Autobiografía póstuma
[fragmento]
Por Luis Zapata
1
Si hubiera sabido que
morirse era tan fácil, me habría muerto mucho antes. (¿Eh? ¿Cómo les quedó el
ojo, amiguitos? Estoy seguro de que no se esperaban esta frase, aunque también
estoy seguro de que no se esperaban ningún otro tipo de frase: al fin y al
cabo, pocos son los que empiezan un libro sabiendo lo que van a leer. Y a
propósito de libros, déjenme decirles que pueden contarse con los dedos de la
mano aquellos en los que el narrador ya no está entre ustedes; más escasos aún
—por el momento solo pienso en Blas Cubas— son los libros escritos
póstumamente: obsérvese, pues, hasta dónde llega mi compromiso con este hermoso
cuan difícil arte, como alguna vez escribió una afamada periodista no solo
refiriéndose a mí, sino a la literatura en general, y pondérese la magnitud de
mi empresa.)
Estoy aquí. Bueno, allá
para ustedes, más allá, en el más allá. Para mí, simplemente aquí, en el más
aquí, solo un poco aquí, como decía el buen Netzi (se me perdonará la
familiaridad, pero esto nos iguala a
todos), un poco aquí, porque tampoco me voy a quedar aquí todo el tiempo, o no
sé, aún ignoro muchas cosas de este estado, pero por lo pronto, estoy aquí, solo
un poco aquí, y para ustedes, allá.
Pasé a mejor vida,
estiré la pata, colgué los tenis, entregué el equipo: no podría haberme
sucedido algo mejor, ni siquiera una beca, ni siquiera un premio nacional.
Pronto estaré ya alimentando a la milpa, como decía el buen Eliot. Brinco de
gusto.
Difunto, bien
petateado, tieso por completo (claro, eso de que brinco de gusto es metafórico:
¿o quizá debería decir “mi espíritu es el que brinca de gusto”?). Soy lo que se
conoce como un muerto fresco, es decir, alguien que lleva pocas horas de haber
ingresado en lo que los panteones llaman pomposamente la eternidad: ya saben,
aquello de “Aquí se acaba...”, etcétera, etcétera. Eso sí, de paz y descanso
nada, al menos hasta este momento: por el contrario, la actividad, aunque solo
sea en calidad de testigo, y los desplazamientos han estado a la orden del día:
muertito y coleando. Y esto no parece que vaya a cambiar pronto.
Si hubiera sabido que
estar muerto era tan placentero, me habría muerto mucho antes. Se aferra uno a
la vida como si fuera la única opción, como si fuera lo único interesante,
cuando es quizá lo peor que puede pasar (y si no, que lo digan todos los que me
han precedido y los que se encuentran en la misma situación que yo; no es por
darles envidia, amiguitos, pero cada vez sumamos más —aquí sí hay una verdadera
explosión demográfica— y cada vez nos sentimos más contentos; en cambio,
ustedes, ¡qué solos se deben sentir y cuántas penalidades no estarán sufriendo
—para no hablar de las que aún les faltan—! Si tuviera yo una agencia de
viajes, no dudaría en recomendarles este, el tan cacareado viaje sin retorno).
¡Qué alivio no tener ya
preocupaciones económicas, no tener que hacer más declaraciones fiscales
(aunque sean en ceros)! Sobre todo lo primero. Pero también lo segundo. ¡Y eso
de pagar el teléfono cada mes, y la luz cada dos meses! ¡Y ver al contador para
entregarle todas las notitas y facturitas que ha acumulado uno durante semanas
para que se reduzcan un poco los impuestos! ¡Y dar vueltas y vueltas y hacer
llamadas y llamadas para que le paguen a uno el dinero que con tanto sudor gana
y los otros con tanto celo jinetean!
No sé
si me gustaba o no la vida (tal vez al final de esta autobiografía póstuma
podría hacerse un balance y llegar a una conclusión). Lo que sí sé es que me
desagradaba sobremanera todo ese tipo de trámites, ante los cuales me sentía,
en el mejor de los casos, perdido; en el peor, indefenso y desesperado.
Son
muchas, pues, las ventajas de estar muerto. Y podría enumerar varias más.
¿Desventajas?
Por el momento no se me ocurre ninguna.
Otra cosa de la que me
veo ahora libre es de la necesidad de andar buscando editor para mis tristes
manuscritos, mis ts. ms., sobre todo en esta época de crisis —pero ¿cuál época
no ha sido de crisis?, me pregunto en este momento en que poseo una mayor
lucidez: nunca ha estado el horno para bollos, por decirlo de alguna manera.
Sí, claro, me libero de la búsqueda de editor, pero también de esa espera entre
angustiosa e ilusionada en que el ts. ms. es sometido a dictamen. ¿Y después,
si se consigue la publicación? El rechazo de los críticos, cuando bien le va a
uno. ¿Dije “cuando bien le va a uno”? Sí, y no se trató de un lapsus: la
mayoría de las veces los libros no suscitan ninguna reacción.
Ya no
habrá, pues, publicaciones, ni reseñas, ni ausencia de ellas; tampoco esa
lamentación por la escasa venta de los libros. Ya no habrá nada. O sí, puede
haber: lo que desaparece es la preocupación. Y quizás el testimonio: ojos que
no ven... Aunque eso todavía no lo sé.
Lo
mejor de todo es, tal vez, ese desprendimiento de la vanidad: ¡fuiu!
Qué alivio, también, ya
no tener que preocuparse por el calentamiento global. O por el agujero en la
capa de ozono.
Supongo que les
gustaría saber si es cierto eso que dicen de que cuando uno muere, atraviesa un
largo túnel al final del cual hay una luz, o que se encuentra uno con los seres
queridos que se le adelantaron, o que pasa nuestra vida entera ante nuestros
ojos en unos cuantos segundos. Sí: ¿a quién no le gustaría saberlo antes? Que
levante la mano. Pero no quisiera estropearles la sorpresa —y créanme que la
hay. Además, no falta quien afirme que cada persona tiene una muerte distinta,
esa experiencia no por temida menos placentera: la muerte grandota, el
verdadero goce. O, bueno, al menos para mí así fue. Pero no voy a seguir
deteniéndome en esto: al fin y al cabo, de lo que se trata es de una
autobiografía. Así que pasemos a la parte bio
propiamente dicha.
Nací
en un pueblo de cuyo nombre no quiero, no puedo, no debo acordarme —ay, sí, ay,
sí, esto ya parece canción de Juan Gabriel, a pesar de su primera y cervantina
intención. Mejor lo digo: nací en el feo pueblo de San Mateo del Río, que
algunos erróneamente consideran ciudad por el solo hecho de ser la capital del
estado de Allende. Feo, sí, dije bien, quizás el más feo del país, y miren que
hay de donde escoger: en el estado de Guerrero, vecino nuestro, abundan, pero
también, ¿quién se atrevería a contradecirme?, en el norte (¡aquellos caseríos
hechos tan al aventón!), en el centro (¡esos terregosos y fríos villorrios sin
ningún chiste!), en el llamado sureste (¡esos absurdamente tórridos y húmedos e
insalubres parajes!), en el occidente (¡esas sucias y pestilentes aldeas
bicicleteras!), en el sur, en el oriente, en todos los puntos cardinales
habidos y por haber, para donde quiera que uno vea encuentra fealdad. Pero nada como San Mateo del Río, también
llamado, entre más veras que burlas, San Mateo el Feo. (¿Me cuesta trabajo
entrar en materia? No. Lo que pasa es que hay muchas impresiones encontradas,
muchas ideas dignas de consideración. No lo saben, claro, porque no están en mi
lugar.)
Vuelvo a ti, pueblito
mío; vuelvo a ti, pueblito de mierda, yo, que juré nunca regresar. Aunque,
claro, esto ya no dependió de mí: más que regresar, me traen, ahora que no puedo defenderme, ni oponerme; me jugaron
chueco: más pronto cae un cadáver que un hablador y que un cojo. (Bueno, pero
juré nunca regresar a vivir aquí:
puede decirse que cumplí mi palabra, si bien no faltará el listo que pregunte:
“¿Y qué hay de la última morada?, ¿no
es ‘morar’ sinónimo de ‘vivir’?”)
Había
una película inglesa que se llamaba Yo
fui feliz aquí. Muchos podrían suscribirlo: todos esos transterrados (y,
desde luego, los que aún viven por el rumbo) que se reúnen los jueves a comer
pozole, ese alimento tan primitivo y tan burdo como la gallina pinta de los
norteños, que tanto unos como otros veneran cual si del máximo refinamiento se
tratara. Pues les grito un no rotundo a todos esos, por no decir me vale una
chingada su opinión: ni me gusta el pozole, ni fui feliz aquí, donde solo
conocí desdichas: ¡pinche pueblo ramplón!
¡Y esa desagradable,
asquerosa afición por el epazote, que a todo le ponen: a los frijoles, a los
caldos, a los guisados! ¡Y ese apestoso gusto por el guaje y el quelite!
(¡pueblo silvestre y yerbero, por decir lo menos!)
Odiado pueblo rabón: en
ti me cago, me vomito, me pedorreo (perdón, pero solo se me ocurre denostarte
con funciones de mi cuerpo, que desgraciadamente ya no tengo a mi disposición);
en ti me orino, te escupo, te echo mis mocos purulentos, te echo mis venéreos
mecos, mis gargajos, mi cerilla, mis lagañas, la mugre que se junta entre los
dedos de los pies, la sufrida sangre de mis almorranas, la pus de mis gonorreas
juveniles —¡cuerpo querido, qué falta me estás haciendo en este momento!
De mis paisanos,
también detesto su forma de hablar, que más parece ladrido.
¡Verga! ¡Cómo odio a mi
pueblo natal! Aunque, si he de decir la verdad, ahora un poco menos, pues
espero recibir algún tipo de compensación. Y sí, la voy a tener: ya lo han
anunciado; no es que de pronto me haya vuelto adivino...
¡Tanto tiempo
temiéndole a la muerte, para darme cuenta de que no había nada que temer! La
describen cruel, aterradora —pero, claro, ¿cómo pueden conocerla, si escriben
desde allá, desde la otra orilla, por decirlo así? Perdonémoslos, porque no
saben lo que hacen, y que con su pan se lo coman.
No,
pues, la muerte no es como la pintan, sino benévola, dulce, acogedora, lo cual solo
prueba que las cosas nunca son como uno cree. Permítanme ponerles un ejemplo:
nos llaman de una editorial, pero no nos encuentran, y nos dejan recado de que
nos comuniquemos. En cuanto nos dan el recado (o escuchamos el mensaje en la
contestadora), empezamos a hacer conjeturas: ¿nos van a pedir un manuscrito
para publicarlo? (pensamos entonces que habría que tratar de conseguir un
anticipo, e imaginamos algunas posibilidades de gastar ese dinero), ¿nos van a
decir, en caso de que tengamos ya un libro con ellos, que sorpresivamente ha
vuelto a venderse muy bien y que nos tienen guardado un jugoso cheque de
regalías?, ¿nos van a dar la buena noticia de que hay un productor de cine
interesado en filmarlo? Nos emocionamos, casi brincamos de júbilo: ¡por fin nos
van a hacer justicia! De más está decir que tanto las conjeturas como el
entusiasmo caben en unos cuantos segundos, los utilizados en encender un
cigarro y marcar el número de la editorial. Ocupado. Chin. Unos minutos más,
que alimentan nuestras expectativas. Surgen quizás otras nuevas. Por fin nos
contestan, y pedimos que nos comuniquen con la persona indicada. Esta, después
de un saludo protocolario, que se quiere informal, que se quiere afectuoso, nos
explica el motivo de la llamada: “Fíjate que va a haber una mesa redonda muy
padre sobre Literatura y Erotismo en la universidad de X, y pensamos que
podrías participar”, nos dice, a nosotros, que somos tan tímidos, y ni siquiera
nos ofrece la magra compensación de una paga (¿suponen todos que los escritores
nada más estamos esperando a ver quién nos llama para dar una conferencia o
presentar un libro o cualquier cosa que implique
trabajo sin recibir nada a cambio?). No solo eso: nos pone también en un
aprieto, pues somos de los que no saben decir que no. Se nos ocurre una excusa,
acaso inverosímil: vamos a estar fuera del país (nosotros, que ni siquiera
viajamos dentro del país), ni modo,
será en otra ocasión. Nos despedimos, sintiéndonos, por decir lo menos, unos
verdaderos pendejos, aunque nos queda el consuelo de que el ridículo lo hicimos
solo ante nosotros mismos.
Los
ejemplos de situaciones semejantes podrían multiplicarse ad infinitum (tenemos
un tumor, y pensamos que será benigno: resulta canceroso; el objeto de nuestro
amor nos deja plantados, y pensamos que tuvo un accidente, pero no: se fue con
otro). Una cosa es segura: siempre se encarga la realidad de ponernos en
nuestro lugar. En otras palabras, no tiene caso anticiparse a nada porque nada
es nunca como uno se lo imagina.
Y así
sucede con la muerte: nos pasamos la vida temiéndole, y, cuando finalmente
llega, descubrimos sus nada escasos encantos.
Luis Zapata renovó la prosa narrativa
latinoamericana con la sencillez purísima de sus diálogos y las estructuras
audaces de sus novelas. En algunos de sus libros, inició en México una región temática que en otros
países ya se expresaba con naturalidad: la vida gay. Es autor de teatro y de
novelas; algunos títulos:
Hasta en las mejores familias, 1975.
El vampiro de la colonia Roma, 1978.
En jirones, 1985.
La hermana secreta de Angélica María,
1989.
La más fuerte pasión, 1995.
Siete noches junto al mar, 1999.
La historia de siempre, 2007.
Estilo Mápula publica hoy un texto del gurú máximo de esta revista blog: el gran Luis Zapata.
ResponderEliminarGracias por la publicación y por el comentario, amigo. Un abrazote junto con mis mejores deseos.
ResponderEliminarLos agradecimos somo nosotros, maestro. Luis. Estamos de fiesta por tu presencia en nuestra revista. Por tu presencia en Chihuahua.
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