el libro de las cosas
perdidas
El amor
Por Giorgio Germont
Cristina y yo nos conocimos en Ciudad Juárez el viernes
17 de octubre de 1975, en la casa de la familia Quirarte, en el 7530 de la avenida
Curva Morfín. Por esa época yo era pasante de medicina y visitaba con
frecuencia a mis hermanos Lorena y Jorge, que vivían en un departamento en la
calle Mejía. Ellos trabajaban para el recaudador de rentas, Javier Gaxiola. Mi
hermana frecuentaba el club hípico Las Bendiciones, propiedad de Carlos
Murguía. Fue así que en una de esas visitas a la ciudad fronteriza conocí a
Cristina. Nos presentó mi hermano del alma José Luis Morales, otro chihuahuense,
quien era el entrenador del club hípico. Pepe me llevó a un convivio que
ofrecía esa tarde en su casa el que es ahora gran amigo nuestro, Esteban
Quirarte.
La casa era una quinta amplia con álamos al frente.
Nos presentamos a la fiesta que estaba muy concurrida, había un zaguán grande,
arbolado. Yo, por presumido y por la emoción de impresionar a las damitas entré
a la sala de la casa sin haber sido invitado y me senté a tocar un piano de
media cola que ahí tenía doña Matilde Gómez viuda de Quirarte. A los cuantos
minutos se abrió la puerta y asomó la cara una joven muy risueña. “Que bien
toca usted, señor…”, me dijo coquetamente la jovencita. Le di las gracias y al
rato salí a reunirme con todos en el porche donde estaba la mayoría de la gente.
Pronto vi a la joven junto a su entrenador, Morales, y me acerqué diciendo: “preséntame
a tu amiga, Pepe”.
—Te presento al doctor Zamora —dijo Pepe tratando de
darme importancia.
Nos dimos la mano y oí por primera vez esa voz.
—Cristina Motta Allen para servirle.
—Mucho gusto, que linda voz tienes.
—Ando muy ronca.
—Me gusta así —la miré a los
ojos y me quedé sin habla, tenía una plática muy amena, estaba contenta.
Así empezó la velada y al final nos fuimos los tres a un
club nocturno que se puso de moda, El Portofino, cerca del Pronaf. Allí tomamos
un cóctel y bailamos. Nos tomamos una Polaroid que yo quería de recuerdo, y que
aún conservo. Más tarde José Luis y yo llevamos a Cristina a su casa; eran
vecinos de la calle Pedro S. Varela 2532 de la colonia Hidalgo.
*
Al llegar a su casa era casi la media noche, ella nos
dijo que la iban a regañar por llegar tan tarde y acompañada de dos hombres;
estaba nerviosa. Nos dimos un beso en la mejilla y dijimos adiós. Pepe me dejó
en el departamento de la calle Mejía. A las 5 de la mañana Jorge, mi hermano,
se sentó el volante y nos regresamos los tres hermanos a nuestra casa en
Chihuahua.
El sábado me levanté tarde y transcurrió el día como
cualquier otro fin de semana, pero un gusanito me estaba rascando el pecho.
Salí por la noche a pasear y veía con frecuencia la foto que nos habíamos
tomado la noche anterior, y me hacía pensar.
Me topé a Morales, que había regresado a Chihuahua a
ver a su novia, y me comentó
—Me preguntaron por ti hoy en la mañana, Pepito
—¿Quien?
—Cristina.
Me quedé muy callado y me fui temprano a dormir. Por
la noche fuimos al centro, al Penthouse, popular discoteca que estaba en el
piso 19 del Hotel Presidente, situado en el corazón de Chihuahua, la esquina de
las avenidas Independencia y Libertad.
Me senté en el bar a tomar un coctel y estaba frente a
los ventanales admirando la vista panorámica de la capital iluminada, con la
mirada perdida. Me dirigí a donde Pepe y le pregunté,
—Oye, Pepe, si regreso a Juárez ¿dónde puedo ver a Cristina?
—Muy fácil, la encuentras en la escuela. Ella va a la
prepa del Chamizal.
No se dijo una palabra más.
Cuando volví a mi casa y me acosté a dormir, nada más
estaba dando vueltas en la cama pensando que hacer. Mmh… ¿qué me pasa? ¿qué me
dio esta niña? Seguí meditando y me asaltó un pensamiento. Sin saber por qué,
me dije yo mismo: “Si vas a buscarla y te hace caso… vas a terminar casándote
con ella”.
Jorge prendió la luz a las 5 de la mañana, se vistió y
recogió su mochila. Lorena ya lo estaba esperando en la sala. Oí la puerta
cerrarse y me puse de pie en un instante, tome de prisa una chaqueta y dos
camisas y apenas los alcancé antes de arrancarse.
—¿Quésucede? —me preguntó
Jorge.
—Voy a Juárez con ustedes —me miró con incredulidad.
—¿De veras?
Abrí la puerta de atrás, me subí y me quedé dormido
mientras el Camaro ronroneaba en la carretera 45. Desperté en Villa Ahumada
para un ligero desayuno y de ahí ya me fui despierto y desconcertado. “¿Qué le
voy a decir a Cristina, si acaso la encuentro? ¿Con qué excusa me voy a
presentar? ¿Nada más así?”
*
A las diez de la mañana salieron de clase las alumnas
de la prepa. Apareció Cristina con un grupo de amigas, vestía blusa blanca,
falda plisada color plomo, calcetas blancas y botines café muy lustrosos. Se
sentó en el cofre de un auto y dijo:
—Marta, dame un cigarro.
La acompañaban sus amigas Marta, Laura y Lola. Me
acerqué al grupo muy despacio, con las manos sudorosas, sin saber que decir.
—Hola, Cristina.
—Hola. ¿Qué haces aquí? —me
miró con sorpresa.
—Vine a hacer unas compras en El Paso… pero no conozco
bien la ciudad —mentiras—no sé a dónde ir, ¿podrías acomparme?
*
Nos pasamos un día muy divertido en la ciudad tejana y
lo único que compré fue un muñeco de peluche muy gracioso, un hipopótamo
morado. Paramos en una nevería, pero ella no quería comer nada. Charlamos a
gusto, muy quitados de la pena, pero a veces me veía con ojos de incredulidad.
No podía creer que había regresado desde Chihuahua a buscarla. Al término del
día le di de obsequio el mono de peluche y todavía hoy lo guardamos aquí en la
casa en un baúl. Sin saberlo habíamos dado inicio a una conversación fascinante
que aún sigue hasta la fecha. Como dice el dicho: “El amor es una conversación
que no se acaba nunca”.
La llevé a su casa y nos despedimos. Me quedé prendado
de ella, de su personalidad, sus ojos, su sonrisa, la charla tan amena.
*
Volví a la calle Pedro S. Varela el martes por la
tarde. Estaba estacionado en la calle un auto, un Caprice azul marino con techo
blanco; un señor estaba agachado sobre el motor apretando unas tuercas al
armazón de la batería. Me le acerqué y le pregunté,
—¿Cómo va la mecánica?
Se incorporó y me miro de arriba a abajo
—Aquí arreglando una batería, ¿qué se le ofrece,
joven?
Era un hombre muy alto y fornido, muy serio, de bigote.
Vestía una camisa de tela de kaki, tipo uniforme.
—¿Se encuentra Cristina?
Se quedó pensando.
—¿Quién la busca?
Le extendí la mano y me presenté:
—José Zamora, para servirle.
Me estrechó la mano y nos vimos a la cara. Suspiró y
se dio media vuelta rumbo a la entrada de la cocina. Abrió la puerta y gritó,
—Cristina, aquí te buscan.
Retornó a sus labores bajo el cofre del auto y le di
las gracias. Justo en eso salió ella y me dirigí a la reja de celosía. Cristina
tenía un rostro de increíble asombro, se veía hermosa.
—Hola, ¿qué haces? —me preguntó.
—Vine a verte
—¿Qué te dijo mi papá?
—Nada
Así fue el primer encuentro con mi suegro, el
comandante Fernando Motta Ángeles, un hombre muy respetado en Ciudad Juárez, comandante
de la aduana, ex jefe de la policía, hombre muy cabal y de gran personalidad. Muy
valiente y muy derecho.
Cristina y yo salimos a dar un paseo, nos sentamos en
las bancas del parque de la calle Hermanos Escobar, a unas cuadras de la casa.
Así pasamos la tarde del martes y también nos vimos el miércoles hasta que
llegó el momento de despedirme. Le pedí que me mandara una foto suya y me
despidió con un beso bajo un árbol de lilas, en la banqueta de su casa.
Finalmente regresé en autobús a Chihuahua y volví a mi trabajo en lo más
encrespado de la sierra en el Municipio de Guadalupe y Calvo, es la cañada más
lejana del estado, colindando con Sinaloa, un caserío llamado Atascaderos, que era
donde prestaba el servicio social de medicina.
Era un ejido donde la principal industria era un aserradero
y la otra industria, la más rentable, secreto a voces, era el cultivo de la
Amapola.
*
Cristina prometió que me escribiría y así fue. Empezamos a mandarnos cartas, tanto que
en el curso de los siguientes 18 meses nos escribimos casi cien.
No todo fue a la perfección, cometí muchos errores,
los admito, algunos los puedo contar, otros no. Pero también tuve algunos
aciertos en mi vida, sobre todo uno en especial, el más grande: mi bendición
fue haber encontrado a la compañera perfecta.
*
Cristina y yo nos casamos el 23 de abril de 1977 a la
una de la tarde en la iglesia de Nuestra Señora del Sagrado Corazón, en Ciudad Juárez.
El momento más emocionante fue cuando salimos de la iglesia al frente de la
caravana nupcial y nos vimos de pronto sobre la banqueta. Pasaban los autos y
la gente en su trajín diario por la avenida Insurgentes, nosotros dos de pie,
vestidos de novios caminábamos tomados de las manos con una gran sonrisa y un
gran asombro.
—Ya nos casamos —le dije.
—Si, qué increíble.
La tomé en brazos y nos dimos un beso de gran
felicidad.
*
La fiesta fue el sábado en la casa de los Motta.
Asistieron las familias de ambos lados, sirvieron de plato fuerte chiles en nogada,
yo no probé bocado. Nuestros padrinos fueron la tía Chacha Allen y su esposo
Chuy Mendoza, que habían venido desde San Diego. Por mi parte estaba acompañado
de mis padres, mis hermanos y mis abuelos Tránsito Valverde Castañeda y Guadalupe
Cruz.
*
Aquel domingo a la media noche entramos a la sala de
espera del aeropuerto de El Paso, y a las dos de la mañana tomamos el avión de
American Airlines destino a Chicago. Así empezamos a escribir la historia de
nuestro destino, caminando por la vida tomados de la mano.
*
Viendo hacia atrás, hoy, 2 de octubre del 2019, se me
ocurre hacer un comentario. Pasaron las bodas de papel y las de estaño y las de
plata y ahora nos están mirando las bodas de oro en el horizonte, si Dios nos
da vida y salud. El comentario es el siguiente: Qué imagen tan increíble es la
que se presenta cuando veo de lejos a mi esposa en su quehacer diario, en su
vida. Qué fabuloso es pensar que estoy viendo a una mujer que está totalmente
ligada conmigo, una persona cuya existencia está enredada indisolublemente con
la mía. Es como mi otro yo, como la antítesis de mi existencia. Como si fuera
la otra mitad de la cadena del ADN mío si acaso la pudieras dividir como al
abrir un zipper. Como el emparrado que estaba en el fondo de la casa del rancho
de mi suegro Fernando en Villa Ahumada, el rancho Rosita de la estación El Vado,
el que fundara José Motta Valdez en 1930.
Si trataras de separar la vid y los zarcillos de los
tabiques de ese viejo muro, sería imposible hacerlo sin romperlos. Forman parte
de una sola unidad, es decir, así somos Cristina y yo, como la hiedra y la
pared, unidos siempre.
Giorgio Germont estudió medicina en la UACH, ejerce su
profesión en Estados Unidos. Ha publicado tres novelas: Treinta citas con la muerte (2005), Dos miserables entre la luz y la oscuridad, (2011). Ambas
recibieron sendos galardones como finalistas de los concursos USA BEST BOOK
AWARDS en los años 2007 y 2011 respectivamente. Las versiones en español de
la primera, titulada Mis encuentros con
la muerte y la segunda con el mismo nombre se publicaron en 2012 por
Editorial Perfiles. En 2016 publicó su novela Rayo azul.
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