La búsqueda
Por Guadalupe Guerrero
En ese momento rozó su mejilla en el vidrio, hacía una temperatura normal, cálida, y pensó en las veces en que estuvo sola mientras estudiaba en la tina de baño, cuando no pensaba siquiera en lo que era vivir.
Pensaba que las cosas funcionaban bien, todo marchaba divinamente: se sintió con una suerte privilegiada por los encantos que tenía. A la gran mayoría no le gustaba la lectura, pero a ella le fascinaba. Muchas mujeres vivían al lado de hombres que las engañaban, y ella afortunadamente vivía sola. Había estudiado lingüística, tenía un doctorado que le provocaba grande orgullo.
Bueno. Al decir que era afortunada porque vivía sola no quiere decir que de pronto no sintiera la necesidad de un hombre alguna vez. No tenía por qué costarle tanto. Tenía claridad al respecto: era un amor imposible como suelen ser casi todos los amores.
Presa de curiosidad corrió entre la gente que pasaba por la calle: ese atardecer posó sus manos en el vidrio, cerrando los ojos. El departamento cuidadosamente decorado, impecable: un librero en la sala, sillones blancos hechos con bambú del sur. Ahora París muy lejos. Cuánto pasó para terminar el curso de francés.
Jamás había tocado a un hombre ¡qué vergüenza!, sus senos endurecidos a los veinticinco años.
Su figura se proyectaba en el vidrio que resplandecía con la luz de la tarde y la inundó de congoja. Descorrió la cortina prometiéndose alcanzar el atardecer, no podía imaginar qué hombre pudiera ser tan listo y pescarla, qué nombre tendría. Al menos eso. Se preguntaba: ¿Cómo se llamará, si existe, el hombre de mi vida? Tal vez esto era un pensamiento muy infantil. Pensar en el nombre de alguien que todavía no se conoce causa displacer; por qué pensar así, qué le pasaba.
Una tarde, saliendo de su casa a pie volando, bajando por la escalera de la puerta que daba a la salida hacia la calle Victoria en el centro de la ciudad de Chihuahua, al norte del país más desigual del mundo, México, vio a un hombre que escondía algo bajo el brazo izquierdo y que le miraba los senos. Traía un sweter largo, vestía pantalón de pana negra. Siguió caminando por la banqueta hasta que el hombre la abordó tomándola del brazo en español claro le dijo:
―Vengo siguiéndote desde Europa, Claudia. Me llamo Isaac.
―¿De veras te llamas Isaac? ―preguntó sorprendida.
―Sí.
Si entender nada y en total descontrol, ella preguntó:
―¿Pero cómo es posible que vengas siguiéndome desde allá?
―Sí. Es en serio. Estuve mirándote todo el año que anduviste por allá. Me gustas mucho. Soy escritor. Trabajo haciendo retratos. Cuidé tus pasos, vigilé a quienes te siguieron por diversos lugares. Te admiro.
―Apenas lo puedo creer. Yo soy poeta y quiero leer en su lengua a los poetas franceses ―dijo, con cierta simpatía.
―¿Cuáles?
―Todos. Los surrealistas, por ejemplo.
―Bretón ¿verdad?
―Bretón, si quieres.
―¡Oh! ¿Puedo acompañarte?
―Pues… sí ―le respondió objetiva.
Después del diálogo rápido y cortés que habían sostenido, caminaron juntos en silencio. En realidad el hombre no estaba nada mal.
Febrero 1990
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