La casa era un lugar de milagros cotidianos, estábamos vivos, teníamos hambre, sentido del humor y ganas de jugar
Por Sergio Torres
La casa era un lugar de milagros cotidianos, estábamos vivos, teníamos hambre, sentido del humor y ganas de jugar. La pieza más importante era la cocina y, con ella, la mesa del comedor.
La señora de la casa, que hace también el papel de esposa, madre de un puñado de niños, había aprendido a aprovechar todo lo que hubiera a la mano conforme fuera llegando. Siempre había gente comiendo. Nosotros, antes de la escuela y al volver; algún tío, tía, comadre, vecino, amigo que, de pasada, llegaba a aliviar su sed ante el sofocante calor húmedo de la ciudad más llena de sol.
El reloj se movía y aquella mujer sacaba brazos de no sé dónde para preparar comida para el regimiento a su cargo, hacer costuras, rezar su rosario, preparar frijoles puercos para la cooperativa escolar, ir a juntas, ir a ver presentaciones, vender boletos de rifas, kermeses, té canasta ‒nunca supe qué hacían las señoras en esas fiestas‒.
De niña, le decían Comino. De grande, le llamamos mamá. Gracias, doña Chuyita.
No hay comentarios:
Publicar un comentario