Una mañana
Por Marco Benavides
Una mañana me desperté con el peso de la incertidumbre sobre mis hombros. Desde que abrí los ojos supe que algo había cambiado. La habitación estaba sumida en una penumbra matutina, apenas iluminada por los primeros rayos de sol que se filtraban por la cortina entreabierta. El reloj en la mesita marcaba las seis y media, una hora temprana incluso para mi rutina. Pero no era el horario lo que me desconcertaba, sino una extraña sensación de desasosiego que se aferraba a mí como una sombra.
Me incorporé tratando de sacudir la neblina del sueño. A mi alrededor los muebles parecían en su lugar habitual, las mismas paredes que conocía desde hacía años seguían allí, imperturbables. Sin embargo, algo en el aire había cambiado, como si un silencio inusual se hubiera instalado en el departamento. Los sonidos matutinos habituales, el suave murmullo de la calle, el chirriar de los pájaros en los árboles cercanos, todo parecía estar en pausa, como si el mundo esperara expectante.
Me levanté con cautela, mis pies descalzos sintiendo la frescura del piso. Caminé hacia la ventana y abrí las cortinas de golpe, dejando que la luz del amanecer inundara la habitación. El panorama era el mismo de siempre: el tranquilo barrio con sus antiguas casas alineadas a lo largo de la calle, los árboles verdes que se mecían suavemente con la brisa matutina. Pero, aun así, algo seguía fuera de lugar.
Me bañé pensando que el agua caliente podría disipar la extraña sensación que me envolvía. El agua tibia caía sobre la piel, pero ni siquiera ese habitual placer lograba calmar mis nervios. Mientras me secaba, una idea comenzó a formarse en mi mente, un pensamiento fugaz que intentaba encontrar sentido en lo inexplicable. ¿Qué era lo que había cambiado desde que me desperté esta mañana?
Volví al cuarto y me vestí con más rapidez de lo habitual, como si el acto de moverme me alejara un poco de ese desconcierto persistente. Entré en la cocina, donde el aroma del café solía ser mi bienvenida diaria. Llené una taza y me senté en la mesa, observando el vapor elevarse en espirales antes de desaparecer en el aire fresco de la mañana.
Fue entonces cuando la vi.
Una pequeña figura, apenas perceptible al principio, se movía en el jardín delantero. Una sombra oscura que parecía estar observando la casa desde la distancia. Me levanté de un salto, dejando caer la taza que se estrelló contra el suelo y se hizo añicos. Mis manos temblaban mientras me acercaba a la ventana, tratando de discernir quién o qué era esa presencia misteriosa.
La figura estaba ahora parada cerca de la buganvilia que bordeaba el jardín, completamente quieta, como si supiera que estaba siendo observada. Era alta y delgada, con una postura que sugería una especie de expectativa. No podía distinguir detalles claros debido a la distancia y a la tenue luz del amanecer, pero algo en su forma me resultaba inquietantemente familiar.
Mi corazón latía con fuerza mientras se debatía para comprender lo que estaba viendo. ¿Era posible que alguien estuviera acechando mi departamento desde el jardín? Mis ojos buscaron frenéticamente en busca de algún signo de reconocimiento, pero la figura seguía siendo un enigma envuelto en sombras.
Tomé una decisión impulsiva y corrí hacia la puerta. Abrí con un tirón y salí al jardín, sintiendo el cemento húmedo bajo mis pies descalzos. La figura estaba ahora más cerca, apenas a unos metros de distancia, y pude ver ahora que llevaba una capucha que ocultaba su rostro.
—¡Eh, tú! —grité, mi voz resonando en el aire tranquilo de la mañana.
La figura no respondió, permaneciendo inmóvil como una estatua. Me acerqué unos pasos más, mi corazón latía con fuerza en mi pecho. Cuando estuve lo suficientemente cerca como para ver con claridad, una sensación de frío recorrió mi espina dorsal.
Bajo la capucha, no había rostro.
No había nada más que una oscuridad impenetrable donde deberían estar los rasgos de una persona. Un vacío palpable que desafiaba toda lógica y racionalidad. Retrocedí instintivamente, sintiendo cómo el miedo se apoderaba, como un calambre.
—¿Quién eres? —pregunté, mi voz temblaba, apenas un susurro ahora, temiendo la respuesta.
La figura no respondió, pero comenzó a retroceder lentamente, alejándose hacia la calle. Mis ojos seguían cada uno de sus movimientos, hipnotizados por la presencia inexplicable que ahora se desvanecía en la distancia.
Fue entonces cuando me di cuenta. Era ella, mi temor primordial: el fin de mi existencia como persona.
La sensación de desasosiego, el silencio anormal, la figura sin rostro en el jardín. Todo estaba conectado, formando un patrón ominoso que se extendía ante mí como las páginas de una novela de misterio que se escribía en tiempo real. Algo había entrado en mi vida esa mañana, algo que no podía explicar pero que sentía profundamente en cada fibra de mi ser.
Pero ¿por qué se fue? ¿A dónde? Si no a mí, ¿a quién buscaba?
Regresé al departamento con pasos lentos, cerrando la puerta detrás de mí con manos que aún temblaban. Me senté en la silla frente al escritorio, tratando de confrontar lo que acababa de presenciar. ¿Era posible que hubiera sido solo una alucinación, un truco de la luz del amanecer combinado con mi mente agotada por la falta de sueño?
Pero la sensación persistía. Indescriptible, persistió todo el día de trabajo, mientras me enfrentaba al monitor que parpadeaba, y al teclado que discretamente susurraba bajo mis dedos.
Esa noche, cuando finalmente cerré los ojos para intentar dormir, los sueños estuvieron poblados de sombras sin rostro y susurros ininteligibles. Me desperté varias veces con el corazón galopando en mi pecho, sintiendo que algo acechaba en las sombras de mi propia mente.
Desde entonces, cada mañana ha sido diferente. El sol sigue saliendo, las rutinas diarias continúan su curso, pero siempre hay una sombra en el borde de mi visión, recordándome que esa mañana, cualquier mañana, algo cambió para siempre en mi mundo.
14 junio 2024
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