Foto Pedro Chacón
Lluvia de junio
Por Marco Benavides
Entre las callejuelas empedradas de un antiguo pueblo, donde el tiempo parecía detenido en murmullos de historia, se desplegaba el escenario de una danza entre dos almas heridas por el pasado y envueltas en la melancolía de un presente incierto. La lluvia de junio, testigo silente, arremolinaba ruido en los adoquines, se narraba la historia de un amor nacido en la penumbra de la noche y condenado a perecer bajo tormentos del destino.
Ella con su cabello oscuro como la noche y sus ojos que guardaban secretos ancestrales, caminaba entre las sombras de los recuerdos, con el peso de un corazón roto que aún latía al compás de un amor perdido. Cada paso era un eco de nostalgia, cada mirada una ventana al pasado que se negaba a desvanecerse. Recordaba con dolor cada momento compartido, cada risa, cada lágrima, cada promesa. Pero sobre todo recordaba su partida, el adiós que aún resonaba en la mente como un eco eterno.
Él con la mirada perdida en el horizonte y el alma marcada por las cicatrices del dolor vagaba entre callejones de olvido buscaba en cada rincón el eco de una voz que ya no resonaba en el pecho. Cada callejón era una metáfora de su existencia: laberíntica, oscura, llena de recuerdos. La lluvia golpeaba su rostro como un recordatorio constante de la tormenta que había arrasado su corazón, dejando a su paso desolación y soledad.
Los días pasaban lentos como el goteo de la lluvia sobre el tejado de una vieja casona abandonada; cada amanecer traía consigo la misma sensación de vacío. Ella se refugiaba en la soledad de su hogar, rodeada de libros que hablaban de amores imposibles y destinos trágicos, buscando en las páginas desgastadas un consuelo que nunca llegaba. Él deambulaba por las calles como un espectro errante, buscando respuestas en los rostros desconocidos que se cruzaban, pero encontrando solo indiferencia y olvido.
Una noche, mientras la lluvia caía con furia sobre el pueblo dormido, ella salió a pasear por las calles desiertas, dejando que el agua lavara su alma de los remordimientos que la atormentaban. Fue entonces cuando lo vio, parado bajo el dintel de una vieja iglesia, con el rostro iluminado por la luz de un farol solitario. Sus ojos se encontraron en la penumbra, y en ese instante supo que el destino había vuelto a reunirlos, la historia aún no había llegado a su fin.
Sin decir una palabra, él extendió la mano hacia ella, como si fuera un náufrago buscando salvación. Y ella, sin dudarlo, cruzó la distancia que los separaba y se refugió en sus brazos, sintiendo el calor de su cuerpo como un bálsamo para su alma herida. La lluvia seguía cayendo sobre sus cabezas, pero en ese momento, en ese abrazo, el tiempo se detuvo y el mundo desapareció a su alrededor.
Caminaron juntos por las calles mojadas, sin rumbo fijo, dejándose llevar por el latido de los corazones y el susurro de la lluvia que los envolvía. Hablaron de sus miedos, de sus sueños rotos, de todo lo que habían perdido en el camino. Y en cada palabra encontraron un consuelo, una chispa de esperanza que les recordaba que, aunque el camino fuera difícil y tortuoso, siempre habría un rayo de luz al final del túnel.
Sus ojos se encontraron en silencio como dos barcos a la deriva, pero sus miradas hallaron un instante de complicidad, un destello de reconocimiento mutuo que trascendía las palabras. Había algo en la forma en que se miraban, algo que hablaba de un vínculo indestructible.
Al llegar al puente que cruzaba el río, se detuvieron frente al barandal de hierro forjado y contemplaron el reflejo de la luna. Allí, en ese momento suspendido en el tiempo, se prometieron el uno al otro que nunca más volverían a separarse, su amor sería más fuerte que cualquier obstáculo. Y así, bajo la lluvia de junio, esas dos almas heridas encontraron el camino de vuelta una a la otra, y juntas, enfrentaron el futuro con la certeza de que, mientras estuvieran juntas, nunca más volverían a sentirse perdidas.
8 junio 2024
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