Naranjas agrias que saben a miel
Por Carlos Gallegos
En la estación de Aguascalientes abordamos el ferrocarril de vapor hacia el norte incierto.
Éramos jóvenes e ingenuos, soñadores de sueños imposibles.
Nuestro candor nos hizo presa fácil de la palabra fácil de un tío sin nombre.
Nos dijo que en el norte estaba un llano inmenso en medio de dos ríos, donde había peleado como soldado de Francisco Villa.
Que fuéramos allá, que allá tendríamos una vida diferente a la que viviríamos en Aguascalientes.
Nos compró los boletos hasta Estación las Delicias, donde debíamos bajarnos al aviso de un disco de lámina roja.
Entre la bruma del vapor y la luz del incierto amanecer, un día después vimos el disco rojo deteniendo el tren y nos bajamos tomados de la mano.
A nuestra izquierda vimos un corral de ocotillo y una pieza de ocotillo con techo de terrado.
No vimos más porque no había más que ver.
Sólo un sol de lumbre roja que salía en un destello púrpura entre dos cerros pardos, solo un coyote flaco que pasó brincando tras un conejo asustado que brincaba matorrales.
Allá en lontananza, entre una polvareda que cegaba, divisamos dos, tres, cuatro o cinco casas chaparras de adobe ranchero, de ventanitas azul verde, de canales de cantera que no eran tan necesarios porque casi nunca llovía.
Se nos acercó un señor grueso con el sombrero en la mano a darnos la bienvenida.
―Soy Luis Nevárez, jefe de Estación ―nos dijo en tono golpeado, en el tono en que nos dijo el tío que hablaba Villa.
Caminamos rumbo al poblado en embrión y al poco caminar nuestros zapatos negros de vaqueta eran blancos de aquel polvillo blanco que nos cubría, haciéndonos llorar los ojos.
El sudor hizo que nos soltáramos las manos.
Yo escuchaba sus pasos a pocos pasos de los míos.
Miraba yo un pueblo que, después sabría, solo mis ojos veían.
Vi un tenderete atendido por un árabe melifluo. Vendía espejos, agujas, hilazas de colores y medias de ceda falsa.
Íbamos por un callejón ancho, encharcada por la única lluvia que caería ese año.
Vi un joven jinete que caracoleaba su caballo zaino orejano quitándose el sombrero para saludar a una dama desdeñosa de su amor.
Vi a una señora enlutada que lloraba limpiándose las lágrimas con la orilla de su rebozo.
Vi a un mozo que corría haciéndole mandados a un viejo rico que había llegado primero.
―Allá derecho, al fondo del callejón, haremos un mercado que tenga figura de pastel ―musitaba un señor con facha de político.
―Y torciendo tres cuadras a la izquierda, levantaremos un reloj gigante que anuncie a todos las horas del día y de la noche.
Ya teníamos mucha hambre y por suerte un buen hombre que vendía naranjas agrias nos vio el hambre en los ojos y nos ofreció una.
―En un pueblo donde regalan naranjas agrias que saben a miel no nos puede ir mal ―le dije a mi compañera.
Pero ya se había devuelto. Ya no había nadie siguiendo mis pasos.
Ella no veía la visión que yo veía.
Desanimada, se había evaporado en la resolana mañanera.
A lo lejos la divisé caminando hacia la estación sin decirme ni adiós.
Al poco escuché el silbido del tren hacia el sur lejano y no la volví a ver.
―Yo porfiaré hasta ver el pueblo que he visto en sueños ―me dije llorando al dolerme su reciente ausencia.
―A ella que le vaya bien. No tiene de mí ni de los delicienses del futuro la voluntad tenaz.
A lo lejos, muy a lo lejos, oí el eco del silbato del tren hacia el sur y luego no escuché nada.
Solo la voz del árabe melifluo haciendo nuevos clientes.
Ante su notoria bonanza supe entonces con gran certeza, que hacía bien en no irme.
Supe que estaba en mi casa para siempre.
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