras
jugaba explorando el número de sílabas de los versos. Terminando el prólogo me
dormí.
Por
la mañana, cruzando la Ciudad Deportiva por el corredor acostumbrado, vi a un
señor encaminarse muy animoso hacia una banquita donde había dos señoras
sentadas
—¡Cuánto
sol! —les dijo en tono festivo a manera de saludo.
De
manera instantánea, su frase me iluminó.
Me
parece que a veces la poesía (y el habla en general) pretende reducir su
belleza a la ropa que visten las palabras, o al ámbito al que remiten, pero
estas dos palabras, chaparritas, casi tímidas, saltaron de la boca del hombre
como cuando el cielo se aclara detrás de las montañas, y me ha conmovido tan
hondamente que les consideré un bello poema silvestre (como los pájaros y
algunas flores de la Deportiva).
Un
hermoso poema microscópico que, sin embargo, nos mueve a tanto, y en el que
caben tantas cosas.
Otro
hecho que me interesó fue que no lo dijo un poeta. O bien, lo dijo alguien que
no sabe que es poeta, o alguien de quien jamás sabremos si le viene o le va
saberse, o ser.
Decía
que dijo la frase a manera de saludo en lugar de decirles buenos días o un
simple hola, y que estas dos palabras encendieron también el rostro de las dos
mujeres, quienes sonrieron como abriendo los ojos para ver más el sol (que
quién sabe si ya lo habían visto antes de ser aludido por el no poeta) y
terminaron de echar a andar la mañana.
A
torpe vista podríamos decir que lo único que él quiso decir era que hacía
calor, porque hacía sol, y porque estamos a punto de entrar en primavera, pero
este cuánto sol se me antoja para,
además de saludar, festejar que vivimos otro día, y que da un gusto enorme
encontrarse con ciertas personas, en cualquier sitio, el día menos esperado. Se
me antoja también para que (ya que los soles son estrellas) en ella quepan
todos los otros soles que andan por ahí en el espacio, así como cuando decimos
¡cuánta agua!, o ¡cuánto amor!
Y
ya que también nosotros somos, a nuestro modo, estrellas, pues en este poema
pequeñito caben de una vez juntos todos los soles del universo, y caben las
estrellas que se han visto, las que no conocemos todavía, aquellas que jamás
serán nombradas, y todos nosotros, huéspedes
en esta pequeña gota de tierra que, junto a otros planetas, sistemas y
galaxias, caemos o giramos como una lluvia más lenta y más gigante, y que nadie
sabemos a qué jardín o mar, en qué tarde o qué otoño, iremos a ir a parar.
Supe
también que la poesía necesita que alguien la escuche. La poesía necesita
comprobarse en todos quienes, complacientes o descuidados, la gozan como el
olor de las lilas que llega de repente, o como el sabor de los frutos cuando en
una mordida se expande en un color luminiscente. Decirle ¡cuánto sol! a nadie,
sería como decirle buenos días al espejo, o como caminar tomados de nuestra
propia mano.
El
sol que me dio ese señor (más a mí que a las musas sentadas en la banca) y que
me iluminó de la manera simple y transparente, no ha querido ponerse desde
entonces. Y, cosa extraña, de pronto en cualquier parte, a cualquier hora y más
que antes, sale, y otra vez amanece.
Qué
belleza, en verdad, este sol que sale sin tener que ponerse. Que avanza y
atardece, y sin ponerse, sale.
Elí Isaí Loya Balcázar es colaborador de la revista Solar: su obra narrativa aparece en la antología Voces del Noreste; es coordinador de Ri´e Asociación Civil, mediador de la Sala de Lectura José Martí, coordinador de Talleres y Cursos de la Casa de Actividades Juveniles y Artísticas (C.A.J.A), de los Talleres Incluyentes para Jóvenes de Centros de Rehabilitación, Casas Hogar y Reclusorios. En 2018 publicó su libro de cuentos Ojo de bruja, y en 2021 otro más: Posdata al futuro, en la Editorial Instituto de Cultura del Municipio de Chihuahua.
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