miércoles, 19 de agosto de 2020

Giorgio Germont. El amor

el libro de las cosas perdidas

El amor

Por Giorgio Germont

Cristina y yo nos conocimos en Ciudad Juárez el viernes 17 de octubre de 1975, en la casa de la familia Quirarte, en el 7530 de la avenida Curva Morfín. Por esa época yo era pasante de medicina y visitaba con frecuencia a mis hermanos Lorena y Jorge, que vivían en un departamento en la calle Mejía. Ellos trabajaban para el recaudador de rentas, Javier Gaxiola. Mi hermana frecuentaba el club hípico Las Bendiciones, propiedad de Carlos Murguía. Fue así que en una de esas visitas a la ciudad fronteriza conocí a Cristina. Nos presentó mi hermano del alma José Luis Morales, otro chihuahuense, quien era el entrenador del club hípico. Pepe me llevó a un convivio que ofrecía esa tarde en su casa el que es ahora gran amigo nuestro, Esteban Quirarte.

La casa era una quinta amplia con álamos al frente. Nos presentamos a la fiesta que estaba muy concurrida, había un zaguán grande, arbolado. Yo, por presumido y por la emoción de impresionar a las damitas entré a la sala de la casa sin haber sido invitado y me senté a tocar un piano de media cola que ahí tenía doña Matilde Gómez viuda de Quirarte. A los cuantos minutos se abrió la puerta y asomó la cara una joven muy risueña. “Que bien toca usted, señor…”, me dijo coquetamente la jovencita. Le di las gracias y al rato salí a reunirme con todos en el porche donde estaba la mayoría de la gente. Pronto vi a la joven junto a su entrenador, Morales, y me acerqué diciendo: “preséntame a tu amiga, Pepe”.
—Te presento al doctor Zamora —dijo Pepe tratando de darme importancia.
Nos dimos la mano y oí por primera vez esa voz.
—Cristina Motta Allen para servirle.
—Mucho gusto, que linda voz tienes.
—Ando muy ronca.
—Me gusta así la miré a los ojos y me quedé sin habla, tenía una plática muy amena, estaba contenta.
Así empezó la velada y al final nos fuimos los tres a un club nocturno que se puso de moda, El Portofino, cerca del Pronaf. Allí tomamos un cóctel y bailamos. Nos tomamos una Polaroid que yo quería de recuerdo, y que aún conservo. Más tarde José Luis y yo llevamos a Cristina a su casa; eran vecinos de la calle Pedro S. Varela 2532 de la colonia Hidalgo.

*

Al llegar a su casa era casi la media noche, ella nos dijo que la iban a regañar por llegar tan tarde y acompañada de dos hombres; estaba nerviosa. Nos dimos un beso en la mejilla y dijimos adiós. Pepe me dejó en el departamento de la calle Mejía. A las 5 de la mañana Jorge, mi hermano, se sentó el volante y nos regresamos los tres hermanos a nuestra casa en Chihuahua.
El sábado me levanté tarde y transcurrió el día como cualquier otro fin de semana, pero un gusanito me estaba rascando el pecho. Salí por la noche a pasear y veía con frecuencia la foto que nos habíamos tomado la noche anterior, y me hacía pensar.
Me topé a Morales, que había regresado a Chihuahua a ver a su novia, y me comentó
—Me preguntaron por ti hoy en la mañana, Pepito
—¿Quien?
—Cristina.
Me quedé muy callado y me fui temprano a dormir. Por la noche fuimos al centro, al Penthouse, popular discoteca que estaba en el piso 19 del Hotel Presidente, situado en el corazón de Chihuahua, la esquina de las avenidas Independencia y Libertad.
Me senté en el bar a tomar un coctel y estaba frente a los ventanales admirando la vista panorámica de la capital iluminada, con la mirada perdida. Me dirigí a donde Pepe y le pregunté,
—Oye, Pepe, si regreso a Juárez ¿dónde puedo ver a Cristina?
—Muy fácil, la encuentras en la escuela. Ella va a la prepa del Chamizal.


No se dijo una palabra más.
Cuando volví a mi casa y me acosté a dormir, nada más estaba dando vueltas en la cama pensando que hacer. Mmh… ¿qué me pasa? ¿qué me dio esta niña? Seguí meditando y me asaltó un pensamiento. Sin saber por qué, me dije yo mismo: “Si vas a buscarla y te hace caso… vas a terminar casándote con ella”.
Jorge prendió la luz a las 5 de la mañana, se vistió y recogió su mochila. Lorena ya lo estaba esperando en la sala. Oí la puerta cerrarse y me puse de pie en un instante, tome de prisa una chaqueta y dos camisas y apenas los alcancé antes de arrancarse.
—¿Quésucede? me preguntó Jorge.
—Voy a Juárez con ustedes me miró con incredulidad.
—¿De veras?
Abrí la puerta de atrás, me subí y me quedé dormido mientras el Camaro ronroneaba en la carretera 45. Desperté en Villa Ahumada para un ligero desayuno y de ahí ya me fui despierto y desconcertado. “¿Qué le voy a decir a Cristina, si acaso la encuentro? ¿Con qué excusa me voy a presentar? ¿Nada más así?”

*

A las diez de la mañana salieron de clase las alumnas de la prepa. Apareció Cristina con un grupo de amigas, vestía blusa blanca, falda plisada color plomo, calcetas blancas y botines café muy lustrosos. Se sentó en el cofre de un auto y dijo:
—Marta, dame un cigarro.
La acompañaban sus amigas Marta, Laura y Lola. Me acerqué al grupo muy despacio, con las manos sudorosas, sin saber que decir.
—Hola, Cristina.
—Hola. ¿Qué haces aquí? me miró con sorpresa.
—Vine a hacer unas compras en El Paso… pero no conozco bien la ciudad —mentirasno sé a dónde ir, ¿podrías acomparme?

*

Nos pasamos un día muy divertido en la ciudad tejana y lo único que compré fue un muñeco de peluche muy gracioso, un hipopótamo morado. Paramos en una nevería, pero ella no quería comer nada. Charlamos a gusto, muy quitados de la pena, pero a veces me veía con ojos de incredulidad. No podía creer que había regresado desde Chihuahua a buscarla. Al término del día le di de obsequio el mono de peluche y todavía hoy lo guardamos aquí en la casa en un baúl. Sin saberlo habíamos dado inicio a una conversación fascinante que aún sigue hasta la fecha. Como dice el dicho: “El amor es una conversación que no se acaba nunca”.
La llevé a su casa y nos despedimos. Me quedé prendado de ella, de su personalidad, sus ojos, su sonrisa, la charla tan amena.

*

Volví a la calle Pedro S. Varela el martes por la tarde. Estaba estacionado en la calle un auto, un Caprice azul marino con techo blanco; un señor estaba agachado sobre el motor apretando unas tuercas al armazón de la batería. Me le acerqué y le pregunté,
—¿Cómo va la mecánica?
Se incorporó y me miro de arriba a abajo
—Aquí arreglando una batería, ¿qué se le ofrece, joven?
Era un hombre muy alto y fornido, muy serio, de bigote. Vestía una camisa de tela de kaki, tipo uniforme.
—¿Se encuentra Cristina?
Se quedó pensando.
—¿Quién la busca?
Le extendí la mano y me presenté:
—José Zamora, para servirle.
Me estrechó la mano y nos vimos a la cara. Suspiró y se dio media vuelta rumbo a la entrada de la cocina. Abrió la puerta y gritó,
—Cristina, aquí te buscan.
Retornó a sus labores bajo el cofre del auto y le di las gracias. Justo en eso salió ella y me dirigí a la reja de celosía. Cristina tenía un rostro de increíble asombro, se veía hermosa.
—Hola, ¿qué haces? me preguntó.
—Vine a verte
—¿Qué te dijo mi papá?
—Nada
Así fue el primer encuentro con mi suegro, el comandante Fernando Motta Ángeles, un hombre muy respetado en Ciudad Juárez, comandante de la aduana, ex jefe de la policía, hombre muy cabal y de gran personalidad. Muy valiente y muy derecho.
Cristina y yo salimos a dar un paseo, nos sentamos en las bancas del parque de la calle Hermanos Escobar, a unas cuadras de la casa. Así pasamos la tarde del martes y también nos vimos el miércoles hasta que llegó el momento de despedirme. Le pedí que me mandara una foto suya y me despidió con un beso bajo un árbol de lilas, en la banqueta de su casa. Finalmente regresé en autobús a Chihuahua y volví a mi trabajo en lo más encrespado de la sierra en el Municipio de Guadalupe y Calvo, es la cañada más lejana del estado, colindando con Sinaloa, un caserío llamado Atascaderos, que era donde prestaba el servicio social de medicina.
Era un ejido donde la principal industria era un aserradero y la otra industria, la más rentable, secreto a voces, era el cultivo de la Amapola.

*

Cristina prometió que me escribiría y así fue. Empezamos a mandarnos cartas, tanto que en el curso de los siguientes 18 meses nos escribimos casi cien.
No todo fue a la perfección, cometí muchos errores, los admito, algunos los puedo contar, otros no. Pero también tuve algunos aciertos en mi vida, sobre todo uno en especial, el más grande: mi bendición fue haber encontrado a la compañera perfecta.

*

Cristina y yo nos casamos el 23 de abril de 1977 a la una de la tarde en la iglesia de Nuestra Señora del Sagrado Corazón, en Ciudad Juárez. El momento más emocionante fue cuando salimos de la iglesia al frente de la caravana nupcial y nos vimos de pronto sobre la banqueta. Pasaban los autos y la gente en su trajín diario por la avenida Insurgentes, nosotros dos de pie, vestidos de novios caminábamos tomados de las manos con una gran sonrisa y un gran asombro.
—Ya nos casamos —le dije.
—Si, qué increíble.
La tomé en brazos y nos dimos un beso de gran felicidad.

*

La fiesta fue el sábado en la casa de los Motta. Asistieron las familias de ambos lados, sirvieron de plato fuerte chiles en nogada, yo no probé bocado. Nuestros padrinos fueron la tía Chacha Allen y su esposo Chuy Mendoza, que habían venido desde San Diego. Por mi parte estaba acompañado de mis padres, mis hermanos y mis abuelos Tránsito Valverde Castañeda y Guadalupe Cruz.

*

Aquel domingo a la media noche entramos a la sala de espera del aeropuerto de El Paso, y a las dos de la mañana tomamos el avión de American Airlines destino a Chicago. Así empezamos a escribir la historia de nuestro destino, caminando por la vida tomados de la mano.

*

Viendo hacia atrás, hoy, 2 de octubre del 2019, se me ocurre hacer un comentario. Pasaron las bodas de papel y las de estaño y las de plata y ahora nos están mirando las bodas de oro en el horizonte, si Dios nos da vida y salud. El comentario es el siguiente: Qué imagen tan increíble es la que se presenta cuando veo de lejos a mi esposa en su quehacer diario, en su vida. Qué fabuloso es pensar que estoy viendo a una mujer que está totalmente ligada conmigo, una persona cuya existencia está enredada indisolublemente con la mía. Es como mi otro yo, como la antítesis de mi existencia. Como si fuera la otra mitad de la cadena del ADN mío si acaso la pudieras dividir como al abrir un zipper. Como el emparrado que estaba en el fondo de la casa del rancho de mi suegro Fernando en Villa Ahumada, el rancho Rosita de la estación El Vado, el que fundara José Motta Valdez en 1930.
Si trataras de separar la vid y los zarcillos de los tabiques de ese viejo muro, sería imposible hacerlo sin romperlos. Forman parte de una sola unidad, es decir, así somos Cristina y yo, como la hiedra y la pared, unidos siempre.




Giorgio Germont estudió medicina en la UACH, ejerce su profesión en Estados Unidos. Ha publicado tres novelas: Treinta citas con la muerte (2005), Dos miserables entre la luz y la oscuridad, (2011). Ambas recibieron sendos galardones como finalistas de los concursos USA BEST BOOK AWARDS en los años 2007 y 2011 respectivamente. Las versiones en español de la primera, titulada Mis encuentros con la muerte y la segunda con el mismo nombre se publicaron en 2012 por Editorial Perfiles. En 2016 publicó su novela Rayo azul.

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