Foto Paco de Santiago
Emma y
los perratones
Por
Agustín García
Salí una mañana a la ferretería.
Necesitaba comprar una herramienta o necesitaba despejarme un poco, salir,
divertirme, pues el confinamiento de la pandemia estaba causando estragos en mi
carácter. Esto es, cada instrucción de mi esposa me fastidiaba y me provocaba
una mueca de disgusto. Han de saber que las esposas dan instrucciones día y
noche, así que salí con ese ánimo disparejo a buscar paz en la actividad.
Apenas traspuse la puerta del barandal, los dos perros del vecino, más nerviosos
que yo debido a su cruza: chihuahueño con bichoindeterminado, empezaron a
ladrarme, muy cerca sus fauces de mis tobillos. Para entretenerme con su acoso
tímido pero ruidoso, corrí delante de ellos como si estuviera espantado. Me
siguieron, cayendo en mi trampa, hasta casi una cuadra, mucho más de lo que
acostumbran alejarse estos perratones. Pronto se cansaron y me fui a buscar mi
herramienta, feliz y riendo a carcajadas.
Varias veces, desde entonces,
repetí la travesura para ganarme un poco de solaz, y admito que con cierta
crueldad, pues aquellas criaturas agitaban sus corazones y cuerpecillos a la
máxima capacidad, a la vez que desgarraban sus gaznates tanto como mis oídos. O
tal vez participaban alegremente en mi juego, no lo sé. En ocasiones, era uno
solo; otros días, hasta tres: era entonces más divertido. El peligro estaba en
que los vecinos me descubrieran e hicieran un justo reclamo por inquietar a sus
mascotas.
Esto siguió hasta que, hace poco, trajeron
a Emma. Como ella y yo nos volvemos criaturas de la misma edad cada vez que nos
vemos para jugar y jugar todo el tiempo, la invité a compartir mi aventura con
los cachorros. Corrió conmigo varias veces y ellos tras nosotros, cosa que le
provocó un regocijo tan ruidoso como los nervios de esos canes-roedores. Sí,
querían roer nuestros tobillos, pero bastaba con voltear de pronto hacia ellos
para que emprendieran la huida en dirección contraria: eran los nuevos
perseguidos, causando exclamaciones de júbilo en la niña.
Ayer, sin embargo, no me di cuenta
cuando Emma, con la inconsciencia de sus cinco años, fue por su cuenta a
molestar a los chihuahuas. Imitó sus ladridos, corrió para que la persiguieran,
y al fin le dieron alcance, logrando clavar sus colmillos en las calcetas y
parte de la piel de mi nieta. Esta vez, cinco bestezuelas la acosaron,
sitiaron, vapulearon. Cinco fauces fieras contra la inocente, una por cada año
vivido. Cuando escuché el escándalo en la calle y advertí que la niña no estaba
en casa, corrí a ver: la rodeaba una jauría ruidosa de pequeños monstruos
envalentonados porque, al fin, triunfaban contra una criatura más débil que
ellos. Perros montoneros. Parecían, en lugar de cinco, diez o más animalejos
dispuestos a destrozar y hasta comerse a mi nieta. Me abrí paso entre la furia salvaje
y tomé en brazos a la niña, paralizada por el espanto. Así me la llevé adentro
de la casa. Llanto, gritos de la madre hasta el cielo, regaños para mí.
―Tú le enseñas cosas peligrosas,
no eres buen abuelo ―dijo la madre. Con esto se refería a mi hábito de
entrenarla como trepadora de árboles, en que Emma es alumna muy adelantada.
Algunos rasguños leves y las
calcetas rotas, nada más, fue el saldo del ataque perruno. Más ruido que
nueces, por suerte. La abuela, en castigo, me impuso la tarea de darle una
galleta y ponerle unas banditas. Cuando terminé de curarla y estuvo más
tranquila, la abuela y la madre salieron juntas para hacer algunas compras, así
que me quedé solo con ella, y le pregunté:
―¿Qué, volvemos a buscarle ruido a
los perritos?
Con rastros aún de humedad en sus
mejillas, respondió:
―Sí, pero no ahorita, mejor hasta mañana.
―Mañana nos desquitamos de los
perrillos, ¿de acuerdo? ―insistí.
―De acuerdo, ¡Emma y el abuelo
contra los perratones! ―gritó.
Y volvió a sonar su carcajada de
oro.
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