sábado, 15 de noviembre de 2014

El color. Martha Estela Torres Torres


El color



Por Martha Estela Torres Torres



No recuerdo si lo conocí en un taller, en algún curso o presentación. En aquella ocasión cuestionó el libro que se presentaba; dijo en público que la autora, que era yo, lo habían terminado apresuradamente porque el final –consistente en siete poemas– no iba de acuerdo con la calidad de los demás.

El libro apenas estaba saliendo a la venta, entonces ¿cómo pudo conocer el contenido, y además tener tiempo para analizarlo, y afirmar esto?

Su crítica incomodó a muchos de los asistentes, cuestionaron su aventurada opinión, sobre todo cuando lo vieron esconder, bajo su saco, una botellita cristalina.

A pesar de su carácter difícil, él creció en su trabajo, era un buen poeta, y se fue haciendo con el tiempo más cordial, y cada vez que nos encontrábamos me sonreía con insistencia. Después me buscó para mostrarme y compartir su trabajo. La confianza, entonces, creció entre nosotros.

Pasó el tiempo. Nos encontramos varias veces cuando se dedicó a la venta y promoción de sus libros.

— Aunque la poesía no vende; vale un cacahuate —decía desanimado.

—¡Claro que vale! ¡Tenemos que volver a hacer Poetazos! ¿A ver, cuál de tus libros me falta, La lámpara?  —intentaba apoyarlo y aprender de su experiencia.

En los últimos meses de su vida lo encontré con frecuencia afuera de mi oficina. No sé si nomás andaba ambulando por ahí o me esperaba a propósito. Era evidente su aspecto descuidado, olía intensamente a esencias de varios días; eso era lo que me preocupaba, verlo así, de ese modo, consumiendo su vida, lacerando su cuerpo, disminuyendo su talento con el acribillante licor.

Una mañana de intensa helada, iba yo a unas oficinas cercanas con un abrigo largo, cubriéndome la cara con gruesa bufanda, cuando de pronto sentí que alguien me tomaba cálidamente por la espalda. Cuando giré, él me dijo que era la mujer más bella del mundo.

—¿A poco sabes quién soy? —pregunté al reconocerlo, sorprendida, porque con el abrigo y la cara cubierta era, según yo, irreconocible.

—Claro, eres mi musa de la capital del mundo.

—Ay, sí, me descubriste por la voz –dije para contradecirlo.

—Claro que no, mi bella dama. Te conozco siempre, aún de lejos, por tu forma de caminar, por tu estatura, y por tu cabello rizado. 

—¿Qué lees ahora –pregunté, mirando el libro que traía bajo el brazo– o también lo vendes?

—No, este no lo vendo, lo tomé prestado —me dijo sonriendo.

Por su forma de reír y la entonación de las palabras, deduje que lo había sustraído de alguna biblioteca particular, porque, cómo dijo el personaje de El Cartero, la poesía  –en este caso el cuento– es  de quién la necesita.

—Mira, compañero, mejor solicítalos en donación, y no te metes en líos —sugerí— a la mejor te los regalan, ¿cuál es ese?

El color, de Lovecraft.

—Maravilloso, me encanta el autor, pero aún no he leído ese cuento.

—Entonces, te lo vendo  —ofreció de pronto.

—Pues, ¿no qué este no?, pues ¿quién te entiende?

—Es que necesito dinero, amiga. Préstame algo.

—No traigo dinero.

—No me quieres prestar, ¿verdad?

—Es que ya te he prestado, acuérdate…

—Es que no he tenido, no me crees ¿verdad?

Pues es que…

—Crees que voy a comprar tequila.

—Entonces, ¿para qué lo quieres?

—Para comer.

Cuando me dijo eso, no sé qué sentí. Me conmovió como siempre, y le dije, recordando la supuesta seguridad económica de mi trabajo.

—Está bien, te daré para que comas hoy, pero que sea cierto, porque si me vacilas ya no te vuelvo a prestar. Iré a ver quién de mi oficina trae dinero para pedirle; espérame.

Cuando regresé, estaba muy entretenido leyendo, sentado apaciblemente bajo un pino. Me recordó a Gandhi, ya que era un hombre de paz.

—Bueno, te voy a dar un pequeño préstamo  —le advertí— pero con una condición, vas a comer aquí en la cafetería de la escuela, la que está a la vuelta; te vas directo hasta la esquina y luego a la derecha, y al rato te alcanzo para comer contigo—le dije para asegurarme de que se alimentara.

—Está bien, gracias amiga —dijo tomando el billete, y se fue.

Cuando llegó a la esquina volteó, y al darse cuenta de que lo estaba viendo desde lejos, dobló a la derecha como le indiqué, y como lo noté sospechoso, me tuve que ir tras él con la esperanza de que en verdad acudiera a la cafetería, pero cuál va siendo mi sorpresa que al llegar a la esquina vi que mi amigo iba ya para el rumbo contrario. En seguida, le grité, precisando:

—Oye, a la cafetería, la cafetería.

Retomó el camino, presionado, seguramente al escucharme, tratando de poner mayor distancia entre nosotros, molesto por mi vigilancia.   

Cuando comprobó que seguía, empecinada, detrás de él, entró a propósito a un baño de caballeros, intentando deshacerse de mí. Pero soy acérrima perseverante, me senté en una banca y me dediqué a esperarlo. Pasaron minutos que me parecieron breves, y después otros que se me hicieron más largos, y el poeta no salía.

El sol empezaba a calarme en la cara y el frío de la banca a entumecer mis glúteos, pero permanecía ahí, sentada con tenacidad inquebrantable, tratando de afianzar mi fe en el mundo, en la humanidad y en mis fortuitas corazonadas.

Luego de un tiempo asomó la cabeza, sin abrir completamente la puerta, tratando de verificar el campo enemigo. Me descubrió y entonces, sin otra alternativa, salió corriendo hacia el exterior del circuito. Me levanté de prisa, decidida a continuar mi desafiante persecución. El abrigo largo me impedía correr, y tuve que ir con cautela para no resbalar, aún así seguí tenaz y perseverante sobre la senda del hielo, a riesgo de morir desfallecida en el intento.

—Espérame —le gritaba con fuerza, para que se detuviera, y pudiéramos hablar y aclarar las cosas. Pero él, agarrado del libro como si este fuera su salvación, corría a gran velocidad para librarse de mí.

Ni experta en cien millas hubiera podido alcanzarlo, porque él llevaba la premura macabra del alcohol.



Martha Estela Torres tiene licenciatura en letras españolas y maestría en humanidades. Entre sus libros publicados están: Hojas de magnolia, La ciudad de los siete puentes, Arrecifes de sal, Cinco damas y un alfil y Pasión literaria. Actualmente es profesora de literatura en la Facultad de Filosofía y Letras y editora en la Universidad Autónoma de Chihuahua.

1 comentario:

  1. Una mujer corre en medio del frío, con hielo en el piso, persiguiendo a un poeta que se escapa de sus buenas intenciones. Atribulada, pero elegante con su abrigo largo, entre la niebla.

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