El ermitaño
Por José Alejandro García Hernández
Estaba cursando el sexto año de mi primaria y, como era costumbre, un fin de semana se realizaba un retiro espiritual en las instalaciones del colegio. Las monjas habían diseñado actividades para que conviviéramos y nos uniéramos más antes de continuar cada quien su vida.
Previo al retiro, las maestras nos pidieron llevar nuestros lonches para comer en las horas asignadas. Para esto, mi mamá preparó la mejor torta de huevo que he probado en toda mi vida: el pan de ternera recién calentado y suavemente tostado con mantequilla, una sutil capa de mayonesa, que viste al jamón, huevito y el toque especial del amor de mamá. Era una torta única, de aquellas que solamente podría esperar para la ocasión más especial, algo así como una boda o un viaje largo por carretera. Esa mañana me sentía el niño más afortunado.
Comenzó el retiro. Como parte de las dinámicas para desapegarse de las cosas materiales, las maestras nos indicaron que dejáramos nuestras pertenencias en el centro del salón. Obedecimos y nos sentamos en las orillas. Para la hora del almuerzo nos dijeron que, como comuna espiritual, podíamos compartir y tomar cualquier lonchera que no fuera la nuestra, pues así podríamos degustar lo que nuestros compañeros compartieran. Después, la directora dijo que todo aquel que quisiera conservar su lonche podía tomarlo para llevárselo de comida.
No podía desperdiciar la oportunidad de degustar el mejor lonche que mi mamá había hecho, así que fui una de las tres únicas personas que, bien egoístas, fueron a tomar su propia comida. La maestra señaló que eso no era malo, puesto que era importante ver por nuestra propia felicidad, y como tal, debíamos disfrutar esa sensación en recluida soledad. Cada comensal estaría solo en un salón diferente a la hora de la comida, mientras que la comuna podría convivir en conjunto a la hora del recreo en el patio y alrededores. Esa no me la vi venir.
Me mandaron a la sala de cómputo y me especificaron que no podía utilizar las computadoras. Claro que eso no era problema para mí, puesto que mi universo, durante aquel aciago momento era aquella torta divina. La degusté y pensé que la soledad, en compañía de tal manjar, era lo más hermoso de la vida.
Desafortunadamente, mientras saboreaba cada mordida, algunos integrantes de la comuna comenzaron a asomarse por la ventana y a reírse de aquel ermitaño que se quedó con su torta. Ahora la soledad era objeto de burla de aquellos que compartieron sus bocadillos.
Me escondí entre los reguladores y mesas y pude comer desde el suelo; me sentí como aquel animal de zoológico que se oculta de los visitantes que quieren asombrarse de algún ser insólito. Finalmente, aquellos visitantes desistieron y se fueron a seguir compartiendo su comida. Pude disfrutar por fin de un momento de silencio y continuar comiendo.
La soledad nunca supo tan bien.
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