A un hombre llamado Mauro, mi padre
Por Marco Benavides
No puedo recordar cuándo me di cuenta de tu presencia en mi vida, desde mis primeros momentos de conciencia de mi entorno, hasta el día en que el inexorable paso del tiempo nos separó para siempre. Fue solo un momento, una singularidad en el éter y la vasta extensión del Cosmos. Y ahí estaba yo, tu hijo. Fuiste mucho más que un progenitor: fuiste el faro que iluminó mi camino, el ejemplo que siempre traté de seguir, y la voz que orientó mis decisiones importantes.
Naciste en tiempos de cambios turbulentos y desafíos que yo solo conocí a través de tus relatos. Creciste en una época donde la fortaleza y la perseverancia eran moneda corriente, valores que sin duda te impregnaron de una determinación inquebrantable. Viviste en tu infancia la circunstancia del país durante una guerra mundial.
Nada se tiraba de primera intención, con eso tenías que arreglártelas hasta que se acabara completamente. Fuiste hijo de una familia con doce, en un ambiente en el que no había más para todos que todos que trabajar duro, físicamente, de sol a sol, para obtener el sustento. Con el pasar de los años, y a medida que te convertiste en padre, esos valores se transformaron en las bases de nuestro hogar.
Recuerdo tus manos fuertes, siempre dispuestas a trabajar arduamente por nuestra familia. Tus horas interminables en el trabajo nunca fueron motivo de queja; al contrario, nos enseñaste el valor del esfuerzo y la dedicación. Aunque tus jornadas eran largas y a veces agotadoras, siempre encontrabas tiempo para estar con nosotros, para escuchar nuestras inquietudes y celebrar nuestros logros más pequeños como si fueran grandes hazañas. Recuerdo que de niño me inspiró a ser médico el aroma de tu maletín de cuero, con tu instrumental de trabajo, que yo veía con curiosidad infantil, como un tesoro.
Te gustaban los automóviles, y sabías de mecánica desde joven. Me enseñaste al ayudarte a cambiar una llanta, limpiar unas bujías o un filtro de aire para motor. Recuerdo claramente que me enseñaste lo que era el tiempo del motor, cómo medirlo y ajustarlo. Te gustaba tener tu carro siempre limpio y reluciente, y estabas orgulloso cuando me enseñaste a manejarlo.
Médico de profesión, tu sabiduría era tan vasta como tu corazón. A través de tus palabras aprendí lecciones que ningún libro podría enseñar. Recuerdo tus consejos sobre la importancia de la honestidad y la humildad, sobre cómo enfrentar los desafíos con valentía y cómo tratar a los demás con respeto y compasión.
Cada conversación contigo era una oportunidad para aprender algo nuevo, no solo sobre el mundo que nos rodeaba, sino también sobre mí mismo. Me enseñaste lo que era la presión sanguínea y cómo medirla. Estuviste ahí cuando el jurado que había aprobado mi examen profesional estuvo de visita en la casa. Orgulloso de mí sin duda, pero nunca obsequioso.
Tu amor por la literatura marcó profundamente mi propia pasión por las palabras. Desde temprana edad me enseñaste a apreciar la belleza de un buen libro, a perderme en las historias que transportan a mundos desconocidos y a encontrar consuelo en las palabras de los grandes escritores. Recuerdo claramente que me platicabas sobre la Divina Comedia, y yo escuchaba fascinado.
Sabías francés, y en alguna ocasión con motivo de un triunfo de Francia en el futbol cantamos juntos la Marsellesa. A menudo recuerdo cómo compartíamos nuestros pensamientos sobre libros favoritos, intercambiando ideas y reflexiones como dos almas que se comprenden profundamente.
Pero más allá de tus palabras y tu arduo trabajo, lo que más valoro de ti, querido padre, es tu amor incondicional. Eras duro, a veces reacio a la razón de los demás, especialmente cuando los años se te vinieron encima, con el sufrimiento familiar y los problemas de salud, pero siempre estuviste ahí para mí, en los momentos felices y en los momentos difíciles.
Un día como cualquiera, caminaba a tu lado y de alguna parte salió un perro que me atacó, pero tú te pusiste delante de él, espantando al animal con tu valor. Tus abrazos eran el refugio donde encontraba consuelo, me dabas una bendición en la frente con la señal de la Cruz cada vez que me iba lejos, tu risa era la melodía que alegraba los días, y tu presencia era la certeza de que nunca estaba solo en este singular viaje llamado vida.
Aunque el tiempo nos haya separado físicamente, sé que tu legado perdurará en mi alma cada día que respire y tenga conciencia. Me enseñaste el verdadero significado de la familia, el sacrificio y el amor desinteresado. Cada vez que miro atrás, veo tu influencia en las decisiones que tomo, en las palabras que elijo y en la manera de ver el mundo que me rodea. Fuiste y siempre serás mi guía y mi inspiración para superarme. Cuando ya te ibas, en esa cama de hospital, herido de muerte por la sepsis, tuve la oportunidad de besar tu frente y decirte al oído cuánto te quería, pedirte que descansaras del dolor.
Hoy, mientras escribo estas palabras llenas de gratitud, pienso en todas las veces que desearía haberte dicho esto en persona, haber podido expresar cuánto significabas para mí. Pero no eras un hombre de palabras sentimentales. Callado y determinado, expresabas tu amor por mí de mil y una otras formas. Pero tengo la certeza en lo más profundo de mi corazón, que de alguna manera estás aquí, leyendo estas líneas y sintiendo la admiración que emana de cada palabra.
Gracias, querido padre, por todo lo que hiciste por mí. Tu vida fue un regalo para los que tuvimos el privilegio de conocerte, y tu memoria vivirá eternamente en nuestros corazones. Que allá, donde sea que estés, tengas la paz y la felicidad que mereces, sabiendo que tu amor perdura en cada uno de nosotros, tus hijos, que seguimos adelante con el legado que dejaste.
16 junio 2024
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