los martes
Oslo
Por Arturo Aldama
López
Este es una propuesta de
ejercicio de parte de Tere Bazaldúa Arizpe en la que da muestra cabal de su
didactismo y de una visualización correcta del ejercicio escritural. La
acometimos de inmediato. Sin esa inducción no hubiera sido posible.
Llegué a Oslo
volando por BOAC una noche de invierno, a finales de 1980. BOAC era una línea
aérea británica que casi estaba en bancarrota, por eso pude conseguir un buen
precio en mi boleto. Era ya tarde y un taxi me llevó hasta el hostal donde me iba
a hospedar, hacía un frío de los mil demonios pero la noche era clara.
Cuando llegué al
hostal, me recibió una simpática señora cincuentona, medio regordeta pero de cara
bonita, piel blanca como la nieve de Escandinavia, orejas y nariz rosadas. Me
llamo la atención que, a pesar del frío, había salido sin abrigo a recibirme,
su blusa dejaba ver unos frondosos senos por los que nunca había pasado el
tiempo. Creo que notó mi asombro y mi deleite, entonces me sonrió y me dijo en
perfecto español: ¡Bienvenido!
La mujer y yo nos
dirigimos a la entrada del hostal, ella me dejó pasar por delante, pero esperé
y me hice a un lado para que pasara primero.
―¡Ah, latinos! Qué lindo detalle ―exclamó, e inmediatamente entró por delante
de mí, se dirigió al lobby, abrió una libreta con pasta de colores
fosforescentes, como los de una aurora boreal, y escribió algo en ella. Luego sacó
una llave y me la dio.
―Tu cuarto está en el tercer piso ―me dijo.
Le pregunté que dónde
podría conseguir una cerveza a esa hora. Me preguntó cuántas quería. Terminé
pidiéndole seis, y un paquete de carne seca.
Me despedí de
ella y le pregunté su nombre. Me dijo que se llamaba Freya. Le agradecí su
amable bienvenida.
Me dirigí hacia
el viejo elevador; mientras subía, pensé que Freya era una mujer interesante,
atractiva. Había observado sus senos blancos, de tono rosado que asomaban
ligeramente en su blusa veraniega. Me encantó su acento al hablar en español. Tenía
un aspecto de campesina nórdica, facciones un tanto duras, toscas quizá, pero
había una dulzura interna en su sonrisa.
El elevador paró
en el tercer piso, se abrió la puerta y caminé por el pasillo que tenía una
alfombra roja ya bastante vieja pero limpia; llegué a mi cuarto, el número 323,
y abrí la puerta. Era un cuarto pequeño con una gran ventana y con todo lo indispensable.
Coloqué la maleta en el pequeño closet, saqué las cervezas de mi bolsa y
destapé una, la tomé con rapidez, eructé, mi eructo se debió haber escuchado en
todo el hostal y después bostecé, tenía sueño. Me dirigí a la ventana y abrí
las cortinas. Podía ver un parque enfrente y al fondo las luces del centro de
Oslo, el cual estaba como a cinco kilómetros. Miré hacia el cielo y solo pude
ver que se nublaba, yo hubiese querido ver una aurora boreal en ese instante, era
el verdadero propósito de mi viaje a Oslo.
Por la mañana,
alguien toco a mi puerta. Estaba casi despierto, en realidad no me molestó el
toquido, me dirigí hacia la puerta, vi por el agujero y reconocí la figura de
Freya, distorsionada por el compacto cristal de la mirilla. Abrí la puerta, traía
el desayuno. Pan con mermelada y café, un vasito de jugo de naranja, eso era
todo. Extrañé los huevos rancheros que cocinaba mi madre allá en Veracruz. Sin
embargo, le agradecí el detalle a Freya. Se quedó un rato en la puerta, la
invité a entrar; ella entró un poco indecisa, quizás lo estaba haciendo contra
las normas del hotel, pero de todas formas entró despacio. Le ofrecí la silla,
abrí las cortinas y me percaté de que nevaba. Debí haber escuchado el reporte
meteorológico y no lo hice. Solo podía estar unas cuantas noches allí, y
parecía que el cielo nunca se iba a despejar. Así nunca vería la aurora boreal.
Freya notó mi desilusión, pero me dio ánimos diciendo que la situación podría mejorar,
la naturaleza cambia a su antojo, uno nunca sabe. Le agradecí sus buenos
deseos, sabía que ella solo estaba tratando de que no me sintiera decepcionado.
*
Habían pasado ya
tres días y seguía nevando, parecía que nunca podría ver la aurora boreal y solo
tenía dinero para una estancia de unas cuantas noches más en el hostal. Freya y
yo nos habíamos tomando confianza. Platicábamos por horas y horas tomando té o
vodka. Nunca había tenido gusto por el vodka, pero Freya me enseñó a encontrárselo.
El frío y la nieve hacían más acogedores los instantes que pasaba con ella y a
mí me gustaba compartir esos momentos. Platicábamos de música, de poesía, de
libros. Sintonizábamos las estaciones de radio de Oslo y las que llegaban de la
Unión Soviética; eran en inglés, creo, para que todo el mundo entendiera su
mensaje adoctrinador.
Los pocos días
que pasé en Oslo se fueron muy rápido, y no dejó de nevar. Pronto llegó la hora
de marcharme y regresar a Londres. Pero una noche antes de partir, Freya tocó
la puerta, entró a mi cuarto sin timidez alguna y me ofreció quedarme con ella
en su departamento. Solo tenía una recámara, pero con un sofá muy cómodo. Dijo
que ahí dormían siempre las visitas. Pensé que era inútil quedarse, nunca
dejará de nevar. Sin embargo, me sentí atraído por la idea de pasar más días
con Freya. Me sentía muy a gusto con ella y la intimidad de la propuesta me
atrajo muchísimo.
Me mudé al
departamento de Freya. Era pequeño, igual que el cuarto del hostal tenía una
gran ventana por donde, según Freya, había visto muchas auroras boreales. Solo
pensé en Freya, en su nariz roja, en sus hermosos pies blancos, en el fino
vello que cubría su vientre. No quería dejarla, aunque sabía que tenía que
partir.
La última noche
que estuvimos juntos en el climax de nuestro amor, mientras Freya se
contorsionaba y lanzaba sus pechos al viento, miré por la ventana, aquella gran
ventana, una luz que empezó a transformarse cambiando de colores, la luz entro
e iluminó el bello rostro de Freya, envolvió las líneas de su cuerpo, todo se
iluminó dentro del cuarto. La aurora boreal había penetrado la habitación e
iluminaba de radiantes colores nuestros cuerpos y nos dejamos envolver por
ellos. Nuestra piel se había teñido con los colores de la aurora boreal, al terminar
de hacer el amor. Poco a poco la luz fue desapareciendo a través de la gran
ventana y se fue dispersando en la oscuridad de la noche. Freya y yo quedamos
abrazados debajo de las sábanas y nos quedamos dormidos.
Mantuvimos
contacto por algún tiempo. Me escribía cartas con dibujos iluminados con los
colores de las auroras boreales. También algunas postales. Alguna que otra vez
me gasté un buen dinero hablando con ella por larga distancia, después ya no
supe más. Regresé a Oslo cuando la Unión Soviética se había desintegrado. La
aerolínea BOAC había desaparecido, y ya era más barato hablar por larga
distancia, el mundo había cambiado. Fui a buscar a Freya al Hostal, pero ya no
existía; en su lugar había un restaurante que se llamaba La Aurora Boreal.
Pregunté alrededor y amable joven me dijo en español que había conocido a Freya,
pero que no sabía nada de ella.
Había aprendido
español con Freya y me enseñó un libro de Neruda que ella le había regalado.
Platicamos de poesía y poco a poco nos fuimos tomando confianza. Entonces me
confesó que la última vez que había visto a Freya fue cuando una aurora boreal
enorme había iluminado los cielos de Oslo, juntas la habían observado por un
largo tiempo. La muchacha había tomado fotografías. Freya solo observaba como
hipnotizada. La muchacha tomaba muchas fotografías sin poner atención a su
alrededor, pero cuando volteó a ver a Freya, esta había desaparecido. La buscó
por todos lados, pero nunca la encontró. Desde entonces nunca supo más de ella.
La muchacha me
dijo que siempre creyó que Freya se esfumó entre los colores de aquella aurora
boreal. Siempre le habían fascinado, desde pequeña, y siempre hablaba de ellas.
Dibujaba e iluminaba auroras boreales. Cada vez que venía algún visitante a ver
las auroras boreales, Freya los recibía y siempre regresaban felices de
haberlas visto, aunque a veces no podía ser posible porque las nevadas lo
impedían. Ambos sonreímos y creo que la hermosa joven noruega tenía razón.
Arturo Aldama López.
San Antonio Texas. Enero de 2022
Gastón Arturo Aldama López cursó estudios en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Es egresado de una infinidad de conciertos de las salas del Palacio de Bellas, la sala Netzahualcoyotl, y gran amigo de notables compositores y melómanos. Actualmente vive con Mariane y sus dos hijos, surca los aires con orgullo y gusto como sobrecargo en American Airlines.
No hay comentarios:
Publicar un comentario