La extremista
Por Guadalupe Guerrero
―Había una fotografía, hablaba de los ojos, mis ojos, los que tengo y te vieron alguna vez con una mujer; nada más faltó una de mis oídos, pues te oí decirle por teléfono que yo era una mujer rubia, medio alemana y medio loca, que gustaba de pintarse el pelo como Marilyn, pero que también se vestía de guerrillera por el pueblo. Toda una Adelita. Esa misma, la que está en la fotografía y sube al tren sigilosamente y nos mira desde la puerta, desde arriba, y platica contenta todo lo que hace, y que cuando escribe quedito y silenciosa habla de todo lo que le duele.
―Ay, ¿pues qué le duele?
Le sonríe, como diciendo: “Esta lo sabe todo. Bueno ¿y ya se dio cuenta de lo que le sucede a la mujer?”
―No es dolor ―responde inquieta― es, digamos que una molestia ancestral que nos aqueja. Que los hombres sean, válgame el adjetivo, vulgarmente mujeriegos.
Luego de un breve silencio, habló de nuevo en tono angustiado, como queriendo calmarse:
―Eso no tiene mayor enredo. Lo que me parece lleno de maldad, y aquí me siento inmiscuida, es que las mujeres no sepamos amarlos.
―¡Cómo jeringan!, están con lo mismo y lo mismo desde hace mucho.
―Oye, al menos pélame, ¿no? Siempre estás con la otra.
―Por favor.
―¡Ah!, óyeme, ¿por qué la tienes?, ¿no te vasto yo? Háblame. Estoy nada más como tarabilla y tú sin decir siquiera una palabra, ¿no?, algo. Tan solo silencio. Salí hace rato, ¿escuchas?
―Sí, perdón, estoy un poco distraído, pensaba en ti, imaginaba que…
―Me choca que seas tan enajenado ―no lo dejó terminar―. Ya. Olvídate, hombre. Algún día tendrás que dejarla.
―Entonces eso quiere decir que no te importa. O sea, que no te interesas ya por mí. Ya no te duele perderme.
―No seas tan trágico, David Lorenzo. A decir verdad, ahora pareces un ser ausente lleno de maldad, sí, de vanidad para ser más claros, aunque te espantes y abras los ojos de esa manera horrorosa en que lo haces. No quiero decirte que no te ame, simplemente que sé que tienes otra mujer, aparte de tenerme a mí, obviamente, y que además ella te explota y te chantajea emocionalmente. Bueno, entre los dos se chupan sangre, son unos vampiros.
―¡Calla, Guadalupe! Calla, no sigas por favor.
―Sí sigo.
―No sigas.
―Sí. Ya te dije que sí voy a seguir, así que date por vencido.
―No.
―Ya me di cuenta ―y luego dando un giro a la discusión, prosiguió―: Te decía hace unos minutos que salí para tomar un poco de aire; el lugar donde estábamos ayer me pareció un poco frío y además traía un poco de dolor de estómago. Sí. Ayer salí con Eleanora y con Fito… bueno, al grano: Eleanora no puede ponerse peluca… fuimos a recoger la propaganda. La cosa es que allá fuera me senté en la banqueta y fíjate qué curioso, qué coincidencia: empecé a pensar en ti, amor mío, sí, en ti David Lorenzo, clarito sentía que la telepatía nos conectaba, igual que si nuestras mentes fueran el portento de las mentes telepáticas, yo receptora de tus pensamientos, es más, como si tus pensamientos fueran los míos, ¿entiendes eso?
―Pero ¿cómo así, Guadalupe? La verdad es que yo estoy tan cerca de ti que no hace falta que tengas esas sensaciones telepáticas.
―Pues lo cierto es que me pedías que olvidara el pasado, que no hiciera caso de las veces que te había visto con ella, que pronto seríamos uno. Esto es lo que me damas risa. O sea que te esperas a casarte para poder serme fiel. Bueno, te seré sincera: eso me llena de indignación, porque soy una mujer que se la ha pasado luchando contra su propio deseo y me sales con tu pinche traición, ya ni la chingas. Y los rollos de moral que traíamos debieron irse ya por un tubo.
―Eso espero ―respondió tajante.
―Mejor que ahí muera la discusión, no vaya a ser que te pierda.
―No vas a perderme, mujer, no vas a perderme. También yo estoy en mi derecho a serte sincero: efectivamente no tienes por qué dudar. Es Eleanora con quien me he estado viendo todo este tiempo en que decidiste optar por el celibato. Eso es todo. No es para gritar de esa forma en que lo haces: no sabes gozar del todo tus relaciones sexuales conmigo.
―Ya. Creo que tienes razón. Quisiera madurar más, quiero vivir contigo.
―Bueno, Guadalupe, eso es otra cosa. También sé que te quiero mucho y me gustaría vivir contigo.
Se acercó a ella, que se encontraba sentada de espaldas a la ventana, se inclinó para besarla en la frente. La mujer acababa de bañarse y acomodaba unos libros en el suelo. El tiempo transcurrió para los dos juntos.
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