El color
Por Martha Estela Torres Torres
No recuerdo si lo conocí en un taller, en algún curso
o presentación. En aquella ocasión cuestionó el libro que se presentaba; dijo en
público que la autora, que era yo, lo habían terminado apresuradamente porque
el final –consistente en siete poemas– no iba de acuerdo con la calidad de los
demás.
El libro apenas estaba saliendo a la venta,
entonces ¿cómo pudo conocer el contenido, y además tener tiempo para analizarlo,
y afirmar esto?
Su crítica incomodó a muchos de los asistentes, cuestionaron
su aventurada opinión, sobre todo cuando lo vieron esconder, bajo su saco, una
botellita cristalina.
A pesar de su carácter difícil, él creció en su
trabajo, era un buen poeta, y se fue haciendo con el tiempo más cordial, y cada
vez que nos encontrábamos me sonreía con insistencia. Después me buscó para
mostrarme y compartir su trabajo. La confianza, entonces, creció entre nosotros.
Pasó el tiempo. Nos encontramos varias veces cuando
se dedicó a la venta y promoción de sus libros.
— Aunque la poesía no vende; vale un cacahuate
—decía desanimado.
—¡Claro que vale! ¡Tenemos que volver a hacer Poetazos!
¿A ver, cuál de tus libros me falta, La
lámpara? —intentaba apoyarlo y
aprender de su experiencia.
En los últimos meses de su vida lo encontré con
frecuencia afuera de mi oficina. No sé si nomás andaba ambulando por ahí o me
esperaba a propósito. Era evidente su aspecto descuidado, olía intensamente a
esencias de varios días; eso era lo que me preocupaba, verlo así, de ese modo,
consumiendo su vida, lacerando su cuerpo, disminuyendo su talento con el
acribillante licor.
Una mañana de intensa helada, iba yo a unas
oficinas cercanas con un abrigo largo, cubriéndome la cara con gruesa bufanda,
cuando de pronto sentí que alguien me tomaba cálidamente por la espalda. Cuando
giré, él me dijo que era la mujer más bella del mundo.
—¿A poco sabes quién soy? —pregunté al reconocerlo,
sorprendida, porque con el abrigo y la cara cubierta era, según yo,
irreconocible.
—Claro, eres mi musa de la capital del mundo.
—Ay, sí, me descubriste por la voz –dije para
contradecirlo.
—Claro que no, mi bella dama. Te conozco siempre,
aún de lejos, por tu forma de caminar, por tu estatura, y por tu cabello
rizado.
—¿Qué lees ahora –pregunté, mirando el libro que
traía bajo el brazo– o también lo vendes?
—No, este no lo vendo, lo tomé prestado —me dijo
sonriendo.
Por su forma de reír y la entonación de las
palabras, deduje que lo había sustraído de alguna biblioteca particular, porque,
cómo dijo el personaje de El Cartero, la poesía
–en este caso el cuento– es de
quién la necesita.
—Mira, compañero, mejor solicítalos en donación, y
no te metes en líos —sugerí— a la mejor te los regalan, ¿cuál es ese?
—El color,
de Lovecraft.
—Maravilloso, me encanta el autor, pero aún no he
leído ese cuento.
—Entonces, te lo vendo —ofreció de pronto.
—Pues, ¿no qué este no?, pues ¿quién te entiende?
—Es que necesito dinero, amiga. Préstame algo.
—No traigo dinero.
—No me quieres prestar, ¿verdad?
—Es que ya te he prestado, acuérdate…
—Es que no he tenido, no me crees ¿verdad?
—Pues
es que…
—Crees que voy a comprar tequila.
—Entonces, ¿para qué lo quieres?
—Para comer.
Cuando me dijo eso, no sé qué sentí. Me conmovió como
siempre, y le dije, recordando la supuesta seguridad económica de mi trabajo.
—Está bien, te daré para que comas hoy, pero que
sea cierto, porque si me vacilas ya no te vuelvo a prestar. Iré a ver quién de
mi oficina trae dinero para pedirle; espérame.
Cuando regresé, estaba muy entretenido leyendo,
sentado apaciblemente bajo un pino. Me recordó a Gandhi, ya que era un hombre
de paz.
—Bueno, te voy a dar un pequeño préstamo —le advertí— pero con una condición, vas a
comer aquí en la cafetería de la escuela, la que está a la vuelta; te vas
directo hasta la esquina y luego a la derecha, y al rato te alcanzo para comer
contigo—le dije para asegurarme de que se alimentara.
—Está bien, gracias amiga —dijo tomando el billete,
y se fue.
Cuando llegó a la esquina volteó, y al darse cuenta
de que lo estaba viendo desde lejos, dobló a la derecha como le indiqué, y como
lo noté sospechoso, me tuve que ir tras él con la esperanza de que en verdad
acudiera a la cafetería, pero cuál va siendo mi sorpresa que al llegar a la
esquina vi que mi amigo iba ya para el rumbo contrario. En seguida, le grité,
precisando:
—Oye, a la cafetería, la cafetería.
Retomó el camino, presionado, seguramente al
escucharme, tratando de poner mayor distancia entre nosotros, molesto por mi
vigilancia.
Cuando comprobó que seguía, empecinada, detrás de
él, entró a propósito a un baño de caballeros, intentando deshacerse de mí. Pero
soy acérrima perseverante, me senté en una banca y me dediqué a esperarlo.
Pasaron minutos que me parecieron breves, y después otros que se me hicieron más
largos, y el poeta no salía.
El sol empezaba a calarme en la cara y el frío de
la banca a entumecer mis glúteos, pero permanecía ahí, sentada con tenacidad
inquebrantable, tratando de afianzar mi fe en el mundo, en la humanidad y en
mis fortuitas corazonadas.
Luego de un tiempo asomó la cabeza, sin abrir
completamente la puerta, tratando de verificar el campo enemigo. Me descubrió y
entonces, sin otra alternativa, salió corriendo hacia el exterior del circuito.
Me levanté de prisa, decidida a continuar mi desafiante persecución. El abrigo largo
me impedía correr, y tuve que ir con cautela para no resbalar, aún así seguí
tenaz y perseverante sobre la senda del hielo, a riesgo de morir desfallecida
en el intento.
—Espérame —le gritaba con fuerza, para que se
detuviera, y pudiéramos hablar y aclarar las cosas. Pero él, agarrado del libro
como si este fuera su salvación, corría a gran velocidad para librarse de mí.
Ni experta en cien millas hubiera podido alcanzarlo,
porque él llevaba la premura macabra del alcohol.
Una mujer corre en medio del frío, con hielo en el piso, persiguiendo a un poeta que se escapa de sus buenas intenciones. Atribulada, pero elegante con su abrigo largo, entre la niebla.
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