El ángel
Por Liza Di
Georgina
Brokenangels…
Brokendreams.
Esteban no puede creerlo, ¿cómo es que esto le pasa a él? Él,
que había sido un escultor toda su vida. ¿Cómo demonios es que termina
malherido con un cincel en el vientre y tirado en el suelo sobre un charco de
sangre que se esparce cada vez más sobre el parquet?
Todo había empezado de la manera más inocente: Estaban
eligiendo el trozo de alabastro que viajó desde Toscana solo para él.
Normalmente hubiera elegido el más bello, el más grande, o simplemente el que
tuviera un aspecto más especial. Pero esta vez eligió una pieza distinta, una
simple, llana, grotesca y casi inservible.
―Probaré mi talento como escultor haciendo de este horrible pedazo de nada, la escultura más deliciosa ―pensó para sí el artista, saboreando el reto.
Los empleados llevaron la pieza al taller y Esteban se
preparó para hacer el encargo del cardenal Vicencio.
―Esteban, ¿acaso no estoy pagando lo suficiente como para que uses granito, mármol o al menos cantera española? ―preguntó el sacrosanto hombre, entre inocente e insultante.
―Esta es especial ―se limitó a contestar el escultor.
―Especialmente fea, por supuesto ―Esteban guardó silencio
mientras sus manos continuaban trabajando. El Cardenal se percató de la
molestia de su interlocutor y recapituló.
―En fin, tú eres el artista, no me decepciones Esteban.
Ese hombre arisco y callado era uno de los escultores más conocidos de la región. Y a pesar de que su carácter no era el más dócil a sus cuarenta y tantos años, los clientes aceptaban sus exabruptos porque –sin duda– era el mejor.
Conforme pasaron los días y las manos de Esteban sobre el inservible pedazo corrupto de alabastro, empezó a rebelarse una figura cada vez más definida: un rostro, manos delicadas, rizos espesos, túnica y unas alas rotas.
―Será especial ―se decía el escultor a diario. Sus
habilidades nunca antes se habían puesto tan a prueba para luchar contra cada
imperfección, cada falla de la pieza.
―Esa escultura no me gusta –murmuraban todos los ayudantes en el taller cuando Esteban no miraba.
Estaba a punto de terminar con las facciones del ángel de alas rotas. Esteban era el mejor para los rostros. Usó sus propias uñas para darle forma a la faz, se le rompieron por la presión dejando unos ligeros hilos de sangre sobre la pieza.
El escultor pasaba el día y la noche en el taller, durmiendo pocas horas frente a su obra inconclusa, mientras las semanas y los meses se le escurrían entre los dedos.
Cuando el cardenal Vicencio llegó a recoger su pedido y vio
al ángel, montó en cólera.
―Pero ¿qué es esto, Esteban? ¡Explícame! ¿Qué significa esto?
―le inquirió enfadado.
―Aún no está terminada.
―¡Y nunca lo va a estar! ¡Esto debe ser una broma, o un insulto!
¡Mira nada más esta monstruosidad! ¡Te pedí un ángel, no un engendro del abismo!
―Es un ángel.
―Es un monstruo. Ni el mismo Satán lo aceptaría en el
infierno ¿cómo piensas que voy a llevar esto a mi iglesia? ¿Acaso estas
demente?
―¡Es un ángel, y es mi mejor obra! ―gritó Esteban― Y si no le
gusta, ¡puede largarse de aquí!
El Cardenal salió del taller cancelando el pedido a Esteban,
quien se había quedado solo y sin dinero a causa de la demora en la obra. Sus
ayudantes se habían ido poco a poco, unos por falta de pago y otros porque
pensaban que el escultor había perdido su talento o la razón en ese espantajo
que creaba.
―Es un ángel ―murmuró Esteban, que se negaba a desistir en lo
que él consideraba la mejor prueba de su talento como artista: el convertir a
la pieza más horrible en una obra de arte única.
Doce meses pasaron mientras Esteban seguía dejando su sangre
y su vida en finalizar el rostro desfigurado de su ángel. Doce meses en los que
había sobrevivido gracias a la misericordia de Gumara, la tendera de al lado, a
quien una vez –que ya ni recordaba– Esteban le había regalado la escultura de un
pequeño conejo y en agradecimiento ella le llevaba a diario un plato de comida.
―Don Esteban, no me lo tome a mal, pero yo creo que esa cosa no se va a arreglar nunca. Y no es culpa suya, la piedra estaba mala, maldita, viene de mala semilla. ¿Por qué no la deja de una vez? ―le dijo la mujer en tono maternal, y sin esperar respuesta se retiró. Esteban se embebió en esas palabras y sufrió por dentro al sentir que había fracasado, pero sabía que Gumara tenía razón.
Esa noche no tocó a la escultura, se limitó a mirarla y a llenarse de impotencia. Tal vez había cosas que no tenían arreglo, tal vez había piedras que no habían nacido para ser ángeles.
Esteban tomó el cincel enfurecido para golpear con fuerza el
alabastro y destruir la escultura de una buena vez, pero justo cuando el acero
rozaba a la roca, el ángel extendió su brazo para sujetar a Esteban y arrancar
la herramienta de su mano.
El escultor quedó paralizado ante la visión. Luego sintió como su vientre se reblandecía partido en dos mientras el cincel lo penetraba.
Esteban cayó al suelo y su sangre comenzó a esparcirse sobre
el parquet, ante la mirada incrédula del artista.
―No puede ser… Tú ―murmura Esteban mientras se incorpora―. No
puede ser ―el ángel le lanza una sonrisa siniestra―. ¿Por qué? ―le reprocha.
―Por haberme arrancado a pedazos el rostro durante todos
estos meses, por querer hacer de mí algo que no soy.
―Eres una escultura, yo quería hacer de ti el ángel más bello
de todos los tiempos.
―No soy un ángel, nunca lo fui. ¿Qué estas ciego? ¡Mírame!
Soy un demonio, ¿no ves? Y tú, tú eres un iluso por pensar que tu vida, tu
tiempo, o tu talento podrían cambiarme.
―Yo te hice.
―Tú no me hiciste, tú me dejaste rebelar lo que había dentro
de mí, guardado en esta piedra asquerosa.
El ángel intentó bajarse del pedestal.
―Y ahora finalmente soy libre de hacer lo que mi naturaleza
me pide: salir al mundo para destruir a voluntad.
―Yo te hice ―le recrimina.
―Eso no importa.
―Yo te hice. Y también te puedo destruir.
Alargando su brazo, Esteban blande un mazo de metal que
descansa en la mesa vecina. En un golpe inesperado y certero al cuello, el
escultor le arranca la cabeza al demonio blanco, esparciendo los pedazos inertes
de alabastro por toda la habitación
―Y sábete, no te destruyo por malvado, porque la maldad
existe en todas partes. Si te rompo en mil pedazos, es por malagradecido.
Dicen que los artistas son neuróticos y puede que sea cierto; pero hay en las palabras, en las piedras, los colores, suficiente correspondencia, según queda mostrado en este cuento de Liza, escritora de ciudad Juárez.
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