miércoles, 26 de agosto de 2020

Gustavo Hirales Morán. A woman left lonely

A woman left lonely


Por Gustavo Hirales Morán


Escribo desde las simas más profundas de la depresión. No de la depresión: de mi depresión. No sé ni siquiera de dónde saco fuerzas para escribir. Apenas ayer me sacaron de lo que yo llamo “la celda de castigo”. Es a donde meten a los incorregibles. Con paredes acolchadas, luz encendida todo el tiempo, mirilla para observar. Lo primero que quiero decir es que no sé por qué estoy aquí. Mejor dicho, si sé, pero las razones que dan mis parientes para mantenerme secuestrada en esta dizque “clínica” son falsas.
No estoy loca, ni siquiera admito estar temporalmente desequilibrada. Lo que pasó aquel viernes de septiembre fue excepcional. Quizá había tomado demasiadas pastillas, estaba como borracha, cuando me di cuenta de que estaban llevándose a mi hijo, ¡a mi hijo!. Por eso salí armada de la casa, por eso disparé a los pelafustanes que mi suegro pagó para que secuestraran a mi pobre hijo.
Por supuesto que nadie creyó en mis razones… con las palancas, con las influencias y el dinero de mi suegro, ¿alguien quiere competir? A ello agréguenle que este gobierno me trata como apestada, como si yo fuera una tarántula, un alacrán, un animal ponzoñoso, y el resultado solo puede ser este que ven: una mujer peleando sola contra el mundo, librada a sus pobres fuerzas, despojada de todo.
Así querían verme, y así me ven ahora mis enemigos y se regocijan, se apandillan y se alían contra mí.
Ahora son fuertes (las hienas en manada se atreven a retar a la leona), están en todas partes, y además son hipócritas: cuando escuchan mi nombre fingen gestos de clemencia, gesticulan ademanes piadosos, todos esos sentimientos humanitarios de los bien pensantes. ¡Quién lo hubiera dicho, los hubieran visto antes, cuando estaba yo en el apogeo de mi poder, en mi plenitud! (¿o debo decir: “en el cenit de mi plenitud”?)
Temblaban ante mi sola presencia los cabrones; tartamudeaban y perdían el color, les sudaban las manos, se orinaban en los calzones. Y ahora, cuando me ven caída en desgracia, se pasean arrogantes frente a la puerta de mi castillo, de mi abolida torre.
Ah, si solo mi suerte hubiera sido un poco distinta, si las cosas no se hubieran desviado tanto de su curso natural. Lo digo enfáticamente, lo repito para que lo oigan todos: de su curso natural.
El curso natural de las cosas era (no están ustedes para saberlo, ni yo para contárselos, pero mi pecho tampoco es bodega) que yo hubiera sido presidente (¿se dice así, o “presidenta”?) de la república. La primer mujer en ser presidenta de este país, pendejos. ¿Por qué no? ¿Acaso solo los hombres pueden ser presidentes en este pinche país? Ya ven que en otros lugares las mujeres han llegado a ocupar, sin desdoro, los más altos puestos: han sido primeras ministras, e incluso presidentas. Ahí están la Thatcher, Indira Gandhi, Corazón Aquino, Violeta Chamorro, etcétera, quienes no me dejarán mentir.
Ah, pero aquí cómo, si este es el país de los meros pinches machos. Y ni siquiera son muchos, qué va, no saben cómo hay de puñales en el poder, alrededor del poder, en los intersticios y en los suburbios del poder… (pero bueno, esa es otra historia: no nos distraigamos de lo principal). Les decía: en otros países, incluso menos civilizados que el nuestro, las mujeres han llegado al nivel más alto. Con una diferencia: allá se han encumbrado adoptando conductas y gestos masculinos, mientras que si yo hubiera sido presidenta, –óiganlo bien– hubiera sido la presidenta más femenina de la historia mundial: nada de gestos ni actitudes masculinos, todo en mí hubiera sido femineidad, excepto cuando había que entrar en posición de combate, pero aún en ese trance, mi disposición a la lucha era la de las amazonas, las de la pantera: una combativa disposición femenina.
Lo que no me perdonaron, lo que todavía no me perdonan, es que yo los hubiera retado en su terreno: el de la inteligencia, el de las relaciones políticas, el de las alianzas y el poder. ¿Por qué? Porque –me acusaban–, además de esas yo tenía otras armas, letales, contra las que no podían, simplemente, competir. Y tenían razón.
Sí saben de qué hablo, ¿verdad? Por eso fue que se confabularon todos en mi contra, porque decían que mi competencia era “desleal”. Qué cabrones, ¿no? ¿Y que querían que hiciera? ¿Cómo competir contra siglos de opresión, de sumisión, de discriminación? Siglos de patriarcado… y todavía me declaran loca, “incapaz de hacerse cargo de sí misma”, cabrones…






Gustavo Hirales Morán, escritor mexicano, ha publicado La Liga 23 de Septiembre, orígenes y naufragio, Memoria de la guerra de los justos, El complot de Aburto, Camino a Acteal, Chiapas, otra mirada y Siempre de nuevo. Escribe también periodismo en El Nacional y Unomásuno, Nexos y Etcétera.

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