Ana de noche
Por Gustavo Macedo
Cuando Ana despertó eran las 3:46 de la mañana. Así lo decían los
números anaranjados y segmentados como insectos que parpadeaban en el reloj
sobre su mesa de noche. Había despertado abriendo la boca y jalando aire con
todas sus fuerzas. Se asfixiaba.
No podía decir por qué se asfixiaba, no recordó qué era lo que había
estado soñando hacía apenas unos segundos, pero seguro se asfixiaba. Quizá su
papá había estado en el sueño. Era muy probable.
Luego de un rato, Ana sintió que su respiración se había normalizado.
Sintió un calor en todo el cuerpo, excepto debajo de los senos. Le habían
comenzado a crecer ese mismo año; y en las axilas, puntos donde con sus dedos
palpó un sudor helado y de olor fuerte.
Se sentó sobre la cama y se giró para que sus pies encontraran apoyo
en el suelo. Cuando se sintió segura, se levantó y salió de la recámara. Pegó
la oreja a la puerta del cuarto de mamá. Nada escuchó. Giró la perilla y el
mínimo rechinido le pareció atronador, por lo que se detuvo. Con movimientos
breves e intermitentes abrió la puerta, apenas lo suficiente para que su cuerpo
cupiera.
Entró en la recámara de mamá. Como siempre, la mujer dormía respetando
un límite a la mitad de la cama, dejando desocupado gran parte del espacio del
colchón tamaño matrimonial.
Mamá dormía tapada todo el año; las cobijas no le permitieron ver si
el pecho se le movía, inflándose y desinflándose. Así que Ana, hincada junto a
la cama, puso la palma de su mano apenas encima de los labios de mamá. Sintió
el aliento tibio y húmedo de la mujer. Cerró la puerta con mucho menos cuidado
del que tuvo al abrirla, y salió.
Llegó a la puerta del cuarto de su hermano y de nuevo el rechinido de
la perilla le pareció un escándalo.
Él dormía boca arriba, sin camisa, con los brazos sobre la cabeza. El
pecho se le hinchaba y deshinchaba casi con violencia, provocando que se le
hundiera la panza y se le saltaran las costillas. Tal vez también estaba
soñando con papá, aunque él era muy pequeño para entender lo que había
sucedido. O al menos eso había dicho mamá y por eso nadie quiso siquiera
explicárselo. Aunque lo veía y lo escuchaba respirar, Ana estiró su mano y la
puso sobre la boca del niño, muy cerca, sintiendo los bufidos calientes en su
palma.
Al salir, Ana descubrió que su boca estaba seca. Bajó a la cocina y se
sirvió un vaso de agua. Lo bebió en tres tragos y se secó el agua de los labios
con el brazo. Pensó en cómo había despertado hacía unos pocos minutos, en la
desesperación y el horror que sintió. ¿Papá habría sentido lo mismo?
Ana colocó el vaso en el fregador y, subiendo suavemente las escaleras,
regresó a su recámara.
Se acostó y soñó que se asfixiaba. O al menos pensó que soñaba.
Gustavo Macedo Pérez
es psicólogo. Trabaja en un museo, hace el programa de radio Breviarios, pasea en bicicleta y escribe. Tiene
escrito el libro Introspecciones, de relatos, que fue publicado en un e book.
Si se le ve con el teléfono aferrado, seguramente está publicando algo en el
twitter @gusoescribe.
Cuando el padre se va de la casa, allí se quedan misterios y bruma de recuerdos confusos, angustia que asfixia.
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