A woman left lonely
Por Gustavo Hirales Morán
Escribo desde las simas más profundas de la depresión. No de la depresión: de mi depresión. No sé ni
siquiera de dónde saco fuerzas para escribir. Apenas ayer me sacaron de lo que
yo llamo “la celda de castigo”. Es a donde meten a los incorregibles. Con
paredes acolchadas, luz encendida todo el tiempo, mirilla para observar. Lo
primero que quiero decir es que no sé por qué estoy aquí. Mejor dicho, si sé,
pero las razones que dan mis parientes para mantenerme secuestrada en esta
dizque “clínica” son falsas.
No estoy loca, ni siquiera admito estar temporalmente
desequilibrada. Lo que pasó aquel viernes de septiembre fue excepcional. Quizá
había tomado demasiadas pastillas, estaba como borracha, cuando me di cuenta de
que estaban llevándose a mi hijo, ¡a mi hijo!. Por eso salí armada de la casa,
por eso disparé a los pelafustanes que mi suegro pagó para que secuestraran a
mi pobre hijo.
Por supuesto que nadie creyó en mis razones… con las
palancas, con las influencias y el dinero de mi suegro, ¿alguien quiere
competir? A ello agréguenle que este gobierno me trata como apestada, como si
yo fuera una tarántula, un alacrán, un animal ponzoñoso, y el resultado solo
puede ser este que ven: una mujer peleando sola contra el mundo, librada a sus
pobres fuerzas, despojada de todo.
Así querían verme, y así me ven ahora mis enemigos y se
regocijan, se apandillan y se alían contra mí.
Ahora son fuertes (las hienas en manada se atreven a retar a
la leona), están en todas partes, y además son hipócritas: cuando escuchan mi
nombre fingen gestos de clemencia, gesticulan ademanes piadosos, todos esos
sentimientos humanitarios de los bien pensantes. ¡Quién lo hubiera dicho, los
hubieran visto antes, cuando estaba yo en el apogeo de mi poder, en mi
plenitud! (¿o debo decir: “en el cenit de mi plenitud”?)
Temblaban ante mi sola presencia los cabrones; tartamudeaban
y perdían el color, les sudaban las manos, se orinaban en los calzones. Y
ahora, cuando me ven caída en desgracia, se pasean arrogantes frente a la
puerta de mi castillo, de mi abolida torre.
Ah, si solo mi suerte hubiera sido un poco distinta, si las
cosas no se hubieran desviado tanto de su curso natural. Lo digo enfáticamente,
lo repito para que lo oigan todos: de su curso natural.
El curso natural de las cosas era (no están ustedes para
saberlo, ni yo para contárselos, pero mi pecho tampoco es bodega) que yo
hubiera sido presidente (¿se dice así, o “presidenta”?) de la república. La
primer mujer en ser presidenta de este país, pendejos. ¿Por qué no? ¿Acaso solo
los hombres pueden ser presidentes en este pinche país? Ya ven que en otros
lugares las mujeres han llegado a ocupar, sin desdoro, los más altos puestos:
han sido primeras ministras, e incluso presidentas. Ahí están la Thatcher,
Indira Gandhi, Corazón Aquino, Violeta Chamorro, etcétera, quienes no me
dejarán mentir.
Ah, pero aquí cómo, si este es el país de los meros pinches
machos. Y ni siquiera son muchos, qué va, no saben cómo hay de puñales en el
poder, alrededor del poder, en los intersticios y en los suburbios del poder… (pero
bueno, esa es otra historia: no nos distraigamos de lo principal). Les decía:
en otros países, incluso menos civilizados que el nuestro, las mujeres han
llegado al nivel más alto. Con una diferencia: allá se han encumbrado adoptando
conductas y gestos masculinos, mientras que si yo hubiera sido presidenta, –óiganlo
bien– hubiera sido la presidenta más femenina de la historia mundial: nada de
gestos ni actitudes masculinos, todo en mí hubiera sido femineidad, excepto
cuando había que entrar en posición de combate, pero aún en ese trance, mi
disposición a la lucha era la de las amazonas, las de la pantera: una combativa
disposición femenina.
Lo que no me perdonaron, lo que todavía no me perdonan, es
que yo los hubiera retado en su terreno: el de la inteligencia, el de las
relaciones políticas, el de las alianzas y el poder. ¿Por qué? Porque –me
acusaban–, además de esas yo tenía otras armas, letales, contra las que no
podían, simplemente, competir. Y tenían razón.
Sí saben de qué hablo, ¿verdad? Por eso fue que se
confabularon todos en mi contra, porque decían que mi competencia era
“desleal”. Qué cabrones, ¿no? ¿Y que querían que hiciera? ¿Cómo competir contra
siglos de opresión, de sumisión, de discriminación? Siglos de patriarcado… y
todavía me declaran loca, “incapaz de hacerse cargo de sí misma”, cabrones…
Gustavo Hirales Morán, escritor mexicano, ha publicado La
Liga 23 de Septiembre, orígenes y naufragio, Memoria de la guerra de los justos, El complot de Aburto, Camino a
Acteal, Chiapas, otra mirada y Siempre de nuevo. Escribe
también periodismo en El Nacional y Unomásuno, Nexos y Etcétera.
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