El mismo camión de antes
Por Carlos Gallegos
El viernes 21 de junio de 2024, a eso del medio día, estando en el fresco de la Biblioteca Rotaria Antonio Vicente Máynez, me acordé de cuando iba a Meoqui en el camión pasajero que se paraba en el triangulito de avenidas Río San Pedro y 1ª Norte.
Hablo, más menos, de hace medio siglo.
Estaba platicando con Mario Guillén, que allí tiene su oficina donde urde sus programas culturales. Me estaba platicando una charra cuando me entró la nostalgia de aquellos años.
Animado por el aguacero de la noche anterior, le dije que quería tomar el camión que antes tomaba e ir a ver otra vez la exposición pictórica fotográfica de Roberto Lira que está en la Presidencia Municipal.
Agregué que el boleto era caro, que costaba 40 centavos cash, y que, cuando no acabalaba, no faltaba un conocido que me lo pichara.
Mario me vio con cara de «este está operado de la cabeza, no sabe que ya hay hasta autos eléctricos», y antes de que me desanimara ya iba hacia la parada bajo un agradable cielo nublado.
Pasé por Mente Abierta, el negocio que está a un costado de la Plaza Principal, recordando que, en tiempos del padre Noé, a metros de ahí estaba la Alberca Ávalos.
Seguí sobre la Avenida 3ª, y al cruzar la Calle 2ª, con ojos del recuerdo vi a mi izquierda el Cine Alcázar y al boletero, el ex boxeador Chato Salas, y a Juan Hernández, el señor que manejaba la gigantesca máquina que proyectaba las películas. Don Juan, como regalo dominguero, nos dejaba entrar gratis a su hijo Mario y a mí. Con el Chato no había trato: le teníamos miedo.
Atravesé la Calle 3ª con la memoria clavada en la esquina derecha, donde estaba la Casa Elétrica el Globo, de don Fausto y doña Ema López. Vi la esquina de enfrente, donde un tiempo estuvo Zapatería Canadá, aunque el Pelón Delgado, mi asesor honorario, ya no se acuerda. En seguida de un pasillito en donde vivía Alma Sepúlveda, quedaba el taller de máquinas de escribir de don Gilberto Dena Cueto, a donde su hijo Luis Mario, Javier Hernández Domínguez, Jaime Flores Rivera yo íbamos a estudiar y a pistear, o mejor escrito, a pistear y a estudiar.
Luego, la Panadería La Marina, en la esquina de la Calle 4ª, casi enfrente de una funeraria donde una señora enlutada lloraba sobre pedido.
Ahí está ya el triangulito, ya está el camión, allí está el muchacho que atiende la dulcería, antes de cabello negro, hoy tordillo. Como siempre, no me saluda. Algo le hice y medio siglo no ha sido suficiente para que me perdone. Esos son rencores perros.
Abordo el autobús, trato de pagar los 12 pesos que ahora cuesta el boleto, y nuevamente me alcanza el pasado: no traigo nada. Como en aquellos días, no falta un acomedido que pague por mí.
Como hace medio siglo, el bus va a vuelta de rueda, con los vidrios hasta arriba y el calor empezando a subir.
Rodamos por la 4ª, cruzamos Agricultura, rebasamos la finca que fue la cantina Club Delicias, de los Villalba. Pasamos por donde estaba la Escuela Comercial Bancaria y Mercantil. Cruzamos la Avenida 6ª. En la acera de la izquierda, a unos metros de donde fue la XEBZ, evoco la cantina el Gato Negro, de mi amigo Mario Valles Aponte. En la 7ª torcimos a la izquierda, rodamos a un costado del desaparecido taller de tornos de Lorenzo Salcido, La Gringa. Seguimos a vuelta de rueda y, ya sudando, dejamos atrás los Gases y San Lorencito. Arribamos al Salado y a la derecha, a 100 metros sobre el camino a la Terrazas, clarito vi a mi papá y a mi Nina Teresa en la granja que tenían ahí. Me dijeron adiós como lo hacían hace 50 años.
Dejamos atrás la fantasmal casita en que vivía Tacho Villa, El Gallo.
Luego el vado, hoy convertido en un gran puente, y el merendero que fue de Aarón Anota, el legendario pelotero y mánager, y ya estamos en la centenaria Plaza Hidalgo.
Caminé hacia la Alcaldía. En la Plaza de la Constitución nuevamente eché de menos el hermoso kiosko de hierro forjado que un día desapareció, o desaparecieron.
Me extasié de nuevo ante el talento de Roberto Lira y, ya con hambre y mucho calor, me dirigí hacia la parada del camión, ubicada en un sitio insólito: a ras de la banqueta de una funeraria.
Allí, literalmente entre la vida y la muerte, vi llegar una carroza con su pasaje habitual. Azorado le pedí un rait a José Luis Cisneros, jefe de la Junta de Aguas, y a Bebo Velázquez, secretario municipal, que iban a Delicias, pero no me vieron y tuve que esperar el transporte medio muerto de hambre y de susto.
El hambre aumentaba al acordarme que estaba a dos o tres cuadras de los históricos y ricos tacos moreliamos, de los que a lo mejor comían los igualmente históricos monitos, que tanta fama universal le dieron al terruño adoptivo del gran Zurdo García y tantos otros próceres locales.
Al subirme al bus, que venía de Ortiz, no me lo va usted a creer: me alcanzó el invencible karma de mi monserga histórica: la falta de lana para el boleto y, en el colmo, la ausencia de un acomedido que me sacara del apuro. Por fortuna el chofer me resultó adivino y, augurando mi trance recurrente, me hizo la seña de que me sentara gratis. Le agradecí haciéndole una caravana con mi sombrero.
Al día siguiente, ya repuesto del calorón, del susirio de la funeraria y de la hambreada, le platiqué a Mario mi épica aventura.
Me miró con una mirada que claramente decía: «No, yo tenía razón. Este está recién operado de la cabeza».
Venenosamente remarcó el «recién».
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