Rollos cortos
Amor y mucha ópera
Por Luis Raúl Herrera Piñón
Muy buena película, desde la producción medida y elegante, hasta las actuaciones precisas, así es la historia de Paul Potts, estrella de la ópera, estrenada en México en 2014 bajo el título de Mi gran oportunidad.
El filme retrata los años previos al triunfo de Potts en un show televisivo. Aunque no se dejan de contar las dificultades que el personaje central tuvo que sufrir en su infancia, no solamente por su amor a la ópera, también por su sobrepeso, especialmente el bullying de sus compañeros de escuela, la cinta transpira esperanza y amor por todos lados. Se trata de una de esas películas capaces de reconfortar el espíritu y hacer creer otra vez en la humanidad.
Paul Potts saltó a la fama en el 2007, a los 37 años de edad, luego de ganar el concurso de la televisión inglesa Britain’s Got Talent. Ahí interpretó arias de ópera y conquistó al público con su voz y con su sencillez. Hasta entonces, Potts trabajaba en una tienda de teléfonos celulares, y debido a su amor por la ópera ya había tenido la oportunidad de audicionar ante Luciano Pavarotti, aunque con malos resultados.
Mi gran oportunidad es una película esperanzadora, llena de buenas actuaciones. Destaca, desde luego, la muy creíble interpretación de James Corden en el papel de Potts, que logra dar vida a un personaje adorable e introspectivo; Alexandra Roach, como la novia –a quien conoció a través de Internet– y luego esposa de Potts, está simplemente perfecta en su papel, con un rostro que desborda dulzura y buenos sentimientos; sin olvidar a Colm Meane, quien interpretó al padre de Potts tan acertadamente que resulta odioso en casi todo el metraje.
Un cuento de hadas hecho realidad, retratado con efectividad gracias a la buena fotografía del experimentado Florian Ballhaus, la cual tiene verdaderos destellos de belleza, especialmente en los paisajes venecianos.
Gran parte de los logros de este filme se deben a que el director, David Frankel, pudo reunir en una misma historia humor, amor y dolor a partes iguales, sin llegar a caer en el sentimentalismo, que siempre echa a perder a este tipo de películas.
El título de la cinta hace referencia a la oportunidad que tuvo Potts de alcanzar su sueño, gracias a un concurso, pero también al nombre del primer disco que grabó tras haber alcanzado la fama, lanzado en 2007 y que alcanzó los primeros lugares en ventas.
Amable, inspiradora, tierna, demasiado bella para ser verdad, así es la historia de este hombre sencillo que, a pesar de todas las adversidades, logró vencer sus miedos para realizar su sueño de vivir de y para la ópera.
Título original: One chance. Dirección: David Frankel. País: Estados Unidos. Año: 2013. Reparto: James Corden, Alexandra Roach, Julie Walters, Colm Meaney. Duración: 103 min. Dónde ver: Amazon Prime Video.
Luis Raúl Herrera Piñón es el jefe de la Unidad de Cine de la Quinta Gameros desde hace 19 años, tiempo en el que ha privilegiado la difusión de la cultura, a través de cine de calidad. Durante años publicó en El Heraldo de Chihuahua su columna Rollos cortos, en donde hacía crónicas y crítica de cine.
Quetzalcoatl. Nueva versión de la leyenda de Ce Ácatl Topiltzin. Episodio 2
Por Fructuoso Irigoyen Rascón
Ce Ácatl no recordaba mucho de su infancia, particularmente de sus padres; en cambio, sí recordaba claramente a sus abuelos. Vivían estos ahí cerquita, tras la muralla del templo… y sabía que no eran tan prominentes como la leyenda los pintaría después. ¿Cómo es que decían que él mismo había enseñado a su pueblo la arquitectura para construir palacios y templos, si estos ya estaban allí donde estan ahora, cuando él apenas nacía? Pero en fin, pensaba él, es el precio de estar convirtiéndose en un dios.
Si bien la voz popular incluía con frecuencia en sus loas el nombre de su padre, Mixcóatl, Ce Acatl no estaba completamente seguro si ese era realmente el de su padre. Pero tanto lo dijeron que poco a poco se había convertido en verdad. Debemos sin embargo repetir que el mismo príncipe dudaba de que hubiera sido este el mismo legendario guía del pueblo. Cuando se unió a las fuerzas guerreras toltecas y mostró su valentía y extraordinario talento militar, la gente comenzó a llamarlo hijo de Mixcóatl, pues a aquel héroe, ya en ese tiempo convertido un verdadero semidios, se le atribuían desde entonces grandes triunfos en campañas militares. Por lo tanto para el pueblo era lógico que este Ce Ácatl no pudiera ser otro que el hijo del mítico Mixcóatl. Algunas fuentes cambian el nombre de Mixcóatl por el de Camaxtli, pero el contexto nos deja saber que este no es sino otro nombre del mismo Mixcóatl.
Un acontecer interesante es que Ce Ácatl, en sus días de guerrero tolteca, se hacía acompañar todo el tiempo de dos guerreros casi tan efectivos y fieros como él mismo. Los tres compadres se habían puesto apodos: Totonqui ‒el caliente‒, Tompiate ‒el testículo‒, y finalmente el de Topilzin cuyo significado ‒por orden suya‒ se mantenía en secreto, pero de una conversación con los otros dos guerrreros hemos de asumir que era algo así como «el que no falla en el tiro» «el acertado» o bien «el chingón».[1] Pero esto nunca se sabrá con certeza. De hecho es sorprendente que una vez que asumió el nombre de Quetzalcóatl, su nombre calendárico todavía se recordara, y mucho más asombroso es que su nombre «de cariño», Topilzin, también sobreviviera en las crónicas.
El príncipe también abrigaba dudas respecto a la identidad de su madre. Llamada Chimalman en los códices, y loada en la misma forma que lo era Mixcóatl, su imagen no correspondía a la de aquella amorosa muchacha que recordaba entre sueños. ¿Era acaso ella la virgen de la leyenda que concibiera a Ce Ácatl Topiltzin como consecuencia de haberse tragado una piedra preciosa caída del cielo? A veces la idea de haber sido concebido por una virgen sin intervención masculina lo conmovía, pero en otras lo disgustaba. Los cronistas destacarían después el paralelo entre este hecho milagroso y la historia de la Coatlicue que quedó embarazada al recibir una pluma que cayó del cielo y concebir así al portentoso señor Huitzilopochtli. El propio Ce Ácatl no podía corroborar o negar si había nacido en Tepoztlán, como algunas tradiciones lo proponen. Como acabamos de decir, a quienes sí recordaba con claridad era a sus abuelos, padres de su madre, que lo criaron y que fueron su mundo durante sus primeros años. De la casa de ellos, en Tula, fue que salió hacia el desértico norte a la guerra con los chichimecas. Al menos de sus abuelos Topiltzin nunca oyó la historia de que su madre se hubiese comido una piedra preciosa, o que él hubiera nacido en Tepoztlán.
Un recuerdo más claro y cercano era el de su hermana Xochipétatl ‒lecho de flores‒; como a él, la habían criado los abuelos. La había visto florecer haciendo honor a su nombre y convertirse en una muchacha bellísima. Durante ese tiempo ella sería su alma gemela, la que lloraría al verlo partir hacia la guerra, a la que él quería él ver, antes que a nadie, tan pronto como llegaba de cada una de las batallas.
De cualquier forma, así sucede frecuentemente con los dioses, los héroes y los hombres divinizados, que sus padres también deben ser elevados, si no a nivel divino, sí al de santos o seres muy especiales.
Lo que sí recordaba claramente Ce Ácatl era cómo había llegado hasta donde ahora estaba. Su carrera metéorica de valiente e invencible guerrero lo había llevado primero a formar parte de los mandos militares y, después, del sacerdocio de los dioses. Había salido de su casa hacia los campos de batalla norteños con escasos doce o trece años de edad, y fue directo a combatir a los indomables chichimecas. Sí, todavía era un niño cuando esto acontecía. La noticia de que los fieros bárbaros avanzaban contra Tula permitió que se aceptara que algunos niños todavía sin la edad necesaria para ser guerreros se colaran en la milicia. Entre ellos iba Ce Ácatl Topiltzin, quien no pudo dejar escapar la oportunidad. Marcharon los valientes toltecas hacia las llanuras zacatecanas, entonaban himnos de guerra y no tenían duda alguna de su pronto triunfo. No pasó un día sin que el asombrado muchacho viera su macana cubierta de sangre y materia encefálica de los enemigos. El furor del combate y el ver a algunos de sus compañeros heridos desangrándose entre las magueyeras impedía en parte que el joven cayera en la cuenta que ya había aprendido a matar, y lo había aprendido muy bien. Tampoco fue sorprendente para él cuando otros comenzaron a seguirle llamándole capitán. No podía entonces imaginar que tiempo después, en el proceso de convertirse en deidad, aborrecería el arte de matar.
Algo que le inquietaba era el haber conocido de cerca a aquellos chichimecas, sabía que si lo hubiesen capturado en una de las muchas escaramuzas que él y sus guerreros enfrentaron contra ellos, le hubieran cortado la cabeza para ensartarla en una lanza y danzar con ella alrededor del fuego. Aunque de alguna manera los admiraba, no podía tragar aquello de que jalaran del brazo a una muchacha y se tiraran al suelo con ella consumando la cópula ahí mismo, en medio de la gente, incluyendo niños y ancianos, levantándose después sacudiéndose el polvo y siguiendo su camino como si nada hubiese pasado. El joven príncipe no podía ver aquello sino como incivilizado y aborrecible.
Lo diría después en alguno de sus sermones: los toltecas no deberían ser como sus primos los chichimecas. Él ponía el ejemplo siendo totalmente casto. Lo que fue al principio difícil pues a los guerreros triunfadores les acercaban muchachas vírgenes para su solaz y esparcimiento y como recompensa por haber arriesgado la vida por su ciudad, por su nación. Después ya como sacerdote también le llegaban ofertas similares que él invariablemente rechazaba.
El siguiente fue un evento memorable que de alguna manera se relaciona con la castidad del joven prínicipe. Los tres guerreros regresaban de una campaña contra los chichimecas, fatigados, hambrientos y sedientos, y ya avanzaban sobre las primeras casas en las goteras de Tula. Decidieron entonces parar en una de las casas y comprar algo de beber y comer. Trasponiendo una cortina de hilos y semillas ‒así de segura era Tula, las puertas eran innecesarias‒ se toparon con una niña como de once años que estaba completamente desnuda.
—¿Y tus papás?— preguntó Totonqui.
—Solo están papá y mi hermana en el otro cuarto.
Topilzin, rápidamente franqueó la segunda cortina de semillas y se quedó mudo ante la escena que encontró. Padre e hija tendidos tendidos desnudos en un petate, evidentemente o habían terminado un encuentro sexual o se disponían a tenerlo.
—¿Cómo se atreven? —dijo el príncipe sorprendido.
Topilzin revestido con su armadura de cuero de ciervo y portando la macana con hojas de obsidiana se sintió tentado a matar a aquel hombre allí mismo. Ya alzaba su macana cuando Totonqui lo tomó del brazo.
—Detente Topiltzin, mandaremos por él. Que se le juzgue por el Consejo y luego se le ejecute en público para escarmiento de todos. —Y así se hizo.
Después de muchas batallas, por cierto trayendo de muchas de ellas cautivos que serían sacrificados en el teocali mayor, a veces a Tezcatlipoca, otras a Quetzalcóatl o a otros dioses, un buen día el príncipe fue requerido para ejecutar un sacrificio por su propia mano. Fue también la primera vez que lo vistieron con el gorro cónico del dios del viento y le pintaron rayas tigrinas en sus costados. El mirar el rostro desorbitado de su víctima le conmovió a tal punto que por varios días no comió, hasta el agua le provocaba náuseas… en las noches solo dormitaba; cuando casi lograba quedarse dormido sentía el corazón palpitante en las palmas de sus manos y el escurrir de la sangre caliente entre sus dedos. Hasta Tlacomixtli lo desconocía. El alivio llegó solo cuando lo llamaron otra vez al campo de batalla. Su comandante en jefe, un capitán tolteca de nombre Ixtacahuiztli, lo notó diferente respecto a como lo había visto en la campaña del año anterior.
—Dime Ce Ácatl, que te pasa, te ves… como distraído.
El príncipe le confió lo que acababa de suceder en el teocali. El capitán, un experimentado guerrero, le dijo lo que los asesinos de todas clases y de todos los tiempos siempre han dicho:
—Ya te acostumbrarás. Bastará con hacerlo varias veces y luego ya te será muy natural. Es como cuando combatiste por primera vez…
Ce Ácatl agradeció la respuesta por mera cortesía debida a un comandante militar. Pensó: «Pues ¿qué esperabas que dijera?».
Ya para entonces, y probablemente debido a su experiencia en el teocalli, algo había cambiado en él. Por una parte, había comenzado a sentirse iluminado y por otra las muchas batallas lo habían llevado a la cima de los mandos militares y sus hazañas reales o ya convertidas en mito lo elevaban al grado de guerrero invencible y protector del pueblo. Pero aquel único sacrificio en el teocali mayor vestido como Ehécatl había traído a la superficie una intensa repulsión por los sacrificios humanos y una nueva visión del mundo y de sí mismo.
Sabía que no todo el mundo estaría de acuerdo en suprimir los sacrificios humanos, sin embargo, ya que el guerrero se habría convertido en una representación del dios y en su sacerdote, tenía el poder para suprimir aquellas cruentas prácticas.
Pronto se instalaría en el ala del palacio destinada a los príncipes, ahora que era el príncipe sacerdote, noble entre los nobles, supremo comandante del ejército y simultáneamente sumo sacerdote se le comenzó a llamar teopixcatlatoani. No obstante muchos ya le llamarían Quetzalcóatl llanamente. Y él pronto se acostumbró a reponder a ese nombre. Solo su gato, Tlacomixtli, mirándolo con su único ojo no parecía inmutarse ante los cambios de personalidad y actitud del príncipe que asombraba a todos los demás.
Tula era ya una gran ciudad, pero era una ciudad sin memoria. Y como tal estaba bien dispuesta a incorporar una nueva leyenda en sus anales. Si ahora decían que el valiente guerrero Ce Ácatl había sido el que condujo al pueblo desde el mítico norte hasta Tula, habría después mucho más que decir: Ce Ácatl aparecería ante su pueblo ataviado con el atuendo de Quetzalcóatl, y, sin más preámbulo, tomaría su nombre, en una palabra, se convertiría en Quetzalcóatl. Y cuando uno toma el nombre del dios también se convierte en el dios. Con ello Tula también adquiriría su historia. El muchachito guerrero se había convertido en un dios, un dios que ahora comenzaba a recordar… “sí, tal vez alguna vez fui aquel sol de viento del que habla la leyenda; sí, empujé a Tezcatlipoca al abismo, el malvado se volvió tigre y escaló hasta el cielo y anda por ahí tratando de desbancarme, de destronarme, de exterminarme, ¡qué se le va a hacer! No se puede ser querido por todos.”
Ce Ácatl Quetzalcóatl ya se había convertido en el monarca divino de Tula y de los toltecas. Y esto era posible solamente porque los ejércitos aquellos que ahora el propio Ce Ácatl dirigiera mantenían a los norteños chichimecas a raya. Para esas fechas los toltecas habían logrado lo que solo en fechas muy posteriores sus herederos, los aztecas, y mucho después los americanos, pudieran hacer: establecer un colchón, un área de paz y tranquilidad entre ellos mismos y sus belicosos vecinos. Los ciudadanos comunes y corrientes vivían sin percatarse de hecho que una estructura militar controlaba un área mucho más grande, bien pacificada que les alejaba de las incursiones del bárbaro norte contra la «civilización» manteniendo así el peligro alejado de los toltecas citadinos que entonces podían ejercer la vocación artística que tanta fama les diera. Sin embargo, no puede escapársele al observador perspicaz que algunas de las proezas artísticas de los artesanos toltecas tenían una conspicua conexión con la guerra: por ejemplo, aquellas puntas de flecha, de lanza, cuchillos y otros instrumentos hechos de la cristalina obsidiana armas para usarse en la guerra que siempre estaría presente.
[1] Algunos puristas traducen Topilzin al español como “nuestro hijo”, “nuestro venerable noble” o “nuestro señor”.
Fructuoso Irigoyen Rascón, autor del Cerocahui, una verdadera épica de la región, es médico con especialidad en psiquiatría, con una vasta y brillante práctica profesional. Es autor además de los libros Tarahumara Medicine: Ethnobotany and Healing among the Rarámuri of Mexico y Nace Chihuahua, Gabriel Tepórame y Diego Guajardo Fajardo, los forjadores.
Una carta perdida
Por Marco Benavides
En un rincón olvidado de una oficina postal en el pueblo de Creel, yacía una carta cuyo destino nunca fue alcanzado. El sobre, de un amarillo pálido y desgastado por los años, llevaba la dirección de una señorita Elisa Montenegro, escrita con una caligrafía elegante pero temblorosa, que revelaba la mano anciana de quien lo había enviado. Aquella carta, depositada con esperanzas y sellada con un suspiro, permaneció escondida detrás de un antiguo armario de madera donde había caído por accidente, olvidada por décadas, un testigo mudo del paso del tiempo.
El remitente era don Arturo Vidal, un viejo escritor de cuentos para niños que había vivido la mayor parte de su vida en las montañas de Creel. En su juventud, don Arturo había sido amigo de Josefina Montenegro, la madre de Elisa. Josefina había fallecido joven, dejando a Elisa al cuidado de parientes que poco sabían del antiguo lazo que unía a su familia con el escritor. La carta contenía la última historia escrita por don Arturo, dedicada a Elisa, la hija de su más querida amiga, con la esperanza de que las palabras que él había tejido con tanto amor pudiesen guiarla y consolarla en su orfandad.
Sin embargo, el destino de Elisa tomó otro rumbo. Creció en la ciudad, lejos de las montañas de Creel, educada entre el bullicio y las prisas de la vida moderna, ajena a las historias y los paisajes que habían inspirado a don Arturo. Se convirtió en una mujer de negocios, pragmática y eficiente, una persona que medía el tiempo en logros y el éxito en cifras. A lo largo de los años, Elisa sintió un vacío, una inexplicable nostalgia por algo que nunca había conocido, pero lo atribuyó al estrés de su carrera y continuó con su vida.
Don Arturo, por su parte, esperó con paciencia una respuesta que nunca llegó. Con cada día que pasaba, su corazón se hundía un poco más, temiendo que su última historia, posiblemente su obra maestra, se hubiera perdido en el camino hacia su destinataria. Eventualmente, pasó a mejor vida, llevando consigo la tristeza de un final que sintió incompleto, de un mensaje que no había podido entregar.
Pasaron los años, y la pequeña oficina postal fue renovada. Durante las obras, un joven trabajador encontró el sobre amarillento detrás del armario. Sorprendido por el hallazgo, decidió buscar a la destinataria o a sus descendientes. La búsqueda lo llevó hasta la ciudad, donde Elisa, ya avanzada en años y retirada de su vida laboral, recibió la carta con una mezcla de confusión y curiosidad.
Al abrir el sobre y leer las primeras líneas, las lágrimas comenzaron a brotar de los ojos de Elisa. Las palabras de don Arturo, llenas de ternura y nostalgia, hablaban de su madre, de las montañas de Creel en la primavera y de las historias que él creaba, inspirado por la belleza del lugar y el recuerdo de su amistad con Josefina. La historia, titulada El jardín secreto, era un relato mágico sobre una niña que descubría un jardín encantado donde todos los sueños perdidos encontraban consuelo.
Leyendo la carta, Elisa sintió como si un puente se tendiera entre su presente y su pasado, entre la mujer de negocios y la niña que nunca conoció las historias de su madre. Se dio cuenta de que, sin saberlo, había anhelado aquellos relatos, aquel vínculo con su madre que don Arturo había tratado de restaurar a través de las palabras.
Movida por la experiencia, Elisa decidió regresar a Creel. Allí, en las montañas que habían visto crecer y envejecer a don Arturo, encontró paz. Decidió usar parte de su fortuna para restaurar la casa del escritor y convertirla en una biblioteca comunitaria. La historia de El jardín secreto se convirtió en la favorita de los niños del pueblo y, con el tiempo, de sus propios nietos.
La carta perdida, aunque llegó con décadas de retraso, cambió el destino de Elisa, guiándola de vuelta a sus raíces y permitiéndole encontrar un propósito nuevo en los últimos capítulos de su vida. Así, lo que había comenzado como una historia de olvido, se transformó en una de redescubrimiento y esperanza, un recordatorio de que algunas palabras, aunque tardías, pueden tener el poder de sanar y unir, más allá de la vida terrenal.
28 octubre 2024
Marco Vinicio Benavides Sánchez es médico cirujano y partero por la Universidad Autónoma de Chihuahua; título en cirugía general por la Universidad Autónoma de Coahuila; entrenamiento clínico en servicio en trasplante de órganos y tejidos en la Universität Innsbruck, el Hospital Universitario en Austria, y en el Instituto Mexicano del Seguro Social. Ha trabajado en el Instituto Mexicano del Seguro Social como médico general, cirujano general y cirujano de trasplante, y también fue jefe del Departamento de Cirugía General, coordinador clínico y subdirector médico. Actualmente jubilado por años de servicio. Autor y coautor de artículos médicos en trasplante renal e inmunosupresión. Experiencia académica como profesor de cirugía en la Universidad Autónoma de Chihuahua; profesor de anatomía y fisiología en la Universidad de Durango. Actualmente, investiga sobre inteligencia artificial en medicina. Es autor y editor de la revista web Med Multilingua.
JChM + José Antonio García Pérez + Susana Avitia Ponce de León en la presentación del libro Chihuahua ciudad literaria. Feria del Libro Chihuahua 2024, en el Centro de Convenciones y Exposiciones.
Cocodrilo Bit
El Viejo roncaronlero de Rock and Rul
Por Benito Rosales
Les comparto una breve reseña sobre Viejo roncanrolero, un libro que nos transporta a las calles de la Ciudad de México a través de los ojos de un personaje entrañable: un hombre que ha vivido, sobrevivido y resistido al ritmo del rock. Este libro, escrito por Raúl Esquivel, captura la esencia de la vida urbana y el poder del rocanrol como una forma de resistencia y, al mismo tiempo, de refugio.
Desde las primeras páginas, Viejo rocanrolero nos sumerge en un mundo donde la música no es solo un sonido, sino una forma de vida. El autor retrata a un personaje que, como muchos de nosotros, ha enfrentado las dificultades cotidianas, las luchas por sobrevivir, y ha encontrado en el rock una voz que lo acompaña y lo empuja a seguir adelante.
A lo largo de este libro, Esquivel utiliza un lenguaje directo y crudo, capturando la autenticidad de la vida de barrio. El protagonista nos lleva por una jornada llena de recuerdos, desde los días de juventud en los que las motocicletas y los conciertos eran su mundo, hasta los momentos difíciles de la vida adulta. En este viaje, la figura del viejo rocanrolero se convierte en un símbolo de resistencia, no solo contra las adversidades sociales, sino también contra el paso del tiempo.
Este libro es para los que aman el rock, para aquellos que entienden que la música puede ser una forma de escape y una herramienta de transformación. Pero también es para aquellos que desean entender una época y una cultura urbana que fue marcada por la represión, las injusticias y, a la vez, por la solidaridad y la rebeldía.
Esquivel logra algo maravilloso: fusiona la narrativa con la cultura musical, invitándonos a escuchar el eco de una guitarra distorsionada en cada página, mientras nos enfrentamos a las historias de vida que habitan en los rincones de la ciudad. No es solo un hombre que envejece al ritmo de las canciones, sino una representación de la lucha, del amor y de las pérdidas que todos enfrentamos.
En este sentido, Viejo Rocanrolero es más que un homenaje al rock, es una celebración de la vida, con sus complejidades y contradicciones. Nos invita a reflexionar sobre cómo nuestras propias vidas están entretejidas con las canciones que nos marcaron y los momentos que compartimos al ritmo de esas melodías.
Espero que disfruten tanto de este libro como lo he hecho yo, y que se permitan, por un momento, recordar esos días en que el rock n’ roll fue más que música, fue una forma de entender el mundo. Los invito a descubrir las historias de Raúl Esquivel, a conectarse con el viejo rocanrolero y a dejarse llevar por la magia de una vida contada al ritmo del rocanrol.
Más información en el perfil del autor:
26 octubre 2024
Benito Rosales Barrientos nació en Monterrey, ha participado en talleres literarios de su ciudad natal. Es autor de los libros: Sobre la cornisa del laberinto, poemas; Cuando estos cielos caigan como ojos de gato, poemas; Las flores del jardín, cuento, 2017; La niña y la serpiente, cuento, Metimos la pata, entre otros.
Muerte de Lezama (en vísperas)
Por Jesús J. Barquet
(poema iniciado en La Habana en febrero
de 1976: Lezama muere seis meses después)
Saquen ya el ataúd y acudan los dolientes.
W.H. Auden
Común decir que tiene usted
conciencia de su destino,
del escriba final que guiará su barca,
de su seguro paso y del encarnado
juncal que en sus orillas
le asignó el ojo lunar por justa residencia.
De Trocadero a Prado,
con sigiloso rumor,
un lento carretón rumbo al silencio.
Nefasta sería
una parada a destiempo: las estrellas
no lograrían llegar con su certeza nocturna,
con su perenne música la superior esfera,
con su murmullo el viento. Una vez más
la tierra desolada.
Pero atenuará el porvenir los bandazos
de su actual desventura:
el sol que raja, el mar que nutre,
el mástil de un país hacia la ruina,
el sinsonte y las palmas que cuchichean
respirando una flor, y la flauta que “sigue
la cintura en el sueño”, y su voz que tuvimos
y tendremos: todo
el apogeo del verbo en broncínea anunciación
frente a las ramplonas teñiduras de Oporto, todo
fajado por Dios sobre cestas que flotan en diverso caudal
contra la ingratitud y el olvido
de un decoro hoy en día muy escaso.
Como espada de gloria para el herrero,
su palabra ‒eso que otros en vicio desviaron‒
se ha vuelto un asiduo buril que nos inscribe
con jadeo de orfebre en la nación.
De tanto presagiarlo su madre,
se transfiguró usted en un roble
de corceles férreos en que estrenan
la dignidad un rubor,
el colibrí un revuelo de latidos,
la cascada un remanso antes de desplomarse
y la patria un estilo suyo de morir
que acudirá sin falta a resguardarnos.
Ahora que se detiene su mano sobre el papel,
avanza por Prado hacia el mar ‒henchidos
de salud los maderos‒ el lento carretón…
y usted empieza.
Jesús J. Barquet es licenciado en lenguas hispánicas por la Universidad de La Habana en 1976. Trabajó como profesor en el Instituto Superior Pedagógico de Camaguey desde 1976 hasta 1979. Desde 1980 hasta 1991 residió en la ciudad de Nueva Orleans, donde obtuvo su maestría y su doctorado en español en la Universidad de Tulane en 1983 y 1990, respectivamente. Durante esos años trabaja también en las Universidades de Tulane y de Loyola. Desde 1991 y hasta la actualidad, trabaja como profesor asociado de Literaturas Hispánicas en la Universidad Estatal de Nuevo México en Las Cruces. Ha publicado los libros de ensayos literarios Consagración de La Habana, Escrituras poéticas de una nación: Dulce María Loynaz, Juana Rosa Pita y Carlota Caulfield; los poemarios Sin decir el mar, Sagradas herejías, Icaro, El libro del desterrado, El Libro de los héroes, Un no rompido sueño, Jardín imprevisible, Naufragios, y Sin fecha de extinción.
Dibujo Beatriz Bejarano
Hay sombras que la misma luz provoca
Por Sergio Torres
Uno se despierta a la vida muy tarde, cuando el sol ya empezó el recorrido y llena de su claridad todo en derredor; hay sombras que la misma luz provoca, que van moviéndose conforme avanza el día, hay otras dentro de uno causadas por una visión imperfecta de las cosas. Se avanza lleno de reglas y prejuicios que le han ayudado a sobrevivir el caos diario del mundo siendo mundo, la gente siendo la gente, uno mismo actuando de maneras absurdas y contradictorias a pesar de las sensaciones, las emociones, los sentimientos, las percepciones, los pensamientos. He sido testigo de que el tren mental lleva su propio ritmo y le dejo hacer como si se tratara de una personalidad alterna, hay veces que no sé por qué hago lo que hago. Platicando con amigos, también les ocurre un fenómeno similar. ¿Es una flaqueza mental, espiritual, de no tener control sobre lo que pensamos y actuamos o es algo inherente al caos circundante que también nos incluye? ¿A qué se debe que nos traicionemos y actuemos en contra propia?
Sergio Torres. Licenciado en Artes, músico desde la infancia, dibujante y compositor de canciones. Maestro de música por vocación.
Quetzalcoatl. Nueva versión de la leyenda de Ce Ácatl Topiltzin. Episodio 01
Por Fructuoso Irigoyen Rascón
Eran cuidadosos de las cosas de dios;
solo un dios tenían;
lo tenían por único dios;
lo invocaban,
le hacían súplicas;
su nombre era Quetzalcóatl.
Y eran tan respetuosos de las cosas de dios,
que todo lo que les decía el sacerdote
Quetzalcóatl
lo cumplían, no lo deformaban.
Él les decía, les inculcaba:
—Ese dios único,
Quetzalcóatl es su nombre.
nada exige,
sino serpientes, sino mariposas
que vosotros debéis ofrecerle,
que vosotros debéis sacrificarle.
(Códice Matritense de la Academia de la Historia traducido y transcrito por Miguel León Portilla)[1]
Prefacio
Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada, fue el gentil dios-sacerdote tolteca que abolió los sacrificios humanos y que cayó en desgracia cuando enfrentó las tentaciones mundanas del pulque y el sexo incestuoso.[2] Quetzalcóatl anunció, antes de abandonar Tula, su retorno por el Oriente. Muchos historiadores creen que esta leyenda facilitó la conquista de Tenochtitlan por Hernán Cortés quien fuera identificado por los aztecas con el dios.[3] Laurette Sejourné declara que la leyenda ayudó a los conquistadores españoles a obtener la traición de los jefes de las provincias conquistadas en su favor y contribuye a explicar como fue posible que “un puñado de invasores españoles fueran prontamente apoyados por decenas de miles de guerreros nativos”.[4] Román Piña Chan analiza el proceso psico-teológico por el cual los aztecas arribaron a la concepción de una imagen de Quetzalcóatl que pudiera después ser identificable con la del conquistador español.[5] Vicente Riva Palacio explica cómo los eventos astronómicos relacionados a los ciclos del planeta Venus son metafóricamente representados por la leyenda de Quetzalcóatl.[6] Miguel León Portilla elabora sobre las diferencias para distinguir entre el dios primigenio Quetzalcóatl y su tocayo Cé Acatl Topiltzin Quetzalcóatl, el sacerdote tolteca en el cual se basa la profecía del retorno de Quetzalcóatl.[7] Juan Dubernard Chauveau publicó un índice de las referencias a Quetzalcóatl en la literatura.[8]
Mi novela se apoya principalmente en las tradiciones aztecas y a las narraciones derivadas de ellas. No digo que esta versión sea la más apegada a la verdad, pero sí tratará de ser la más bellamente escrita y la que más justicia haga al equivalente tolteca ‒de cierta manera‒ del Amenhotep egipcio. Me parece interesante que algunas de las otras versiones atribuyan a Huémac, el ultimo rey tolteca, algunas de las cosas que el presente relato atribuye a Topiltzin.
Episodio 01
El cenzontle ‒pájaro de cuatrocientas voces‒ había comenzado a cantar por los campos y las callejuelas que serpenteaban detrás de los edificios monumentales de la ciudad. Su canto de madrugada anunciaba la inminente llegada del invierno. Los más bravíos ejemplares tomaban posiciones en lo alto de los templos y las casas, actitud retadora para otros pájaros, los gatos y aun para algún trasnochador o madrugador tolteca que se descuidase. Tal vez esto último, que los cenzontles puedan atacar a los seres humanos, sea tan solo una fantasía, cosas que los viejos cuentan, contaban así. Lo que es cierto, pues lo ve uno todos los días, es que el cenzontle se enfrenta y derrota en batallas campales a pájaros mucho más grandes que él, como el negro chanátl, las palomitas torcazas y las de alas blancas. Lo vemos tal como lo vieron los toltecas en su tiempo y como lo veremos mañana: el grácil cenzontle macho de alas rayadas lanzándose en picada desde su dominante altura para atestar un certero picotazo a aquellos identificados como enemigos.
Volviendo a los gatos, Tlacomixtli,[9] el gato favorito del príncipe guerrero sacerdote Ce Ácatl Topiltzin Quetzalcóatl había perdido un ojo, víctima de la rauda embestida de uno de estos fieros pajarillos.
Esta versión de la historia de Ce Ácatl Topiltzin ‒que, debemos reconocerlo, es tan solo una de tantas‒ comienza con la historia de un gato tuerto y un pájaro de cuatrocientas voces.
Tlacomixtli era un tanto ritualista, todas las mañanas, una vez concluídas sus andanzas nocturnas, llegaba al palacio del príncipe por la parte de atrás, como viniendo de los callejones. Al llegar a la pared, y pegadito a esta, se iba siempre por el lado derecho hasta la esquina, usando el pasadizo entre el templo mayor y el palacio, justo por donde ya se comenzaban los toltecas a colocar los famosos atlantes de Tula. Llegaba hasta el frente de los edificios, es decir hasta la base de la escalinata que descendía desde la cámara superior del palacio hasta la Plaza Mayor. Una vez ahí, sin alejarse mucho de la escalera, daba tres o cuatro vueltas como dirigiéndose al centro de la plaza. Tal vez miraba los pináculos de templos y edificios para mantenerse alerta y no ser sorprendido por una repetida agresión de su encarnizado enemigo el cenzontle. Al dar la última vuelta tomaba impulso y trepaba por la escalera principal con una velocidad impresionante. Una vez en lo alto, se detenía y miraba la plaza que a esa hora generalmente estaba vacía. Solo entonces entraba al palacio.
Aquella mañana, Ce Ácatl escuchaba el canto de los cenzontles con mucha atención. Desde temprano había estado observando a dos machos efectuando una extraña danza: los pájaros salían disparados hacia arriba, verticalmente, y luego aleteaban y gorgeaban de una manera peculiar. El príncipe bien sabía que la danza era en realidad una disputa por los favores de la hembra que debía estar esperando entre los arbustos al triunfador de la justa.
Con su mano delicada, de uñas crecidas y cuidadas, el príncipe acariciaba ‒como alisándola‒ su barba que, aunque no siendo muy tupida, claramente le distinguía de la mayoría de sus vasallos, los toltecas ordinarios de aquel tiempo, que eran casi todos lampiños. Esta particularidad, su barba, como ya veremos, tuvo un significado especial mucho tiempo después.
Volviendo al pájaro de cuatrocientas voces, alguna vez el príncipe sacerdote creyó que sus trinos, pitidos y arpegios le habían comunicado algo que los escribas no registrarían en el negro y el rojo de los códices. Era como si uno entre tantos diferentes cantos del pajarillo le hubiera revelado un secreto cuyo origen guardaría consigo por siempre. Basándonos en alguna de las crípticas declaraciones que el príncipe hacía de cuando en cuando, sospechamos que de alguna forma lo que el cenzontle le había dejado saber algo tenía que ver con la teoría del príncipe respecto a que había un solo Dios. Ese era tal vez su secreto, pero no podremos nunca estar seguros de que eso fue. Al respecto, en una crónica ahora perdida se decía que el príncipe había llegado a la noción de que un solo dios existía meditando que las cuatrocientas voces del cenzontle no requerían de cuatrocientos pájaros sino de solo uno, así los dioses que se multiplicaban en los templos y en los hogares deberían provenir como los cantos del cenzontle de una sola fuente.
Pero tal revelación ha continuado siendo un secreto. Lo más cercano que estuvo Ce Ácatl de revelar fue lo que el pájaro de cuatrocientas voces le había revelado: que había un solo Dios. Fue cuando en aquella ocasión en que dijo:
—Oid (refiriendose a un complejo arpegio emitido por un gran macho desde lo alto del frontispicio del palacio real): ese es un mensaje de vida, de alegría. Hay un Dios que hizo a ese pájaro y su canto.
Muchísimos años después, Netzahualcóyotl ‒el rey poeta que algunos cronistas han alegado que también era monoteísta‒ exultaría el canto del pájaro de cuatrocientas voces en su poesía.
Amo el canto del cenzontle- pájaro de cuatrocientas voces
Amo el color del jade
y el enervante perfume de las flores
pero amo más a mi hermano el hombre.
Debemos de considerar que algunos de los ancianos del consejo abrigaban serias dudas respecto a adherirse al monoteísmo propuesto por el príncipe: «siempre hemos tenido muchos dioses, por qué cambiar ahora». Tlacaéletl, cuyo nombre era el mismo de aquel consejero de tres Huey Tlatoani o emperadores aztecas ‒y que al menos por lo que nos dejan saber los documentos sobrevivientes no tuvo más relación con este primer Tlacaéletl que la de ser su tocayo‒, se preocupaba de las repercusiones políticas que tendría el eliminar varias docenas de dioses. Huitzitótec e Ixtacahuiztli, los dirigentes militares, por el contrario, veían en aquello alguna ventaja como el hecho de desbancar a Tezcatlipoca de su lugar preferencial y con ello disminuir el poder de los tepocas, un grupo cada vez más estorboso y fanático.
Por su parte, el grupo de tres consejeros, ‒los más jóvenes y cercanos al príncipe, que cuando comenzó a promover esta idea contaría con escasos veintitrés años‒ apoyaban la purga de los dioses con pasión. Ellos contemplaban el mundo con una visión más profunda: «no necesita uno sino pensar en la idea de Dios para descubrir que no puede haber varios dioses.» Que a Cé Ácatl le hubiera llegado la inspiración o, como relata el párrafo anterior el cenzontle se lo había revelado, era irrelevante para este grupo que apoyaba la idea monoteística derivada de principios filosóficos: Dios tenía que ser el más fuerte, el más sabio, el más poderoso. Dios tenía que ser y estar antes que las cosas y de hecho ser el creador de todas ellas. Por lo tanto Dios debería ser Uno y solamente Uno.
Quedaba por verse que diría el grueso del pueblo tolteca; pero cuando la inspiración del príncipe sacerdote les fue expuesta, ya estaban listos para oirla. La razón popular era otra: la carga impuesta por el culto de más de un centenar de dioses era excesiva.
Y algo que vino como secuencia a la inspiración, fue el nombre de Dios. Un osado joven se atrevió a preguntar al príncipe:
—Y ¿Cómo se llama ese único dios?
—Quetzalcóatl por supuesto —respondió Cé Ácatl
—Como tú.
—Como yo.
Cuando Ce Ácatl proclamó sus ideas monoteístas, no solo los pájaros se dirigían al príncipe guerrero sacerdote. Lo hacía también la voz popular: algunos clamaban a él:
—Hijo de Mixcóatl, conductor del pueblo, quien nos trajo a Tula.
Otros iban más allá,
—Tú Quetzalcóatl, quien nos condujiste por el desierto hasta llegar a esta ciudad sagrada.
Anotaremos que para el tiempo en que Ce Ácatl proclamó que no había sino un solo Dios, no era extraño que las gentes ya llamaran al príncipe llanamente Quetzalcóatl. Y sí, hasta en algunas proclamas oficiales se le atribuía al propio Ce Ácatl no solo la hazaña de haber conducido a su pueblo hasta la ciudad sagrada, sino también el haber enseñado las artes y las artesanías al pueblo tolteca. Entre dichas artes, por supuesto, destacaba la alfarería: los codices ‒ahora perdidos‒ declaraban que el príncipe sacerdote había “enseñado al barro a mentir»,[10] es decir, convirtiéndose en vasijas, bateas, adornos, idolillos y otros artefactos. Otros le atribuían haber desarrollado también la difícil técnica para labrar las perfectas hojas de navaja, puntas de flechas y lanzas y las navajas de las macanas… todas de cristalina obsidiana. Esto último era importante y no se podia omitir en las loas oficiales a Topiltzin, ya que los artesanos toltecas perfeccionaron este arte a nivel de que algunos objetos hechos de obsidiana merecieron calificativos como “imposible” o “increíble”. Y, por no dejar de decirlo, la magnífica arquitectura de Tula también se le atribuía a Ce Ácatl-Quetzalcóatl.
Ce Ácatl, sin embargo, estaba plenamente consciente de que no había sido él ‒ni su padre‒ quien había dirigido a las tribus norteñas, después conocidas como toltecas, en su peregrinación hacia Tula, eso debió de haber sucedido muchos años, probablemente generaciones, antes. La gente no cuestionaba el relato que hacía a Ce Acátl el vengador de su padre que había derrotado en campal batalla a su tío Apanecatl. Y se decía también que había traído los huesos de su padre, Mixcóatl, al palacio real; otros decían que los había sepultado en el Citlatépetl.[11] Tampoco dudaban de la improbable circunstancia de que Ce Ácatl había nacido ocho años después de la muerte de su padre.
Pero como era de esperar, todos recordaban aquel día en que las tropas toltecas triunfantes volvían a Tula de la hasta entonces más prolongada ‒y probablemente la más exitosa‒ campaña de cuantas se habían emprendido en el norte. Frente a todos venía Huitzitotec, el supremo regente militar, a su derecha Ixtacahuiztli, capitán mayor y sorprendentemente a su izquierda marchaba ufano aquel jovencito de escasos diez y siete años, Ce Ácatl. El pueblo aclamaba a la columna de guerreros que aparecía desfilando lentamente desde la calle central que se abría a la plaza mayor, no traían como lo hacían de sus incursiones al sur, papagayos y frutas tropicales, pero si un abundante número de prisioneros y prisioneras, los primeros destinados a trabajos forzados y muchos de ellos a ser sacrificados a los dioses y las segundas, ellas, a trabajos domésticos, particularmente servicios a la nobleza militar que ya se formaba. Detrás de los prisioneros venían los tepocas, jóvenes guerreros consagrados al dios Tezcatlipoca.
Huitzitótec e Ixtacahuiztli, sólidos baluartes y dirigentes del ejército promulgaron ese día algo que ya se veía venir. El regente militar avanzó hasta colocarse tan solo a unos pasos del primer escalón del palacio. Levantó entonces su brazo derecho apuntando hacia el cielo, luego bajándolo lo dirigió hacia Ce Ácatl y como indicándole que subiera por la escalera, se dirigió a la tropa y pueblo ahí reunido:
—Pueblo Tolteca. Está con nosotros el príncipe Ce Ácatl.
Ce Ácatl, ya para entonces en lo alto frente a la puerta principal del palacio, volteó y alzando los brazos aceptó saludando la estruendosa ovación y gritería que se sucedió. Los consejeros especulaban en sus cabezas si había sido esta tan intensa como la brindada a los tepocas.
El gesto de los dirigentes militares oficializaba el hecho de que el palacio era la vivienda del príncipe. No que nadie lo objetara, pero debía ser proclamado así y este había sido el momento propicio para hacerlo. Ce Ácatl era mediante esta sencilla ceremonia declarado monarca de los toltecas. Así lo reconocieron los gritos de algunos aduladores entre la multitud ahí reunida:
—¡Salve hijo de Mixcóatl! ¡Rendimos homenaje a nuestro príncipe y héroe! ¡Salve Ce Ácatl! ¡Larga vida a nuestro soberano!
—¡Salve, salve! —coreaba la multitud.
Huitzitótec e Ixtacahuiztli a duras penas podían ocultar su satisfacción. Y era que al sentar a Ce Ácatl en el trono su poder, antes confinado a lo militar, se extendía ahora sobre toda aquella sociedad en formación, automáticamente ellos mismos se convertían en los consejeros de un poderoso monarca y señores de horca y cuchillo sobre todos los toltecas.
Ce Ácatl tan pronto como la parada concluyó corrió a saludar a sus abuelos.
̶ Ve como te quiere la gente.
Una muchacha, que ayudaba en sus menesteres a los abuelos, exclamó de pronto:
̶ Ya suben a unos al teocali. Ya suenan los cuernos y los caracoles. Ya le extraen el palpitante corazón a uno de los cautivos.
Si alguien hubiera podido leer el rostro del príncipe al oir esa última aclamación habría notado que algo estaba entrando en ebullición en su mente: la prohibicion de los sacrificios humanos.
[1] LEÓN PORTILLA M. Quetzalcóatl. En Historia de México. Salvat Mexicana de Editores, S.A. México 1978: III: 641)
[2] Anónimo 1558 [codex Cuauhtitlán]: ff 6, 7 [en GARIBAY AM. La literatura de los aztecas. : J. Mortiz, México 1964:29-32.
[3] Cfr. LEÓN PORTILLA M. 1978 c 1023-1038; FUENTES MARES J. Cortés el hombre. Grijalbo, México 1981:51-63; ORTIZ DE MONTELLANO B. Aztec medicine, health and nutrition. Rutgers University Press, New Brunswick 1990:11
[4] SEJOURNE L. Burning water: thought and religion in ancient Mexico. Shambhala 1978:44; Cfr. GONZÁLEZ RODRÍGUEZ L. El noroeste novohispano en la época colonial. Instituto de Investigaciones Antropológicas. UNAM/Porrúa, México 1993:120-134.
[5] PIÑA CHAN R. Quetzalcóatl. 1984, 1996.
[6] RIVA PALACIO V. México a través de los siglos. México 1889 I:100 et seq.
[7] LEÓN PORTILLA M. Tula y la toltecáyotl y Quetzalcóatl. En Historia de México. Salvat Mexicana de Editores, S.A. México 1978: III. Cfr. CHAVERO A y RIVA PALACIO V. México a través de los siglos. México 1889 III:236-237, 241 y 249; MÓNACO 1993.
[8] DUBERNARD JC. 1983:60-67.
[9] «gato montés«
[10] De una traducción de León Portilla de “El alfarero” del Códice Florentino. Aparece en varios lugares en que se presenta el arte prehispánico.
[11] Cerro de la Estrella.
Fructuoso Irigoyen Rascón, autor del Cerocahui, una verdadera épica de la región, es médico con especialidad en psiquiatría, con una vasta y brillante práctica profesional. Es autor además de los libros Tarahumara Medicine: Ethnobotany and Healing among the Rarámuri of Mexico y Nace Chihuahua, Gabriel Tepórame y Diego Guajardo Fajardo, los forjadores.
Sucedió en Chihuahua
Por Marco Benavides
En el vasto desierto del norte de México, Chihuahua se extiende como un testigo silencioso de siglos de historia, luchas y glorias, y la constante evolución de su gente. Es una ciudad donde el tiempo parece deslizarse con una suavidad que solo el norte puede comprender, con sus mañanas frescas y soleadas que prometen días largos y cálidos. En uno de esos días, aparentemente común, ocurrió algo que se grabaría para siempre en la memoria colectiva de sus habitantes, un evento que comenzó con la delicada armonía de un piano en una esquina de la Plaza de Armas.
Era una mañana de octubre cuando el sol comenzó a bañar las fachadas coloniales y las nuevas edificaciones que se entrelazaban en las calles del centro. Chihuahua despertaba, y con ella su gente, cada una llevando consigo las historias de sus días. Los vendedores ambulantes montaban sus puestos, el aroma del café y las tortillas recién hechas comenzaba a perfumar el aire, mientras que los primeros transeúntes recorrían sus calles adoquinadas, buscando abrigo en los rayos del sol naciente.
En una esquina de la plaza, un viejo piano permanecía, olvidado de pasadas fiestas populares. Su presencia, imponente a pesar del tiempo que había pasado por su estructura de madera oscura, parecía contar la historia de innumerables melodías que alguna vez resonaron en sus cuerdas. Colocado como parte de un esfuerzo para llevar la música al corazón de la ciudad, ese piano había sido testigo de silencios largos y breves acordes desafinados, pero ese día, algo diferente estaba a punto de ocurrir.
Ana, una joven enfermera que trabajaba en el Hospital Central, pasaba por la plaza como lo hacía cada mañana camino a su turno. Los últimos meses habían sido particularmente agotadores, llenos de largas guardias y la constante batalla contra el cansancio que acompaña la vida en un hospital. Pero ese día, algo en la calma de la plaza la llamó a detenerse. Quizás fue la brisa que levantaba suavemente su cabello o el reflejo de la luz del sol en las teclas del piano. Se acercó sin prisa, como si el tiempo se hubiese detenido, y antes de darse cuenta, sus dedos, con un leve temblor, se posaron sobre las teclas.
Ana no era una pianista profesional, ni siquiera había tocado en público antes. Su amor por la música se remontaba a su niñez, cuando su madre le había enseñado una sencilla melodía en un viejo teclado que aún conservaba en casa. Esa melodía fue la que comenzó a tocar ahora, con suavidad al principio, como si temiera romper el delicado equilibrio de la mañana. Pero pronto sus dedos encontraron confianza, y la melodía se desplegó por la plaza, llenando el espacio con una serenidad inesperada.
El bullicio de la ciudad comenzó a desvanecerse. Los pasos apresurados disminuyeron, los rostros de los transeúntes relajaron sus tensiones, y el aire se impregnó de la magia de la música. Uno a uno, los que pasaban por la plaza se detenían, formando un pequeño grupo alrededor del piano. Entre ellos, un hombre mayor, don Manuel, se acercó más que los demás, sus ojos fijos en Ana y en las notas que resonaban en el aire. Don Manuel, un veterano de la Revolución Mexicana, llevaba en su alma las cicatrices de una época de lucha. Su cuerpo, marcado por el tiempo y la guerra, se movía lentamente, pero su espíritu aún guardaba la llama de la juventud.
La música de Ana lo transportó a esos años perdidos en la Sierra Tarahumara, cuando la vida, aunque dura, parecía más simple. Sin pensarlo dos veces, con lágrimas asomándose a sus ojos, don Manuel comenzó a cantar. Su voz, aunque temblorosa por la edad, resonaba con la fuerza de las canciones revolucionarias que alguna vez habían movido a un pueblo a levantarse. La gente que rodeaba el piano se unió en un coro improvisado, uniendo sus voces en un canto de esperanza y recuerdo.
El evento, que comenzó con una tímida melodía, se convirtió en un hito en la vida de la ciudad. La noticia se esparció como el viento por Chihuahua, y el viejo piano, que hasta entonces había pasado desapercibido, se convirtió en el centro de la vida de la ciudad. Los medios locales cubrieron la historia, y pronto, personas de todos los rincones llegaban a la plaza para tocar, cantar y compartir sus talentos.
En el Hospital Central, los pacientes hablaban de la música de la plaza, pidiendo que un piano se instalara en la sala de espera. Ana, conmovida por la respuesta de la gente, organizó conciertos semanales en el hospital, llenando los pasillos de música y alegría. Don Manuel, por su parte, encontró en la música una nueva razón para vivir, dedicándose a enseñar a los jóvenes las canciones revolucionarias que una vez habían inspirado a su generación.
Así, lo que comenzó como una melodía tranquila en una mañana de octubre, terminó por transformar una pequeña parte de la ciudad de Chihuahua. El piano de la plaza, con su madera gastada, siguió siendo un guardián silencioso de historias y emociones, un símbolo de la esperanza que puede surgir de los momentos más inesperados. Porque, al final, lo que sucedió ese día en Chihuahua fue más que un evento; fue un recordatorio de que la música, la comunidad y la belleza se pueden encontrar en algún rinconcito del mundo.
20 octubre 2024
Marco Vinicio Benavides Sánchez es médico cirujano y partero por la Universidad Autónoma de Chihuahua; título en cirugía general por la Universidad Autónoma de Coahuila; entrenamiento clínico en servicio en trasplante de órganos y tejidos en la Universität Innsbruck, el Hospital Universitario en Austria, y en el Instituto Mexicano del Seguro Social. Ha trabajado en el Instituto Mexicano del Seguro Social como médico general, cirujano general y cirujano de trasplante, y también fue jefe del Departamento de Cirugía General, coordinador clínico y subdirector médico. Actualmente jubilado por años de servicio. Autor y coautor de artículos médicos en trasplante renal e inmunosupresión. Experiencia académica como profesor de cirugía en la Universidad Autónoma de Chihuahua; profesor de anatomía y fisiología en la Universidad de Durango. Actualmente, investiga sobre inteligencia artificial en medicina. Es autor y editor de la revista web Med Multilingua.
Quisiera llevarte la flor que te gusta
Por Sergio Torres
Somos uno y la misma cosa. Es bueno ser agradecido. Reconocernos dignos de la vida es una lucha permanente contra la estandarización social que podría empezar desde la infancia. Quisiera llevarte la flor que te gusta cada día, que recibas el amor que mereces, la atención que necesitas, la libertad que te legitima humano, la oportunidad para ser, más allá de la convención, más allá de la validación. En este palpitar de la vida en forma humana no hay más garantía que la muerte. No sabemos si seremos felices, ricos, prósperos, amados, exitosos, libres, si nacemos desde la renuncia de levantarnos por nosotros mismos para entregarnos a la protección de una familia, de una escuela, de una sociedad… no hay garantía alguna de ninguna circunstancia temporal. Excepto la muerte. Nos queda la voluntad de ser, acompañar a quien nos importa a ser, sin dirigirlo pero sin abandonarlo a la suerte, si acaso, mostrarle nuestra manera de ser, y esperar lo mejor. Spes nostra, esperanza nuestra. Que la vida nos salve.
Sergio Torres. Licenciado en Artes, músico desde la infancia, dibujante y compositor de canciones. Maestro de música por vocación.
Dibujo de Beatriz Bejarano
El segundo piso
Por Karly S. Aguirre
El segundo piso de la casa aún se encontraba en proceso de construcción. De día se llenaba con sonidos de herramienta, música norteña y gemidos, producto del esfuerzo de los albañiles. Pero por la noche se escuchaban crujidos, pisadas: se podía sentir y escuchar el eco del peso de lo que sea que caminara.
—De seguro es un gato que se metió, todavía no ponemos las ventanas. Debe ser el cambio de temperatura de los materiales que se están secando. Es el viento que movió las tablas —decía la madre, inventando toda clase de explicaciones lógicas y convincentes.
Convencida de que la criatura que ocasionaba esos sonidos extraños era uno, o quizá varios gatos, le pidió a su marido poner una malla en el hueco de la escalera que ya estaba terminada, para que ningún animal pudiera meterse a la casa y dejar suciedades. Sobre todo porque estaban a punto de recibir a su cuarto hijo, y no quería que la cuna se llenara de pelos de gato, o de la alimaña que rondaba.
Una noche, cerca de las once y media, la madre comenzó con las contracciones. Era hora de ir al hospital. Los tres hijos; Leonardo, Marco y Rogelio, se quedaron solos en la casa. Ya no pudieron volver a dormir. Trataban de distraerse con juegos y conversaciones triviales para calmar los nervios, pero no eran nervios referentes al parto de su madre los que trataban de calmarse, sino por los extraños ruidos provenientes de la parte de arriba.
Se escuchaban claramente pasos pesados, más pesados que en las noches anteriores. Aquello, sin duda, no era un gato. Debía ser un hombre, quizá más de uno. Pensaron que podrían ser ladrones que aprovecharon la ausencia de los padres para entrar en la casa.
Leonardo, el hermano mayor, decidió ir a echar un vistazo. Llevó consigo una lámpara y subió hasta la mitad de la escalera, desde donde podía echar un vistazo. Aunque era el mayor de los hermanos, tenía solamente trece años. No logró ver a nadie y regresó al dormitorio, pero en cuanto se subió a la cama escucharon de nuevo los pasos, que sonaban como si quien estuviera arriba corriera a toda prisa y con más peso. Leonardo se levantó de nuevo. Marco se arropó hasta la cabeza. Rogelio permaneció sentado en la cama antes de animarse a acompañar a Leonardo, pues, aunque era el menor de los tres, sentía empatía por su hermano mayor y una necesidad de protegerlo.
Subieron lentamente las escaleras, llegando a más de la mitad, y no lograron ver nada de nuevo. Fingieron pasos bajando las escaleras, por si había ladrones, pensaran que ya se habían ido y volvieran a salir. Esperaron un largo rato, pero nadie salió de los cuartos. Entonces Leonardo, quien ya no estaba dispuesto a volver abajo sin saber exactamente qué o quién era lo que caminaba sobre ellos, quitó la malla y se aventuró a las habitaciones. No había más que herramientas y material de construcción. Tranquilo de que al menos no eran ladrones, volvió con sus hermanos. En cuanto puso la cabeza en la almohada, el sonido de pasos corriendo se hizo presente de nuevo; esta vez acompañado de un gruñido grave. Los tres hermanos se levantaron y buscaron objetos con los que pudieran defenderse. Rogelio tomó el palo de la escoba, Marco un cuchillo de cocina y Leonardo un sartén y la linterna. Subieron temerosos la escalera; primero Leonardo, luego Marco y el pequeño Rogelio hasta atrás. Todos estaban en la cima de la escalera cuando escucharon un ruido a su derecha. Leonardo echó la luz y vieron un bulto negro de al menos dos metros y medio de altura. El bulto comenzó a bufar. Los chicos se quedaron petrificados a causa del horror; un grito chillante escapó de Rogelio y al mismo tiempo, el bulto se abrió, revelando que era solo una capa que ocultaba a una terrible bruja: su rostro gris, arrugado; una mirada intimidante de ojos grandes, una nariz protuberante y una sonrisa burlona e inquietante. La bruja corrió hacia ellos al mismo tiempo que se carcajeaba. Los hermanos sujetaron la malla para protegerse, pero la bruja los aventó con fuerza. Escucharon el palo de la escoba caer. Pensando que Rogelio lo había soltado para protegerse, se incorporaron y aluzaron con la linterna, dándose cuenta de que Rogelio no estaba. La bruja se lo había llevado.
Karla Ivonne Sánchez Aguirre estudió en el bachillerato de artes y humanidades Cedart David Alfaro Siqueiros, donde estuvo en el especifico de literatura. Actualmente estudia en la Facultad de Filosofía y Letras de la UACH. Escribe relatos y crónicas en redes sociales.
La posada infiel
Por Rafael Cárdenas Aldrete y Jesús Chávez Marín
Dibujo: Beatriz Bejarano Domínguez
Cuando se conocieron todo fueron flores, caramelos y chocolates. Una menta, un beso; sus ojos, corolas con gotas de miel; dulce de leche, las redondas puntas de sus pechos y lo demás. Por la ventana abierta, a la víspera de la primera posada, se colaron el frío y las campanadas lejanas de una iglesia. Salió ella de ahí, entre arroz y del brazo de otro. El duro golpe resquebrajó el alma del abandonado; con dolor callado trataba de recrear los dulces recuerdos. Solitario vive sus años, con las hordas de niños que no tuvieron, recogiendo a su alrededor naranjas, cañas y confitados.
Escribir sobre la imposibilidad de escribir
Por Guadalupe Ángeles
“La poca elegancia de la mano izquierda”. ¿Quién diría una cosa así? El ocultamiento no opera de manera unívoca, siempre hay un delgado hilo de sangre que sale de la manga, que arenga desde la mejilla izquierda (o derecha, qué más da). Ansiolíticos no funcionan. ¿O sí? Intenté proceder siempre de manera natural, cierto que había un universo de paraísos en dibujos animados en mi mente, una figura histérica que vibraba en el pensamiento y fui fiel al mandato pronunciado sin intención por un adolescente adolorido (como todos), ¿eso determinó el curso de mi vida? En cierta forma sí.
¿De qué se carecía en la adolescencia? De cinismo, principalmente, o de honestidad a toda prueba (eso diría una persona de mi edad), ellos apenas perciben su cuerpo sobre el mundo y, en honor a la verdad, confesaré que no recuerdo ¿qué era? Una gana inmensa de pertenecer al mundo, de foguearme en la experiencia de toda especie destinada a las que, como yo, aspiraban a todo, nada menos.
Y sí, el todo fue, en principio, la vida dentro de mi cuerpo, pidiendo salir hacia su propio camino. ¿Quién lo diría? ¿Infancia es destino? Ahora que, convencida de que toda personalidad es cliché, puedo decir que fui todo eso y en realidad nada, porque si todo… me acuso de pesimista, me declaro insensata donde ya no cabe la insensatez; pero no, todo “postureo”, suena a “pastoreo”, ¿no?
Dicen que la infancia sobrevive en lo hondo de cada quien ¿para qué? Quizá solo para dar paseos a un pasado que no prefigura el futuro, si acaso tiene uno el arrojo suficiente para ir dentro de sí y hacer el necesario trabajo de reconstrucción.
Reconstrucciones, a eso se dedica uno en estos años, a echar a la basura a la nostalgia, esa vieja amiga que se muere de aburrimiento en lo hondo de nuestros corazones, y decir “corazones” a estas alturas suena más a nombre de una receta vegetariana (con lo de absurdo que tiene nombrar los alimentos). Pero vamos despacio. Tomar un marro y destruir la casa que fuimos no es tan fácil, duele ver que las paredes hechas para protegernos del frío y la lluvia se desmoronan, se vienen abajo y seguramente ya no servirán ni para abono de trigos padres de pan, ni para argamasa con que hacer monstruos de especie desconocida con la finalidad de espantar al insomnio. Ya no hay dragones que produzcan temor, se los comieron los años vividos en descampado. Porque formarse y tomar el papel asignado fue un solo movimiento, experimentarlo fue otra cosa y ahí sí, en esa parte de la historia puedo afirmar que hubo verdaderos hallazgos, ¿alguien hace algo esperando que nada suceda? Yo no. Fui al fondo de cada experiencia en la medida de lo posible (el límite de lo posible lo pone cada quien, eso es hasta verdad de perogrullo).
Hay una vieja máxima que reza: “Explicación no pedida, culpa asumida”. Aquí la página en blanco hace las veces de esa escucha que tiempo atrás (en leyendas acartonadas e imprecisas) se buscaba en los confesionarios. ¿Vivir un recuerdo tiene que ser tan desastroso? Los recuerdos no se viven, se recuerdan y dan ganas de tener la capacidad de desarmar al cuerpo, llevarnos todas sus partes desensambladas en una caja a otros mundos, de más está decir que la muerte no es opción (aunque, finalmente, es la única que tenemos), porque siempre confiamos en las sorpresas que, tal vez, nos esperan apenas salgamos a respirar el aire limpio de la mañana. Nada está escrito (esa frase está grabada a fuego en nuestros corazones ‒¿otra vez esa palabra extraña?‒), convencidos de ello, iniciamos cada día, nos desprendemos del sueño y hacemos la maleta, o el desayuno, como si fuera posible creer, creemos, sobre todo en el azar, esa ave que soñamos vendrá a invitarnos (no sé cómo) a abrazar su cuello y nos llevará al mar, esa hermosa metáfora de la felicidad.
Escribiremos entonces de nuevo.
Guadalupe Ángeles nació en Pachuca, Hidalgo. Fue directora de la revista Soberbia. Entre sus obras se encuentran Souvenirs (1993), Sobre objetos de madera (1994), Suite de la duda (1995), Devastación (2000), La elección de los fantasmas (2002), Las virtudes esenciales (2005) y Raptos (2009). Ha colaborado en Ágora, El Financiero, El Informador, El Occidental, La Jornada Semanal; en las revistas electrónicas nacionales Al margen y Argos y en las españolas: Babab y Espéculo. Premio Nacional de Novela Breve Rosario Castellanos 1999 por Devastación.
Una conversación con Flora Isela Chacón en A libros abiertos, episodio 6. Producción: Editores UACH Dirección de Extensión y Difusión Cultural de la Universidad Autónoma de Chihuahua.
Foto Pedro Chacón
Hoquedad
Por Guadalupe Guerrero
Principio legendario
el movimiento
cada mañana vence.
Ciclo vital, edénico
la vida semilla surtidora
seno del sueño
duerme.
¡Si todo aquello muerto
renaciera!
Marzo 1990
Guadalupe Guerrero estudió antropología en la ENAH Chapultepec y sociología en la UNAM. Ganó el Premio Testimonio INBA Chihuahua con su novela Notas desde la montaña. Además, ha publicado los libros Redes, La virgen del cholo, A veces la soledad, Intervida, y otros más. Actualmente escribe novelas: tiene una en prensa que se llama Los trece domos genésicos.
Caos calmo
Por Victoria Montemayor Galicia
I
Silencio del alma
la noche.
II
Mariposas cristalinas fulguran
en las dunas de este áureo desierto.
III
Ladrón que huye
en medio de la rutilante oscuridad
el tiempo.
IV
Deseo
Vacío
Ensueño
Beso prófugo entre las sombras del recuerdo.
V
Mar en calma a la luz de la luna roja
tu mirada.
VI
Cerezas salvajes
tus besos.
VII
Tus ojos me revelaron tu secreto.
Tus manos juguetearon en mi cuello, delinearon
una galaxia de nebulosas y un sol rojo ávido de fuego.
VIII
Tus manos se posan en mi castaña cabellera, mi cuerpo se agita.
Tus ojos negros fijos en los míos me llevan a tu interior.
Veo mi figura danzar en tus pensamientos,
tus labios sonrieron.
Conozco tu más profundo deseo.
IX
El amor es como el viento, a veces murmura, a veces va lento,
a veces gira, y otras es solo una caricia.
X
Canta una canción de luna a los caballos negros
que te llevarán al Hades.
Toma una flor blanca del Tevere y posa entre mis manos
tu corazón aún palpitante
Victoria María Montemayor Galicia es licenciada en lengua y literatura modernas letras Italianas por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, con maestría en humanidades por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Ponente en congresos de literatura mexicana contemporánea celebrados en UTEP y en el XVII Congreso de la Asociación Internacional de Teatro Español y Novohispano de los Siglos de Oro, celebrado en Queens College, NY. Traductora del libro Políticas de la identidad en el otro occidente, la etnización de la política en la América indígena, (México, Ecuador y Bolivia) de Piero Gorza. Es autora del libro Besos en el viento: De otoño, invierno y otras estaciones. Actualmente es profesora de literatura en la Universidad Autónoma de Chihuahua.
Cocodrilo Bit
Trisolero de Rock and Rul
Por Benito Rosales
Conocí a Raúl Esquivel (Rock and Rul) en el 2020, en plena pandemia, cuando tuve la oportunidad de leer y presentar uno de sus libros en el Museo Metropolitano de Monterrey. Esta semana, casi cuatro años después, fui invitado por Promociones Culturales Independientes de Gerardo Cortes Orozco a presentar su más reciente publicación, Trisolero. La cita fue el pasado sábado 19 de octubre en la librería Fray Servando Teresa de Mier del Fondo de Cultura Económica, ubicada en Avenida San Pedro núm. 222 Norte, Miravalle, 64660 Monterrey, N.L. Quiero aprovechar este espacio para compartirles el texto que preparé para mi intervención:
Trisolero es una obra que nos sumerge de lleno en la cultura del rock, en las calles de la Ciudad de México y en las historias que, como los buenos riffs, dejan una huella imborrable.
Trisolero no es solo un libro de cuentos, es un homenaje a la vida de barrio, a las luchas diarias y a los sueños que parecen perderse entre el concreto y la rutina. El autor nos invita a caminar junto a personajes que, como muchos de nosotros, han encontrado en el Rock & roll no solo una forma de música, sino una manera de vivir. Desde el primer relato nos damos cuenta de que esta no es una simple compilación de historias; es un recorrido emocional que nos lleva de la mano a través de la nostalgia, el desencanto y la esperanza.
Este libro es, en muchos sentidos, un tributo a Alex Lora y El TRI, banda que no solo define el sonido del rock mexicano, sino que también ha capturado la voz de las generaciones que crecieron en los márgenes de la sociedad. A través de estas páginas, el lector no solo escucha la música, sino que también siente la vibración de una vida de intensidad, en la cual cada concierto, cada canción, y cada letra son una especie de grito colectivo por justicia, identidad y libertad.
El autor construye un puente entre las experiencias personales y lo colectivo, recordándonos que el rock no solo es un sonido, sino un espejo que refleja la vida cotidiana de aquellos que lo escuchan. Cada capítulo muestra momentos claves en la vida de los personajes: la primera vez que escucharon una rola de El Tri, el encuentro con la música en un hoyo fonqui, o incluso las pérdidas que la vida urbana trae consigo. Son relatos que hablan de luchas personales, de amores no correspondidos, de amistades que sobreviven a los años y de la resistencia diaria frente a las adversidades.
Además, lo que distingue a Trisolero es su tono crudo y auténtico, un lenguaje directo que refleja las realidades de la vida en el barrio. No hay adornos innecesarios; solo la verdad de quienes luchan, caen y vuelven a levantarse. Es una lectura que, al igual que las mejores canciones de rock, te confronta, te mueve, y te hace reflexionar sobre el lugar que ocupamos en el mundo.
Este libro es para los amantes del rock, para quienes han sentido la chispa de la rebeldía en cada nota y para aquellos que aún creen en el poder de las palabras para cambiar vidas. También es una obra para aquellos que buscan entender un México que late al ritmo de una guitarra eléctrica, un México que lucha por salir adelante pese a todo.
Los invito a sumergirse en Trisolero, a escuchar las voces que lo habitan, y a dejarse llevar por este viaje literario cargado de emociones, recuerdos y sobre todo, de rock & roll.
Más información en las siguientes ligas.
Perfil del autor en facebook:
Transmisión en vivo por facebook del evento:
Registro gráfico:
Lo mejor está por venir.
20 octubre 2024
Benito Rosales Barrientos nació en Monterrey, ha participado en talleres literarios de su ciudad natal. Es autor de los libros: Sobre la cornisa del laberinto, poemas; Cuando estos cielos caigan como ojos de gato, poemas; Las flores del jardín, cuento, 2017; La niña y la serpiente, cuento, Metimos la pata, entre otros.
Porque corremos como locos sin manos a la caza de algo trascendente
Por Guadalupe Ángeles
I
Nos sentamos todos a comer ¿hay algo más ridículo que seis personas compartiendo café y un guiso apenas visitado por la carne, pensando cada uno en otras horas, otros días, otra forma de vivir?
II
Era un hombre joven y se casaría con ella. Sin embargo, el mar tuvo otros planes y devolvió su cuerpo sin vida un 23 de abril.
III
Está de acuerdo en que es un buen ejercicio, lo practica, es lo único que puede hacer con el cuerpo deformado por la tristeza.
IV
Bajo el agua todo sonido queda eclipsado por la música que hace a los peces mostrar esa mirada alucinante, alucinada hacia ningún sitio.
V
Jamás aprendió a comportarse con la necesaria mesura en su jardín. Cuando salía de viaje, las plantas suspiraban aliviadas y a su regreso ella procuraba entender.
VI
No es que le costara trabajo no dormir, es solo que una rabia más grande que su sensatez la obligó a tomar seis litros de agua para mantenerse despierta.
VII
Ver salir al sol frente al ventanal. Esa mañana su cuerpo no necesitaba más.
VIII
Toma las precauciones del caso, sin embargo, una serie de besos sin sentido tuvo la virtud de lanzarla de cabeza a una euforia, inesperada, feliz.
IX
Fueron 17 zanahorias y 23 cebolla, ¿o los 16 jitomates? Contabilizaba verduras aquella mañana como antes amantes, solo por el placer de imaginar momentos por vivirse; ¿antes o después? ¡Qué más da!
X
Breve, fugaz, casi imperceptible pasó la idea por su cabeza: ¿Vivir o dejarse matar?
XI
Empeñada en empequeñecerse hacía la apología de tardes desastrosas llamándolas, sin ironía, su época más feliz.
XII
Templos a dioses hechos de palabras resultaban sus días. ¿Dónde poner entonces, luego, la normal desilusión?
XIII
Autonombrarse dejó de ser atractivo cuando fue más importante cuidar el dinero que la virtud.
XIV
¿Dónde acomodar una pregunta que en realidad es un reproche casi podrido?
XV
Mismo traje, distinta edad. Acaso una ligera variación en el color pretendía disolver la insensatez de tal decisión.
XVI
Cuando dijo yo, no supo que, dentro, un ejército empujaba hacia afuera.
XVII
Por más que lanzara piedras al estanque no lograba entender la similitud del círculo dibujado en el agua con su afán de eternidad.
XVIII
Tomó esa mano, pero en realidad estaba haciendo un puente entre su miedo de morir y la más anodina cotidianidad.
XIX
Caminó varias horas, entró a su antigua escuela sin ser vista, salió de la misma manera. No hubo forma de hacerse ver. ¿En serio la muerte debe ser tan radical?
XX
Por más que se esforzó en recordar sus vidas, o fingir que ella era su padre, no pudo hacer lugar en su vida a la estupidez de ese amor que se negaba a aceptar tal nombre.
XXI
No dijo sí. Tampoco no. Nunca es tarde para aprender a contestar.
Guadalupe Ángeles nació en Pachuca, Hidalgo. Fue directora de la revista Soberbia. Entre sus obras se encuentran Souvenirs (1993), Sobre objetos de madera (1994), Suite de la duda (1995), Devastación (2000), La elección de los fantasmas (2002), Las virtudes esenciales (2005) y Raptos (2009). Ha colaborado en Ágora, El Financiero, El Informador, El Occidental, La Jornada Semanal; en las revistas electrónicas nacionales Al margen y Argos y en las españolas: Babab y Espéculo. Premio Nacional de Novela Breve Rosario Castellanos 1999 por Devastación.
Una conversación con Jesús Chávez Marín en A libros abiertos, episodio 5. Producción: Editores UACH Dirección de Extensión y Difusión Cultural de la Universidad Autónoma de Chihuahua.
Rollos cortos
Salvando al Sr. Banks… ¿El sueño de Walt Disney?
Por Luis Raúl Herrera Piñón
Una de las películas que pasaron sin pena ni gloria por la 86 edición de la entrega de los premios Oscar es esta, dirigida por John Lee Hancock, recordado por haber escrito el maravilloso guion de Un mundo perfecto (1993) y dirigir Un sueño posible (2009).
Salvando al Sr. Banks es una película de Disney, o mejor dicho, sobre el creador de Mickey Mouse, y más específicamente cuenta un momento exacto en su vida, cuando intentó por todos los medios posibles adquirir los derechos de Mary Poppins para llevarla al cine.
Mary Poppins fue un libro escrito por Pamela Lyndon Travers y publicado en 1934. En la película, la actriz Emma Thompson interpreta a la escritora, y Tom Hanks a Disney.
Las actuaciones son aceptables, aunque el rostro de Tom Hanks ‒tan visto en demasiadas películas‒ nos impide creer del todo que vemos a Walt Disney. Por otra parte, la actuación de Emma Thompson, que interpreta a una escritora gruñona y negativa, resulta ‒seguro porque así lo indica el guion‒ caricaturesca. Mejor, mucho mejor, la actuación de Paul Giamatti, quien interpreta al chofer de la señora Travers, muy natural y humano.
El filme tiene un ritmo un tanto lento, pues cuenta el proceso de la creación del guion de Mary Poppins bajo el escrutinio de la autora. Hay demasiados flashbacks ‒entendemos son necesarios para conocer las motivaciones de la escritora‒ que interrumpen constantemente la historia.
¿Esto hace que sea una mala película? La respuesta es: no. Se trata, no olvidemos, de una película Disney, con todo lo que ello significa, es decir, que cuenta con una fotografía excelente, ambientación, iluminación, sonido y vestuarios de primera.
Sin embargo, debido a que esta película trata exclusivamente sobre Mary Poppins, resulta más disfrutable si se ha visto el citado filme de Disney, filmado en 1964, si se le tiene en mente mientras se ve a Hanks y Thompson en pantalla y, sobre todo, si se tiene un cierto gusto por el cine musical.
Como sucede siempre, el título original Saving Mr. Banks ha sido traducido como El sueño de Walt Disney, quizás porque el título Salvando al Sr. Banks recuerda a Salvando al soldado Ryan, también con Tom Hanks. Pero en realidad es muy importante que el señor Banks sea “salvado” hacia el final de la película.
En fin, El sueño de Walt Disney es una buena película que nos permite conocer al hombre detrás de Disneylandia y pasar un par de horas de sano entretenimiento, aunque con una pizca de aburrimiento.
Título original: Saving Mr. Banks. Dirección: John Lee Hancock. País – año: Estados Unidos, 2013. Reparto: Emma Thompson, Tom Hanks, Colin Farrell, Paul Giamatti, Jason Schwartzman. Dónde ver: Prime Video, Disney+.
Luis Raúl Herrera Piñón es el jefe de la Unidad de Cine de la Quinta Gameros desde hace 19 años, tiempo en el que ha privilegiado la difusión de la cultura, a través de cine de calidad. Durante años publicó en El Heraldo de Chihuahua su columna Rollos cortos, en donde hacía crónicas y crítica de cine.