Dorotea
Por Alejandra Hernández
Mi corazón se ha silenciado… no escucho el latido… ¿se habrá paralizado? ¿Por qué tanto dolor? ¿La consigna no es vivir para ser felices?
O como dice la oración que nos enseñan de niños: “Heme aquí, señora mía, sufriendo y penando en este valle de lágrimas”. Qué condena vivir con la certeza de ir perdiendo a nuestros seres amados, día a día ellos y nosotros nos vamos muriendo, calladamente.
Dejamos de percibir los aromas mustios como el de las violetas que se van deshojando igual a lágrimas tintas, así como se deshacen las vísceras, huesos, cabello, uñas y piel. Y el alma… ¿andará por toda la eternidad vagando?
Estos interrogantes se hacía Dorotea. Su amor, Marcelino, había muerto después de muchos años de vida en común. No es que él hubiera sido un buen marido, era egoísta y a veces brutal… la golpeaba hasta que se cansaba y luego la llevaba al médico… así de considerado era.
A veces se comportaba súper encantador, la acompañaba a misa, a pasear a la plaza, le compraba rebozos y lo que a ella le gustara, la presumía porque era muy bonita y veía cómo los demás hombres lo miraban con envidia.
Siempre la acusó de ser una “espiga sin germinar”, aunque ella tenía la sospecha de que él era el causante de no poder tener hijos, porque sabía que Marcelino tenía otros quereres, pero nunca supo que tuviera ún hijo.
Un día, de la cantina, en la madrugada, se lo llevaron tieso, decían que lo habían envenenado. O que fue un ataque al corazón. Para ella era lo mismo: él ya se había ido. Su espíritu errante caminaba entre sombras por la casa lleno de dolor, y ella decidida a seguirlo amando, deshilando cada recuerdo aún las golpizas, porque lo justificaba por amor. Lo buscaba en laberintos oscuros o estrellas luminosas. Por las noches, desgarrada, sollozaba, cuando el sueño la vencía, el dolor se alejaba y con la luz de la luna la invadía su recuerdo, sus lágrimas se dormían y lo sentía allí con ella.
Dorotea le platicaba: “Te seguiré por siempre, por caminos saturados de nostalgia y mi amor ilimitado estará pegado a tu alma y a tu cuerpo y estaré atenta a cualquiera de tus suspiros hasta que se me destroce el corazón o tu leve sombra me parta el alma y estemos en el mismo entorno por toda la eternidad.”
Un día, con la pena viva, Dorotea se quedó dormida con los ojos abiertos y tatuada en sus pupilas la figura de su amado. Dicen que padecía locura suicida, pero el médico determinó que era “demencia de amor”, porque desde que murió su esposo ella era como una amapola seca, aletargada como ola abandonada. No fue él quien se la llevó, era ella que corrió para atraparlo, y ahí… en la tierra húmeda quedaron juntos.
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